La dama zorro (3 page)

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Authors: David Garnett

Mientras leía, él se daba cuenta de que mantenía su atención: después de algunas páginas se absorbió de tal modo en la narración que leyó sin parar durante media hora sin mirarla. Cuando lo hizo, vio que no le estaba escuchando, sino que estaba observando algo con extraña ansiedad. La fijeza de la mirada del animal le alarmó y buscó la causa. Al fin descubrió que la mirada del animal se había clavado en la paloma que estaba en la jaula, junto a la ventana. Le habló, pero no pareció gustarle, de manera que dejó de lado
Clarissa Harlowe.
No volvió a repetir la experiencia de leerle en voz alta.

Y, sin embargo, aquella misma noche, mientras estaba mirando en un cajón de su escritorio con Puss a su lado, su esposa descubrió una baraja que le obligó a coger para complacerla. Luego le hizo sacar las cartas del estuche. Por fin, y después de varios intentos, él se dio cuenta de que lo que ella quería era jugar al
piquet
con él. Tuvieron algunas dificultades a la hora de buscar un sistema para que ella pudiera aguantar las cartas y jugarlas. Al fin el señor Tebrick resolvió el problema disponiéndolas delante de ella en un pequeño atril de madera, desde el cual la zorra las hacía saltar con su garra cuando quería jugarlas. Una vez vencida esta dificultad, jugaron tres partidas que ella pareció disfrutar enormemente. Además ganó en las tres. A partir de entonces, jugaban con frecuencia una tranquila partida de
piquet
o de
cribbage.
Añadiré que, a la hora de marcar los tantos sobre el tablero, en el
cribbage,
era él quien movía los taruguillos de madera, porque ella no podía manejarlos ni meterlos en los agujeros.

El tiempo, que había sido húmedo y brumoso con chubascos frecuentes, mejoró mucho a la semana siguiente y, según suele ocurrir en enero, hubo unos cuantos días en los que brilló el sol y no sopló el viento. Por la noche tenían ligeras heladas, que se fueron intensificando con el transcurso del tiempo hasta que empezó a nevar.

Con tan buen tiempo era natural que el señor Tebrick pensara en sacar de casa a su zorra. No lo había hecho hasta entonces a causa de la lluvia y humedad reinantes, pero, sobre todo, porque la mera idea de sacarla al exterior le llenaba de inquietud. Tenía tantos temores que, en un principio, pensó no hacerlo nunca. Le dominaba el miedo, no sólo de que se le escapase (que sabía sin fundamento alguno), sino de peligros más ciertos, tales como perros sueltos, trampas, cepos o escopetas automáticas, sin olvidar el temor de ser visto por los vecinos en su compañía. Al fin se decidió, sobre todo porque la zorra no paraba de preguntarle con la mayor suavidad: «¿No me dejarías salir al jardín?». Y, sin embargo, le escuchaba siempre con gesto sumiso cuando él le decía que, si los veían juntos, la curiosidad del vecindario aumentaría. Además le hablaba de su miedo a los perros. Pero un día ella respondió llevándolo al recibidor y mostrándole su escopeta con ademán decidido. Después de esto decidió sacarla, pero tomando precauciones. Es decir, dejó la puerta de la casa abierta para hacer posible una rápida retirada en caso de apuro. Se puso la escopeta bajo el brazo y, por último, cubrió al animal con una chaquetita de piel para que no tuviera frío.

La hubiese llevado en brazos, pero ella se soltó delicadamente y con una expresiva mirada le dio a entender que prefería andar. Ya le había pasado el horror a moverse sobre cuatro patas, pensando probablemente que debía resignarse a desplazarse de esta manera o, de lo contrario, pasaría el resto de sus días postrada en cama.

Salir al jardín le produjo una alegría extraordinaria. Primero correteó de un lado a otro, procurando no apartarse mucho de él. Con las orejas inclinadas hacia delante, miraba ora esto ora aquello, y luego a los ojos de su marido.

Estuvo danzando de deleite algún tiempo: después corrió alrededor de él, le adelantó una o dos yardas, volvió a su lado y, mientras paseaban por el jardín, no paró de brincar. A pesar de su gozo, ella tenía miedo. Cualquier ruido —el mugido de una vaca, el canto del gallo o los gritos de un labrador para asustar a los grajos— la sobresaltaba: sus orejas se ponían tiesas para captar el sonido, su hocico se arrugaba, su nariz se contraía y apretaba todo su cuerpo contra las piernas de él. Anduvieron por el jardín y bajaron al estanque: estaba lleno de cercetas y patos silvestres y chinos. La contemplación de estos últimos volvió a llenarla de placer. Siempre habían sido sus favoritos y ahora estaba tan contenta que se portaba con muy poca de su habitual compostura. Primero los miró; luego, saltando hasta la rodilla de su esposo, procuró encender en él una excitación igual a la suya. Apoyando sus patas delanteras en su rodilla, giró la cabeza una y otra vez hacia los patos, como si no pudiera apartar la vista de ellos, y luego echó a correr hacia el borde del estanque.

