La décima sinfonía (44 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

Habían despegado de Viena rumbo a Madrid hacía media hora y Marañón llevaba junto a él, en un gran maletín negro de seguridad que descansaba en el asiento contiguo, el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Por razones obvias, había tenido que entrar en el banco ataviado con gafas oscuras y un gran mostacho de color ceniza, de manera que la descripción que pudiera dar de él a la EUROPOL el empleado del banco que le había atendido no valiera para nada.

El millonario acarició con la mano en la que llevaba el anillo la valija negra en la que iba la partitura. Escrita en la tonalidad masónica de do menor —tres bemoles en la armadura—, la pieza era un auténtico trofeo artístico para la hermandad, que iba a ser la encargada de custodiarla de ahora en adelante y que la iba a utilizar como música privada para los ritos secretos de la liturgia masónica. La Décima Sinfonía de Beethoven, la obra cumbre del compositor alemán que no se había llegado a estrenar jamás, llevaba doscientos años escondida e iba a permanecer así por los siglos de los siglos.

Con la ayuda de sus hermanos de logia, acostumbrados a encriptar y desencriptar mensajes desde tiempo inmemorial, Marañón había logrado desenredar la clave de la partitura de Thomas desde que Paniagua le proporcionara la primera gran pista, que era la clave Morse. Sabía, pues, que el musicólogo había escondido la clave en una caja de seguridad del Banco de Crédito Vienés, pero aunque disponía del código de cuenta bancaria no podía acceder al manuscrito, ya que no disponía de la llave. Y para abrir una caja de alta seguridad en un banco de esa categoría hacen falta las dos cosas: el código y la llave. Esta última tenía que estar por fuerza en poder del verdugo de Thomas, pero al millonario le había sido imposible, a pesar de los detectives que había contratado para que trabajaran sobre el caso, averiguar quién o quiénes habían acabado con la vida del músico. El descubrimiento del paradero de la llave, y por lo tanto de la identidad de los asesinos, había ocurrido de manera completamente fortuita, durante el recital de Abramovich, debido al lamentable episodio del móvil. Doña Susana, que estaba sentada durante el concierto junto a Marañón, se había olvidado de apagar su terminal telefónico, y cuando este empezó a sonar en mitad de la interpretación de Abramovich, tuvo que abrir el bolso a toda prisa y vaciar el contenido del mismo en el regazo, pues el aparato, como suele ocurrir siempre en estos casos, estaba en el fondo del bolso, sepultado por todos los demás objetos que había en el mismo. Y fue en ese momento cuando vio la llave de la caja de seguridad, con su característica cabeza en forma de trébol de tres hojas y la inscripción del banco al que pertenecía grabada en una de las caras. Después de ese episodio, Marañón no tuvo más que ordenar a su secretario que administrase a doña Susana un potente somnífero y retener el bolso de la juez durante esa noche, como si lo hubiera olvidado en su casa, debido al incidente del desmayo. A la mañana siguente, a primera hora, ordenó que hicieran un duplicado de la llave en una empresa especializada en copias de llaves de seguridad y acto seguido mandó a su chófer con el bolso hasta la casa de la juez con la llave dentro, para que no la echara de menos.

• • •

Quedaban aún dos horas y media hasta el aterrizaje y Marañón se disponía a celebrar la consecución de su ambicionado trofeo degustando el plato que tantas veces había ordenado en otras épocas en su restaurante preferido de París, La Tour D'Argent: el
canard a la presse
, en España truculentamente traducido como pato a la sangre. El millonario llevaba sin probar esta delicia gastronómica desde que dejara de frecuentar La Tour, cuando a mediados de los años noventa le fue retirada una de sus tres estrellas Michelin. Marañón confiaba en poder regresar al mítico establecimiento regentado por Claude Terrail una vez que recuperara la perdida estrella, pero para su sorpresa, en 2006 volvieron a penalizar a los franceses con la retirada de una segunda estrella Michelin. El millonario, que adoraba el pato a la sangre, pero que no tenía ninguna intención de ser visto, y mucho menos fotografiado, en un restaurante de segunda categoría, había decidido entonces adquirir a un precio astronómico en una subasta en Sotheby's, una de las pocas
presse a canard
que había en Europa y contratar a uno de los mejores chefs del mundo para que preparara en su comedor privado el legendario plato de origen medieval.

Marañón había dado instrucciones, antes del despegue, de que la operación de triturado de la carcasa del pato en el torno o prensa de plata que se utiliza en esta receta se hiciera delante de él, pues siempre le había producido un gran placer ver el funcionamiento de cualquier artilugio mecánico.

