La décima sinfonía (27 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

—Parece ser que el compositor italiano, presunto asesino de Amadeus, tuvo tratos prolongados con el sordo de Bonn. Y aunque es cierto que Salieri estuvo presente en el multitudinario entierro de Beethoven, también acudió al sepelio minimalista de Mozart, y no por ello han dejado de correr ríos de tinta sobre su animadversión hacia este. Salieri fue profesor de composición dramática y vocal de Beethoven durante varios años, y aparentemente mantenía una relación cálida y afectuosa con su alumno, que llegó a dedicarle algunas sonatas para violín y piano. Sin embargo, a partir del momento en que el italiano se atrevió a criticar la única ópera de Beethoven,
Fidelio
, la relación entre ambos empezó a enturbiarse y en el año 1809, Beethoven afirmó rotundamente que Salieri era su enemigo: «Herr Salieri, que era mi antagonista más activo, me jugó una mala pasada».

—¡Salieri, asesino de Beethoven! —exclamó Mateos estupefacto—. ¿No estaría el señor Thomas un poco…? —El policía completó la frase con el gesto de haber perdido un tornillo, pero el príncipe negó con la cabeza.

A Mateos le pareció que había llegado el momento de formular la pregunta más conflictiva:

—Señor Bonaparte ¿por qué mintieron ustedes el otro día a la policía?

—¿A qué se refiere? —preguntó el príncipe para ganar tiempo.

—Lo sabe perfectamente. Le dijeron a mi compañero, el subinspector Aguilar, que la noche del crimen estuvieron en compañía de Sophie Luciani hasta las tres.

—Nosotros no hemos hecho nada, inspector —dijo el príncipe abatido, sin energía alguna para seguir defendiendo su falsa coartada.

—Lo único que quiere mi marido es que le dejen en paz —terció la princesa—. No puede permitirse verse implicado en un escándalo, ahora que se mete en política.

—Señor Bonaparte. —Mateos adoptó su semblante más severo—. Mentirle a la policía es algo muy grave. Si lo hubieran hecho ante el juez podrían ser procesados por falso testimonio, un delito castigado con prisión.

—Pero no tenemos coartada —adujo el príncipe—. Estamos asustados. El asesino utilizó una guillotina para acabar con Thomas, y la guillotina es un invento francés. Y no se trata de una reliquia del XIX, en mi país las ejecuciones fueron públicas hasta 1939. El último guillotinado, un pobre diablo llamado Hamida Djandoubi, lo fue en 1977. Aunque la policía nos descarte como presuntos asesinos, la prensa puede comenzar a especular, algo que resultaría extraordinariamente dañino para mi carrera.

—El hecho de no tener coartada sea tal vez, por paradójico que resulte, su mejor coartada —dedujo el inspector.

—¿A qué se refiere?

—La persona que mató a Thomas es extraordinariamente astuta y planeó el asesinato a conciencia. No suele ser frecuente que la Policía Científica, a pesar de los sofisticados medios de que dispone en la actualidad, no haya encontrado ni un solo rastro en el lugar del crimen. Si usted o ustedes fueran los asesinos, no se habría dejado cazar en una mentira tan burda.

Bonaparte respiró aliviado y luego dijo:

—No sé quién asesinó a Thomas, pero estoy casi seguro de que, buscara lo que buscase, solo puede estar ahora mismo en poder de una persona.

—¿De quién? —dijo el inspector.

El príncipe miró a su esposa y luego le dijo:

—¿Nos puedes dejar solos un minuto,
chérie?

—¡Louis-Pierre!

La princesa se levantó indignada y salió del hotel como alma que lleva el diablo, dejando solos al príncipe y al policía.

Cuando Bonaparte le contó a Mateos su teoría, a este le pareció que la corazonada del francés tenía bastante fundamento.

39

—Desde luego son muchas coincidencias —dijo la juez Rodríguez Lanchas después de que Daniel le hubiera relatado con pelos y señales todo lo que había averiguado hasta la fecha con relación a Beethoven.

La magistrada le había recibido en su despacho a pesar de que tenía una mañana ajetreadísima, como había quedado patente por la cantidad de interrupciones que estaban teniendo a cada momento y que hacían bastante dificultoso no perder el hilo de la conversación.

—Yo también opino lo mismo —convino Daniel—. Por lo menos, algunos de los hechos ocurridos en los últimos días tienen que estar relacionados entre sí: una cabeza cortada en la que hay una partitura de Beethoven, una carta manuscrita e inédita del genio que aparece justo ahora en Viena, un cuadro nuevo de Beethoven, en el que este aparece sonriendo.

—Sin olvidar que tu amigo Malinak dice que donde estaba la carta hay una marca inequívoca de otro objeto, del tamaño de un cuaderno grande. Y si estamos manejando la hipótesis de que existe una Décima Sinfonía que acaba de ser descubierta…

La puerta del despacho de la juez se abrió y apareció la secretaria del juzgado:

—Perdona, Susana, no sabía que tenías visita. La rueda de detenidos es dentro de diez minutos. Yo voy bajando.