Sin embargo, su aparición provocó la mayor consternación entre los patos. Los que estaban en tierra o cerca de la orilla nadaron o volaron al centro del estanque, formando allí un alborotado tropel. Nadando en círculo sin parar, empezaron a graznar con tanta violencia que estuvieron a punto de dejar sordo al señor Tebrick. Como he dicho antes, ninguna de las ridículas consecuencias de la metamorfosis de su esposa —y hubo abundancia de incidentes de tal índole— pudo arrancarle una sonrisa. También ahora, al comprender que los necios patos tomaban a su esposa por un zorro y estaban aterrorizados, encontró penoso un espectáculo que otros hubiesen podido juzgar divertido.

No actuó así la zorra, que parecía más alegre que nunca al ver la conmoción que había causado y empezó a dar saltos. Aunque al principio el señor Tebrick le ordenó volver y marchar en otra dirección, acabó por dejarse vencer por el gozo del animal y se sentó, mientras ella retozaba a su alrededor más feliz que nunca desde que había tenido lugar la transformación. Primero corrió hacia él radiante y sonriente, luego volvió a correr en dirección a la orilla del agua y empezó a retozar y a juguetear persiguiendo su propia cola, bailando sobre las patas traseras y revolcándose por el suelo. Después empezó a correr describiendo círculos, siempre sin prestar atención a los patos.

Pero ellos, con los cuellos estirados y los picos en la misma dirección, nadaban de un lado a otro en medio del estanque, sin dejar de hacer cuac-cuac-cuac, llevando el compás a su modo puesto que graznaban en coro. De pronto la zorra se alejó del estanque, y el marido, pensando que la diversión va había durado bastante, le dijo:

—Ven, Silvia querida. Está refrescando y es tiempo de que entremos en casa. Estoy convencido de que tomar el aire te ha hecho mucho bien, pero no podemos quedarnos aquí por más tiempo.

Pareció que ella estuviera de acuerdo, aunque echó una mirada de reojo a los patos por encima del lomo, y ambos se dirigieron, relativamente tranquilos, hacia la casa. Súbitamente, cuando ya estaban a medio camino, ella se dio la vuelta y se lanzó a correr. También él dio la vuelta y vio que los patos les habían estado siguiendo.

Y ya tenemos a los patos huyendo aterrorizados al estanque, con la zorra pisándoles los talones. Bien es cierto que ella no pretendía atraparles pues, si hubiese querido hacerlo —según observó su marido—, hubiera podido coger a dos o tres sin dificultad. Después, blandiendo la cola en el aire, volvió a su lado, brincando de manera tan juguetona que él la acarició indulgente, aunque al principio le molestó y luego le desconcertó el hecho de que su esposa se divirtiera con tales juegos.

Pero cuando estuvieron en casa, la cogió en brazos, la besó y le dijo:

—Silvia, ¡qué infantil eres! ¡Qué despreocupada! El coraje que muestras en tu desgracia me servirá de lección, pero no puedo contemplarlo.

En este punto los ojos se le llenaron de lágrimas, se echó en una otomana y lloró sin prestar atención a su zorra, hasta que ella lo devolvió a la realidad lamiéndole la mejilla y la oreja.

Después del té, ella le llevó a la sala de estar y se puso a arañar la puerta hasta que él la abrió, puesto que estaba en la parte de la casa que había cerrado, pensando que con tres o cuatro habitaciones tendrían suficiente y se ahorraría limpiar el resto. Después pareció que ella quería que le tocase el piano: lo guió hasta el instrumento y se puso a elegir la música que debía tocar. Primero fue una fuga de Händel, luego una de las
Canciones sin palabras
de Mendelssohn, después
El buceador
y por último música de Gilbert y Sullivan: cada pieza que ella elegía era más alegre que la anterior. Así permanecieron felizmente absortos durante una hora, a la luz de las velas, hasta que el frío reinante en la habitación, que no había sido calentada, puso fin a la música y les hizo bajar junto a la chimenea encendida. Así solía ella consolar a su marido cuando estaba alicaído.

Sin embargo, cuando el señor Tebrick despertó a la mañana siguiente, le apenó el hecho de no encontrarla en el lecho con él: el animal se había acurrucado a los pies de la cama. Durante el desayuno, la zorra apenas le escuchaba cuando hablaba y no cesaba de mirar a la paloma.

