La décima sinfonía (8 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

—Alicia y yo estuvimos hablando ayer hasta muy tarde, así que me fui a la cama a las tres de la mañana. ¿Qué hora es y por qué me llamas a casa?

—Son las diez de la mañana. No has oído la radio, ¿verdad? Acaban de dar la noticia. Anoche asesinaron a ese músico.

—¿A quién? ¿A qué músico? —respondió Daniel, tratando de hablar en el tono más bajo posible para no despertar a Alicia, cuyo sopor sin embargo era aún tan profundo que parecía no estar dormida, sino en coma.

—¿A qué músico va a ser? ¡A Thomas!

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? ¡Si solo hace unas horas que hablé con él!

—¿Que hablaste con él? ¿Cuándo?

—Después del concierto. Hace muy pocas horas.

—Pues lo han quitado de en medio. O como dijiste tú antes de ayer en mi despacho: lo han dejado fuera de la circulación.

—¿Se sabe quién ha sido?

—Es aún muy pronto para eso. Pero el cadáver de Thomas ha aparecido esta mañana en la Casa de Campo. Sin cabeza. Le han cortado la cabeza.

—¡Qué espanto! Pero ¿qué ha sido? ¿Un crimen sexual?

—De momento no se sabe más que lo que te estoy contando. Han encontrado el cuerpo hace tres horas. ¿Tienes clase hoy?

—Sí, a las once tenía la primera, pero pensaba pedirle a algún compañero que la diera por mí, para estar más tiempo con Alicia.

—¿Qué le pasa, está enferma?

—No exactamente.

—¿Está ahí contigo ahora?

—Sí, pero está durmiendo.

—Déjale una nota contándole lo que ha pasado y preséntate aquí en mi despacho dentro de quince minutos.

—¡Espera! ¡Si Alicia no sabe ni quién es Thomas! Déjame estar un rato con ella, que hace mucho tiempo que no nos vemos.

Se produjo un breve silencio durante el que Daniel casi pudo escuchar los engranajes de la mente de Durán, preparando la respuesta a la petición que le acababa de formular. Por fin su jefe dijo:

—Acaban de asesinar a una persona. ¿Entiendes la gravedad del asunto? No es un accidente, ni un suicidio, es un crimen monstruoso cometido con nocturnidad y alevosía, un asesinato espeluznante del que ya está hablando todo el mundo. Y por lo que me acabas de decir, tú pudiste ser una de las últimas personas en ver a Thomas con vida. ¿De verdad quieres quedarte a remolonear en la cama con tu novia?

—Tienes razón —admitió Daniel acariciando con ternura la cabeza de Alicia, que seguía sin dar señales de vida—. Dame unos minutos para buscar a alguien que me sustituya.

—Ya le digo yo a Villafañe que dé la clase por ti. Nos vemos en mi despacho dentro de quince minutos.

—Tendrán que ser treinta por lo menos, porque tengo la moto en el Departamento. ¡Y además Villafañe no tiene ni puñetera idea de historia de la música!

—Mejor. Así tus alumnos te echarán de menos.

Antes de salir de casa, Daniel se agachó para darle un beso de despedida a Alicia y dejó la nota aclaratoria que le había sugerido Durán en un lugar bien visible.

Como en ningún momento llegó a verle la cara, que tenía vuelta hacia el lado contrario del que él dormía, Daniel no se dio cuenta de que, a pesar de su aparente inmovilidad, Alicia tenía los ojos abiertos.

• • •

Cuarenta minutos y cincuenta euros de taxi más tarde, Daniel Paniagua estaba junto a la mesa de la secretaria de Durán.

—Buenos días, Blanca. ¿Puedo pasar?

Además de mano derecha del director, Blanca Sierpes era la mujer más maternal con la que se había topado en muchos años. Olía a ropa recién planchada y sentía una debilidad especial por Paniagua. Hablaran de lo que hablasen, siempre se dirigía a él con un tono de voz con el que estaba proclamando a los cuatro vientos: «Eres mi profesor preferido». De haber tenido treinta o cuarenta años menos, Daniel estaba convencido de que hubiera terminado casándose con esta mujer.

—Durán te está esperando. ¿Has visto las fotos?

Daniel negó con la cabeza y Blanca giró hacia él el monitor de su PC, en el que, tras dos clicks de ratón, se abrió una foto estremecedora del cuerpo decapitado de Thomas. No había rastro alguno de la cabeza, ni laceraciones o hematomas visibles en la piel, pero, quizá por la manera en que habían manipulado el cuerpo para ocultarlo, el tronco y las extremidades parecían exteriorizar el mismo tipo de sufrimiento que se les inflige a los bonsáis a través de técnicas como la poda, el trasplante, el alambrado o el pinzado, que a Daniel siempre le habían parecido más propias de torturadores medievales que de aficionados a la jardinería. Solo el hecho de que hubiera salido de casa a toda prisa, sin tiempo siquiera para desayunar, impidió que la náusea que sintió al contemplar aquel cuerpo descabezado, retorcido y contrahecho se transformara en vómito.