—Sí, ahora me reúno contigo. ¿Está por ahí Felipe?

—Aquí estoy —respondió el forense, apareciendo por la puerta como si la mera invocación de su nombre hubiera bastado para que pudiera materializarse ante ellos.

El médico entró con desparpajo en el despacho de la juez y sacó unos papeles de la cartera:

—Y vengo con buenas noticias sobre uno de los fiambres del caso Cacabelos. La autopsia de esta mañana no ha revelado picaduras de avispa ni de ningún otro insecto, luego el choque anafiláctico fue provocado. ¿Almorzamos juntos, Susana?

—Sí, pero a última hora. Tengo que poner en libertad a un preso y aún no he redactado el auto. A Daniel ya le conoces de sobra; me trae noticias frescas sobre el caso Thomas.

Daniel y el forense estrecharon la mano y este se sentó en la silla que estaba libre.

—Me quedo entonces. Al fin y al cabo, de los tres yo soy el que más íntima relación tiene con Thomas, puesto que le hice la autopsia.

La juez miró al forense con expresión de contrariedad, pero no llegó a decir nada.

—Paniagua está cada vez más convencido de que la Décima Sinfonía existe y de que los números en clave Morse del tatuaje son el mapa que nos conducirá hasta ella.

—¡Pero eso es magnífico, Susana! A ti, chaval, hay que darte una placa de detective ahora mismo. ¿Alguna idea de a qué pueden corresponder esos numeritos?

—Ninguna todavía. Y tampoco estoy seguro al cien por cien de que Thomas estuviera en posesión del manuscrito de Beethoven —dijo Daniel—. Para eso tendría que poder analizar la partitura que tocó Thomas o escuchar la grabación del concierto. Jesús Marañón me ha dicho que no tiene ni una ni otra, pero quizá la hija de Thomas o alguno de los músicos nos la pueda proporcionar.

La magistrada abrió un cajón de su mesa de despacho y le alcanzó a Daniel un folio lleno de nombres y números de teléfono:

—Ahí tienes la lista de todos los músicos que interpretaron la sinfonía con Thomas. Casi todos eran extranjeros, checos, creo, porque dicen que son más baratos. Me figuro que muchos estarán ya fuera de la ciudad o del país haciendo bolos, como dicen los artistas. Como contigo se sentirán en confianza, porque eres músico también, trata de averiguar algo más. A ver si alguno de ellos oyó mencionar a Thomas algo acerca de la partitura o le escuchó alguna alusión al tatuaje. Es vital que encontremos el manuscrito para poder demostrar el móvil del crimen. Aunque yo empezaría hablando con la hija de Thomas. Se aloja en el Palace; aquí tienes el número de habitación.

—¿Le dijiste a Susana que la partitura podría tener en el mercado un valor cercano a los treinta millones de euros? —preguntó el forense visiblemente excitado.

—Quizá me pasé un poco —dijo Daniel—. Pero si la sinfonía está entera y no se trata solo del primer movimiento, nadie sabe lo que un coleccionista fanático puede llegar a pagar.

—También dependerá de la calidad de la composición, ¿no? —dijo el forense.

—No seas absurdo, Felipe —le reprendió la juez—. Es Beethoven en su madurez artística. Tiene que ser una gran obra maestra.

Daniel no pudo evitar sonreír al escuchar esta afirmación.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó incómoda la juez, que sentía una gran inseguridad siempre que se hablaba de música.

—De repente he recordado que Beethoven, en su madurez artística, también fue capaz de componer
La victoria de Wellington
, una pieza tan execrable que hasta el propio compositor la tildó de «estupidez».

—¿La victoria de quién? —dijo el forense.

—De Wellington, en honor del famoso general que derrotó a Napoleón en la batalla de Waterloo. También se la conoce como «sinfonía de la Victoria», aunque lo correcto es llamarla «sinfonía de Vitoria», pues lo que festeja esta piececilla absurda, indigna no ya del genio de Beethoven, sino de cualquiera de los compositores menores que pululaban por Viena en aquella época, es la victoria de Wellington en la ciudad vasca, aliado con españoles y portugueses, sobre el infame Pepe Botella. Esa batalla significó, en la práctica, la expulsión de las tropas napoleónicas de la península Ibérica.

—¿Y dices que la pieza fue compuesta por un Beethoven ya maduro y por lo tanto en plena posesión de todos sus recursos técnicos y de toda su paleta sonora?

—Absolutamente. Wellington derrotó a Pepe Botella en junio de 1813, faltaban aún dos años para Waterloo, y la pieza de Beethoven se estrenó en diciembre de ese mismo año. Para entonces, el músico ya había completado el grueso de su obra: la
Sinfonía Heroica
, la Quinta, la
Pastoral
, la Séptima, el
Concierto Emperador
. No tenía ya nada que demostrar.