El chef esperó una señal de Marañón para iniciar el prensado del pato. Cualquiera que hubiese observado la ceremonia desde fuera no habría encontrado mucha diferencia con una ejecución pública por garrote. Con la salvedad de que, en el caso del pato, el animal ya estaba muerto —estrangulado para que no escapara de su cuerpo ni una sola gota de sangre— y de que la prensa no era manejada con una palanca sino con una rueda parecida a un pequeño volante.

Cuando el chef Haissant hubo extraído por compresión toda la sangre del animal, la mezcló con coñac y oporto y colocó el recipiente sobre un pequeño calentador al objeto de iniciar la reducción de la salsa que luego iba a servir para aderezar el
magret
de pato.

En el preciso momento en que el cocinero acercó su mechero al hornillo de gas para iniciar la cocción de la salsa, Marañón miró a su derecha, hacia lo que él pensaba que era el reflejo de la llama del calentador en el cristal de la ventanilla del avión.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que uno de los dos motores del reactor ardía en llamas.

Epílogo

Tres días después de ser liberado por la policía de la casa de la juez Rodríguez Lanchas, Daniel Paniagua quiso retomar sus sesiones de jogging por el parque cercano al Departamento de Musicología, pero descubrió que le dolía demasiado la nariz al trotar y optó por dar un simple paseo, en ropa de calle. Como ese día había olvidado el reproductor de mp3 en el despacho, pudo oír una voz familiar que le llamaba por la espalda:

—¡Señor Paniagua!

Daniel se detuvo al instante para comprobar quién era y vio al hombre del puesto de perritos, que le dijo:

—¡Casi no le reconozco! ¿Qué lleva usted en la nariz?

—Una férula. El otro día casi me dejan sin tabique nasal.

—¡Es una celebridad! La prensa dice que ha sido clave para atrapar a los asesinos de la cabeza cortada.

—Si le digo la verdad, Antonio, preferiría haber sido menos clave y no haber estado a punto de perder la vida la otra noche.

—¿Le pongo un
hot-dog?
—preguntó el del puesto, que ya había pinchado un pan en la barra sin esperar la respuesta de Daniel.

—¿Un
hot-dog?
Creí que lo que usted vendía eran perritos calientes.

—Me parece más comercial llamarlos
hot-dogs
, las palabras inglesas están de moda. Y además —explicó el hombre señalando la sombrilla que protegía el carrito— perrito caliente no me cabe en el borde de la sombrilla y
hot-dog
sí. Bueno, qué ¿y ya es millonario? Porque los periódicos dicen que descubrió dónde estaba la Décima Sinfonía.

—El problema es que hubo otra persona que lo averiguó antes que yo, porque cuando la EUROPOL abrió la caja de seguridad del banco, esta estaba vacía.

—O sea, que se ha quedado a dos velas.

—Más o menos —dijo Daniel.

—Ya leí que a uno de los asesinos lo abatieron a balazos. Pero ¿y la juez? ¿La han pillado?

—Esta misma mañana, en Almería. Intentaba embarcarse en un ferry de Trasmediterránea para Nador, en Marruecos. Lo sé porque me acaba de telefonear para contármelo el inspector que lleva el caso. Seguramente lo darán en el telediario de esta noche. La descubrieron porque un grafólogo de la policía identificó su letra en unas cartas de hace treinta años y recordó haber visto esa misma caligrafía en la firma de varios autos y providencias que había redactado la juez unos meses antes. Firmaba L., por Lanchas, que era como la llamaba Thomas, de quien había sido novia en su juventud. Hay bastantes parejas que se llaman entre sí por el apellido.

—¿O sea que el músico decapitado había sido amante de la juez? Pues en la prensa he leído que era homosexual.

—Thomas siguió el mismo camino que otro músico muy célebre llamado Leonard Bernstein.

—No tengo ni idea de a quién se refiere.

—Sin embargo, seguro que ha visto la película
West Side Story
. La música de esa película es suya:
I
like to be in Ame-ri-ca, O.K. by me in Ame-ri-ca
.

El hombre de los
hot-dogs
se sonrió al escuchar a Daniel canturrear la canción más famosa del más conocido musical de la historia.