—Pobrecillo —susurró Blanca Sierpes—. A pesar de que sabes que está muerto, da la impresión de que todavía se está convulsionando. Hay que estar muy, muy enfermo para hacerle esto a un ser humano, ¿no crees?

La puerta del despacho de Durán se abrió bruscamente y este apareció resoplando.

—Blanca, por favor, no me lo entretengas. Anda, Daniel, pasa y cuéntamelo todo, desde «buenas, buenas».

Durán fue a cerrar la puerta del despacho, pero se lo pensó mejor y, con una sonrisa malévola, dijo:

—Blanca, dejo la puerta entreabierta para que pueda cotillear más fácilmente.

La secretaria de Durán se levantó de su asiento dando un bufido y cerró la puerta enérgicamente.

—No le puedo gastar ni una broma —dijo Durán—. Pero es la mejor.

Daniel se quedó mirando el retrato de Tchaikovsky que Durán tenía sobre la mesa y pensó que aquel era, tal vez, el único indicio en todo el despacho, que podría llevar a alguien a suponer que su jefe era gay. Pero la orientación sexual de Durán no solo no había estado nunca clara, sino que constituía un desafiante misterio que ningún profesor ni alumno del Departamento había logrado aún resolver. Incluso los que le conocían superficialmente tenían la sensación de que las relaciones carnales de cualquier tipo le parecían a Durán una absoluta pérdida de tiempo y de energías. El director era un misántropo empedernido, que defendía que los animales son mucho más fiables que las personas y al que solo se veía verdaderamente entregado afectivamente cuando jugueteaba con los dos perros labradores, Murphy y Talión, con los que compartía su casa desde hacía años.

—El concierto fue extraordinario —dijo por fin Daniel—. Es una lástima que no pudieras venir.

—Dios está en los detalles, que decía Mies van der Rohe. No intentes ventilarme con generalidades del tipo: «¡Fue apoteósico!, ¡Conmovedor!». Quiero saber, minuto a minuto, lo que viste y oíste, desde que entraste por la puerta hasta que te marchaste.

Daniel llevó a cabo un pormenorizado relato del concierto, que concluyó con su inquietante entrevista con Thomas en el camerino.

—Has hecho un buen trabajo —dijo satisfecho Durán—. Y ahora me toca a mí ponerte al día: no hace ni diez minutos que he terminado de hablar con Marañón.

—¿Tú? ¿No estabais peleados?

—Me he tragado mi orgullo con patatitas, porque me reconcomía la curiosidad. Ha estado amabilísimo, que qué pena que no fuera ayer al concierto, bla, bla, bla, y me ha contado cosas del crimen que no han dicho por la radio. Ya sabes que tiene línea directa con el ministro del Interior. Parece ser que a Thomas le han cortado la cabeza de un solo tajo. El corte es tan limpio que la policía piensa que lo han guillotinado.

—¿Guillotinado? ¿Como en la Revolución francesa? ¿Como a María Antonieta?

—Exacto. Otra cosa. No se lo han cargado en la Casa de Campo. Hay rastros de sangre por la zona, pero no en suficiente cantidad. Cuando te cortan la cabeza empiezas a expulsar sangre por el tronco del cuello como si fueras un aspersor. La poli cree que se lo cargaron en otro sitio y luego dejaron el cuerpo en la Casa de Campo.

—¿Y la cabeza?

—No ha aparecido aún. La policía está registrando la zona con perros pero, de momento, no hay ni rastro de ella.

—Pero qué macabro, ¿no? ¿Le han torturado?

—Marcas de esposas en las muñecas y poco más. Piensan que ha tenido que ser una muerte rapidísima. Como si el asesino quisiera ahorrarle sufrimientos a la víctima.

—Pues yo acabo de ver la foto del cadáver y no es esa la impresión que me ha causado. ¿Dices que no se han ensañado?

—Al menos, no con Thomas vivo.

—¿Una especie de psicópata humanitario?

—Tal vez. Se trata de una pista muy buena para el juez. Normalmente, los tarados estos le cortan la cabeza a su víctima cuando quieren descuartizarlos, pero matarlos, los matan antes, estrangulándolos o a cuchilladas. Porque cortarle la cabeza a una persona viva, aún con la cabeza inmóvil y apoyada en el tronco de madera, por lo visto no es nada fácil. Incluso los verdugos experimentados necesitaban de varios tajos hasta que conseguían separar la cabeza del cuerpo. Por eso nació la guillotina, para humanizar la muerte por decapitación. Y supongo que para ahorrarse la propina.

—¿Qué propina?

—La propina que le tenías que dar al matarife para que afilara bien el hacha y te liquidara de un tajo certero. Marañón me ha dicho que con la guillotina, en cambio, el corte es tan limpio que tu cabeza no pierde el conocimiento hasta pasados varios segundos. El caso más recordado es el de Carlota Corday.

—Si es muy truculento, no quiero ni oírlo. Casi vomito hace un momento al ver la foto del cadáver de Thomas.