—¿Y por qué la compuso, entonces?

—Por lo mismo que mataron a Thomas: por dinero.

—¿Mucho dinero? —preguntó el forense, al que cada vez que se mencionaba el tema económico parecían encendérsele los ojos.

—Mucho, mucho dinero —respondió Daniel—. Podemos afirmar que la sinfonía
Wellington
fue en su día la composición de más éxito de Beethoven, tanto a nivel musical como financiero.

—¿Y cómo es posible que haya caído de esa forma en el olvido?

—Su éxito se debió, en aquella época, a factores sociológicos o políticos, más que musicales, como ocurre ahora con tantos engendros televisivos. Pero lo cierto es que se trata de una obra de tan poca consistencia que los propios beethovenianos se encargan de que se hable de ella lo menos posible.

—Pues a mí ya me han dado ganas de escucharla —dijo el forense.

—La pieza es muy curiosa: los ingleses están representados musicalmente por el himno oficioso
Rule Britannia
, que es el más popular después de
God Save the Queen
. Para representar a los franceses, Beethoven eligió en cambio la cancioncilla «Malborough se fue a la guerra».

—Querrás decir «Mambrú se fue a la guerra» —dijo el forense.

—Aquí cambiamos a Malborough por Mambrú porque nos resultaba más fácil pronunciarlo. Pero la canción fue ideada por los franceses para burlarse del duque de Malborough, su enemigo militar en la Guerra de Sucesión Española.

—¿Qué es eso de Mambrú? —preguntó la juez.

—Quizá te resulte más familiar en su adaptación inglesa: «
For he's a jolly good fellow». «Porque es un muchacho excelente
».

—Por supuesto, esa sí la conozco —asintió la juez—. Resulta extraño que Beethoven no eligiera
La Marsellesa
para simbolizar a los franceses —apuntó la juez.

—Beethoven siempre fue un revolucionario. Para él
La Marsellesa
no era solo un himno nacional, sino que representaba los valores de libertad, igualdad y fraternidad en los que creyó toda su vida. Le debió de parecer indigno utilizar esa música para asociarla a los perdedores, porque era como admitir, simbólicamente, la derrota de la Revolución. En cambio con «Mambrú» se sentía moral y artísticamente liberado, y si al principio la cancioncilla aparece como un himno arrogante, a medida que va progresando la batalla, Beethoven la va ralentizando y descomponiendo para hacernos visualizar, por medios sonoros, la derrota del bando francés. Tchaikovsky en cambio, en su
Obertura 1812
, compuesta para celebrar la derrota de Napoleón en Rusia, no dudó en
deconstruir La Marsellesa
para hacer mofa y befa de los franceses.

—De modo que la sinfonía
Wellington
fue compuesta por dinero. ¿Acaso Beethoven era un tipo codicioso? —preguntó la juez.

—No más que cualquiera de nosotros. Hubo una época en su vida en la que, debido a la muerte de uno de sus protectores, el compositor llegó a estar tan apurado de dinero que pensó en dejar Viena y marcharse a Inglaterra. Haydn, por ejemplo, y esto era sobradamente conocido en Viena, estaba amasando una verdadera fortuna en la corte británica con sus conciertos y composiciones.

Daniel hizo una pausa para pedir un café, pero Su Señoría le informó de que la máquina, como tantos otros aparatos en aquel juzgado, estaba fuera de combate.

—Nos estabas hablando de los apuros económicos de Beethoven —dijo el forense al ver que Daniel había perdido el hilo.

—Ah, sí. ¿Habéis oído hablar de un aparato que utilizan los músicos llamado metrónomo? —preguntó entonces Paniagua.

—Sí, claro —respondió el forense—. Es para marcar el tempo, ¿no?

—Exacto. Pues ese aparato revolucionario fue patentado en la época de Beethoven por un turbio personaje, mezcla de ingeniero, inventor y
showman
llamado Mälzel. Beethoven se fiaba de él porque le había construido varias trompetillas para el oído que le funcionaban razonablemente bien. Hacia el año 1812, tanto la situación financiera de Mälzel como la de Beethoven eran desesperadas. Mälzel había construido un instrumento musical, al que bautizó como «panarmonicón», que se alimentaba a través de un fuelle, como los órganos, y que, gracias a unos cilindros parecidos a los de los organillos, era capaz de imitar todos los instrumentos musicales de una banda militar. Tras mostrárselo a Beethoven, le convenció para que escribiera una pieza, y este compuso
La victoria de Wellington
. Tuvo tanto éxito, que Beethoven la adaptó para orquesta, y en esta versión orquestal llegó a convertirse en lo que podríamos llamar un superventas de la época. Beethoven acabó demandando a Mälzel ante los tribunales, porque este quería explotar comercialmente la obra como si fuera suya.

Se abrió la puerta del despacho y apareció una de las oficiales del juzgado:

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