El señor Tebrick permaneció sentado mirando por la ventana durante un tiempo. Después sacó su agenda, dentro de la cual guardaba una fotografía de su esposa tomada poco después de la boda. Ora miraba una y otra vez las facciones familiares de su esposa, ora levantaba la cabeza y observaba al animal que tenía delante. Rompió a reír amargamente por primera y última vez desde la transformación de su esposa, porque no tenía mucho sentido del humor. Su carcajada sonó agria y dolorida. Después rompió la fotografía en pedacitos y los esparció desde la ventana, diciéndose: «De nada me servirán los recuerdos». Al volverse hacia la zorra, vio que aún seguía mirando al pájaro y que se relamía.

Llevó la jaula a la habitación contigua y de pronto, obedeciendo a un impulso repentino, la abrió y dejó libre a la paloma, diciéndole:

—¡Vete, pobre pájaro! Huye de esta casa maldita, mientras aún recuerdas cómo tu ama te alimentaba con sus labios de coral. Ahora no eres un juguete adecuado para ella. Adiós, pobre pájaro. ¡Adiós! A menos que, como la paloma de Noé, regreses con buenas noticias —añadió con una sonrisa melancólica.

Pero, pobre hombre, sus problemas no habían terminado todavía. Casi podría afirmarse que corría al encuentro de ellos, al suponer constantemente que la conducta de su esposa iba a ser la misma después de su transformación en zorro.

Por no entrar en suposiciones difíciles de justificar acerca de su alma o de aquello en que se había convertido (aunque podríamos hallar bastante sobre el tema en el sistema de Paracelso), limitémonos a considerar cuánto tuvo que afectar su conducta ordinaria la transformación sufrida por su cuerpo. De manera que, antes de emitir un juicio demasiado duro sobre esta infortunada dama, debemos reflexionar acerca de las necesidades físicas, las flaquezas y los apetitos de su nueva condición, y admirar la fortaleza de su espíritu, que le permitía comportarse con decoro, limpieza y decencia a pesar de su nueva situación.

Así, aunque se hubiese podido esperar que ensuciara su habitación, lo cierto es que nadie —ni hombre ni bestia— hubiera sido capaz de mostrar mayor cuidado en esta cuestión. Sin embargo, durante el almuerzo el señor Tebrick le sirvió un ala de pollo y, habiendo dejado la habitación un minuto para ir a buscar agua, la halló a su regreso subida a la mesa y masticando los huesos. Se quedó en silencio, desanimado y herido por el espectáculo. Porque debemos observar que este infortunado marido pretendía ver a todas horas en la zorra a su mujer, tan delicada y gentil. De modo que, siempre que la conducta del animal se apartaba de lo que se hubiera podido esperar de su esposa, se sentía herido en lo más hondo: verla olvidarse de sí misma le producía la peor de las agonías. En este punto tal vez haya que lamentar que la señora Tebrick hubiese sido una dama tan bien educada y, en particular, que sus modales en la mesa hubieran sido muy escrupulosos. De haber tenido la costumbre, como cierta princesa del continente con la que he cenado, de coger el muslo de pollo por el hueso y morder la carne, hubiese sido mejor para su marido en las circunstancias presentes. Pero, como sus modales habían sido perfectos, el abandono de los mismos le resultaba extremadamente penoso.

Volviendo al punto en que hemos dejado nuestro relato, diremos que el marido permaneció en una agonía silenciosa hasta que ella hubo terminado su terrible trituración de los huesos del pollo y devorado los últimos restos. Entonces le habló suavemente, poniéndola sobre las rodillas, acariciando suavemente su piel y alimentándola con unos granos de uva, y le dijo:

—Silvia, Silvia, ¿tanto te cuesta? Trata de recordar el pasado y, viviendo juntos, llegaremos a olvidar que va no eres una mujer. Estoy seguro de que este sufrimiento pasará pronto y tan de repente como se presentó, y nos parecerá un mal sueño.

Y, sin embargo, aunque ella parecía entender perfectamente sus palabras y le dirigía miradas tristes y arrepentidas, aquella misma tarde, al sacarla a pasear, se las vio y se las deseó para evitar que se acercara a los patos.

A partir de entonces, el marido empezó a pensar algo muy desagradable para él: que no podía dejar a su mujer sola con un ave porque la mataría. Esta idea le resultaba particularmente dolorosa, porque daba a entender que le merecía menos confianza que un perro. Sabido es que podemos fiarnos de nuestros perros, una vez domesticados, y dejarlos en compañía de otros animales sin que los dañen; es más, podemos dejarlos tranquilamente con cualquier cosa, en la seguridad de que no la tocarán aunque estén muertos de hambre. En cambio, habían pasado ya tales cosas con su esposa que no se atrevía a fiarse de ella. Y, sin embargo, en otros aspectos estaba todavía tan próxima a un ser humano que podía hablar con ella de cualquier tema, y le entendía mucho mejor de lo que las mujeres de Oriente, siempre sometidas, son capaces de entender a sus dueños, a menos, claro está, de que se les hable de trivialidades domésticas.

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