—Bernstein —continuó relatando Daniel— estuvo casado durante muchos años con una chilena llamada Felicia Montealegre, con la que tuvo tres hijos. A medida que se fue haciendo mayor y el movimiento de liberación gay fue ganando terreno, se sintió con fuerzas para dejar a su esposa y marcharse a vivir con el director de una radio musical llamado Tom Cothran. La diferencia entre Bernstein y Thomas es que el primero volvió junto a su esposa cuando se enteró de que esta tenía cáncer y se ocupó de ella hasta su muerte. En cambio Thomas nunca pareció sentirse culpable del accidente que dejó desfigurada a su pareja, y durante los largos meses que esta permaneció en un hospital de Almería, apenas fue a visitarla.

—¡Qué hijo de perra! —dijo el hombre de los perritos—. ¡No me extraña que ella se la tuviera jurada!

—Tuvieron un accidente de automóvil espeluznante en el año 1980. El automóvil dio varias vueltas de campana y cayó al fondo de un barranco. Él se rompió la clavícula, la tibia y el peroné de la pierna izquierda, y le tuvieron que dar muchos puntos en la cabeza. Pero ella quedó destrozada, sobre todo de cintura para arriba. No solamente perdió la movilidad en media cara, sino que tuvieron que extirparle uno de los pechos. Parece ser que era una mujer bellísima y que ese canalla, por abusar del alcohol durante una comida en la playa, convirtió su vida en una pesadilla. Si no fuera porque hace unos días intentó rebanarme el pescuezo, casi le diría que esa mujer me da lástima.

—¿Y el resto de implicados? Porque he leído que se ha visto envuelta mucha gente: la hija del muerto, el novio, los príncipes de no sé dónde, el director de su Departamento, el millonario.

—La policía me ha dicho que el asesinato lo planearon y cometieron solo la juez y el forense que, como acabo de decirle, eran amantes. Del millonario no sé nada en absoluto —mintió Daniel—. La hija debe de estar ya en Córcega, porque no le han podido probar nada, igual que a la pareja de Thomas. Mi jefe es mi jefe, solo vive para sus perros. El príncipe Bonaparte debe de estar todavía en España porque esta misma mañana le han entrevistado en Radio Nacional. Va a escribir un libro titulado
Cómo descubrí
la Décima Sinfonía de Beethoven
.

—Ah, pero ¿la descubrió él?

—Él no descubrió ni el cuadro, pero ya sabe cómo son los franceses: siempre que pueden, barren para casa.

El hombre del puesto le entregó el perrito a Daniel y luego se quedó mirando por encima de su hombro a una mujer que se acercaba hacia ellos.

—Tiene visita —dijo—. ¿Es su novia?

Daniel se giró y vio que Alicia había ido a buscarle al parque.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó después de besarla y de presentarle al hombre de los perritos—. ¿No habíamos quedado a las dos en casa?

—Sí, pero acabo de abrir tu armario y he visto que no tienes ni una sola chaqueta digna para que la lleves esta tarde a la boda de Humberto y Cristina. Así que nos vamos de compras.

Daniel se despidió de su admirador del parque y Alicia y él comenzaron a caminar a buen paso hasta la verja de salida.

Tras casi medio minuto sin cruzar palabra, Daniel rompió el silencio:

—Si es niño, he decidido que se llame Gastón.

—¿Gastón? Pero si es un nombre ridículo. ¿Gastón? ¿Por qué?

—Porque es un nombre muy apropiado. Hace un rato he ido a hacer una gestión al banco y he visto que Marañón ha ingresado en mi cuenta medio millón de euros.

Alicia agarró del brazo a Daniel para pararle en seco.

—¡No me lo puedo creer!

—¿De qué te extrañas? Fuimos clave en la solución del enigma. Así que si es niño, se llamará Gastón porque va a tener mucho dinero que pulirse. Si es que le deja algo su padre, porque yo acabo de realizar mi primera compra a cuenta.

—¿Me has comprado un regalo? —preguntó ilusionada Alicia.

—Un regalo no,
el regalo
. ¿Te acuerdas de aquella chaqueta de Armani que te gustaba tanto?

—¡No me digas que te has acordado! Pero qué locura, si valía un dineral.

—A cambio te pediré que alguna noche me dejes a solas con el cuadro de tu desnudo. No sabes hasta qué punto me ha gustado.

Fueron interrumpidos por el sonido del móvil de Daniel. A Alicia le llamó la atención la señal de llamada, distinta a cualquier tono o politono que ella hubiera escuchado hasta la fecha.

—¿Qué música es esa?

—¿No lo adivinas? Es Beethoven, la Décima Sinfonía de Beethoven.

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