—Cuando guillotinaron a esta señora —continuó Durán ignorando sádicamente el pedido de Daniel— durante la Revolución francesa, por haberse cargado a Marat, el verdugo cogió la cabeza del cesto y delante del público, la abofeteó dos veces en la cara. Los que estaban más cerca vieron claramente la expresión indignada de la Corday, al recibir los tortazos que le arreó su ejecutor. La pobre debió de oír hasta las risas del público, mofándose de ella.

El pormenorizado y extemporáneo relato de Durán tuvo el efecto en Daniel de volver a provocar espasmos en su ya atribulado estómago.

11

El inspector Mateos, del Grupo de Homicidios n.° 6, encargado de practicar las diligencias policiales en el asesinato de Ronald Thomas, llevaba un buen rato leyendo mecánicamente en su despacho, sin asimilar una sola palabra, el mismo, aburridísimo párrafo de un
Manual de Derecho Mercantil
de cuarto curso.

Actos Accesorios o conexos a otros mercantiles

La teoría de lo accesorio no comprende únicamente los actos de que acabamos de hablar, los cuales suponen, según hemos visto, la existencia de un comerciante, el ejercicio profesional de la industria mercantil, de la que aquellos dependen siquiera presuntivamente…

No es que Mateos no comprendiera intelectualmente el texto que tenía delante, sino que por falta de concentración, probablemente debida a un déficit de sueño, solo conseguía identificar la apariencia exterior de las palabras, sin llegar a conectarlas con su significado.

Se había matriculado en la UNED para tratar de acabar una carrera que había abandonado en tercero, cuando, para hacer frente a los gastos de manutención de un niño no deseado, se vio forzado a hacer oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía. El Mercantil, que era una asignatura troncal de cuarto, le iba a reportar diez créditos en la Universidad a Distancia, pero Mateos calculaba que, a semejante paso, no iba a poder presentarse a los exámenes. Lo peor de todo es que sus momentos de estudio en el despacho tenían que ser a puerta cerrada y con las persianas bajadas, pues, desde que llegó al Grupo, había dado a entender a todos sus colegas, por vanidad profesional, que tenía la carrera de derecho terminada. Y la circunstancia de que, cuando andaban más flojos de trabajo, se encerrara con llave en su «pecera» durante horas, había llevado a algunos malpensados a creer que Mateos era un gran aficionado a los chats eróticos en internet.

Nada más lejos de la verdad.

No es que el inspector no fuera mujeriego, sino que siempre había preferido llevar a cabo sus conquistas in situ, pues conocía varios locales de copas en la ciudad, que se llenaban de mujeres divorciadas a partir de las dos de la mañana, en los que, gracias a su aspecto de galán antiguo de Hollywood —bigote a lo Errol Flynn incluido— y sobre todo, a una voz grave, rica en armónicos, que le habría permitido ganarse la vida como doblador, le era fácil ligar con la más guapa después de un solo gin tonic.

Tras el décimo intento, el inspector cerró el
Manual
y lo dejó por imposible.

Llevaba varias semanas preguntándose a sí mismo por qué se había empeñado en terminar la carrera de derecho si ya tenía la de sociología. «¿Por qué te estás haciendo esto a ti mismo, Carlos?». Siempre llegaba a la conclusión de que había sido víctima de su propio farol. Como había hecho creer a todo el mundo que tenía la licenciatura, ahora debía conseguirla a toda costa, pues estaba convencido de que tarde o temprano —las mentiras suelen tener las patas cortas— iba a ser descubierto por alguno de sus rivales en el Grupo.

Y además, por supuesto, estaba el asunto de sus continuos roces con los jueces en materia de garantías, que le habían llevado a ganarse el calificativo de «Charlie el Sucio». Mateos estaba convencido de que un mayor conocimiento del derecho le iba a poder allanar sus ásperas relaciones con la judicatura, a pesar de que, a diferencia del famoso policía interpretado por Clint Eastwood, Mateos no era un tipo violento, ni partidario de la ley del talión. Sin embargo, tenía sus propios criterios acerca de cómo había que interpretar las reglas de juego durante una investigación criminal y a veces llegaba a sacar de quicio a sus señorías con sus peregrinas peticiones y sus extemporáneas réplicas.

Terminada, pues, su sesión de estudio, Mateos se levantó a descorrer las cortinas y a quitarle el pestillo a la puerta, momento en el que penetró en el despacho un subinspector joven y larguirucho que estaba ayudando a su jefe a practicar todas las diligencias necesarias para esclarecer el caso.

—¿Qué me traes, Aguilar? —dijo el inspector.

El subinspector le facilitó varios folios grapados que contenían una lista de nombres.

—Éstos son los invitados que estaban anoche en el concierto en casa de Marañón —respondió su ayudante—. Ya me dirás si quieres que los interroguemos a todos.

—Lo más importante es hablar con la hija cuanto antes.

—La he citado para hoy mismo a las cinco.

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