La delicadeza (6 page)

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Authors: David Foenkinos

En cambio, para volver a casa, nunca hay que dar media vuelta. El coche de Charles iba por la carretera de todos los días. Parecía el metro, de tan idéntico como era todo en aquel trayecto. Aparcó y se fumó otro cigarro en el garaje de su edificio. Al abrir la puerta de su casa, vio a su mujer sentada ante el televisor. Nadie habría podido adivinar que, en un pasado, una suerte de frenesí sexual había animado a Laurence. Se iba adecuando, lenta pero segura, al prototipo de burguesa depresiva. Extrañamente, esa imagen no afectó a Charles. Avanzó despacio hacia el televisor y lo apagó. Su mujer protestó, sin mucha convicción. Se acercó a ella y la agarró con firmeza del brazo. Ella quiso reaccionar, pero de su boca no salió sonido alguno. En el fondo, había soñado con ese momento, había soñado con que su marido la tocara, había soñado con que dejara de pasar por su lado como si ya no existiera. Su vida en común era un entrenamiento cotidiano para el no ser. Sin intercambiar una palabra, se dirigieron a su dormitorio. La cama estaba hecha y, de pronto, dejó de estarlo. Charles volvió a Laurence de espaldas y le bajó las bragas. El rechazo de Nathalie le había dado ganas de hacerle el amor a su mujer, y de hacerlo incluso con cierta brutalidad.

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Resultados de primera división
en la noche en que Charles comprendió
que no le gustaría nunca a Nathalie:

Auxerre - Marsella: 2-2

*

Lens - Lille: 1-1

*

Toulouse - Sochaux: 0-1

*

Paris Saint-Germain - Nantes: 1-1

*

Grenoble - Le Mans: 3-3

*

Saint-Étienne - Lyon: 0-0

*

Monaco - Nice: 0-0

*

Rennes - Bordeaux: 0-1

*

Nancy - Caen: 1-1

*

Lorient - Le Havre: 2-2

31

Después de esa cena, su relación ya no volvió a ser la misma. Charles se distanció un poco, lo que Nathalie comprendió perfectamente. Si hablaban alguna vez, cosa poco frecuente, lo hacían únicamente de trabajo. La gestión de sus asuntos respectivos requería pocas interferencias. Desde su ascenso, Nathalie dirigía un equipo de seis personas
[3]
. Cambió de despacho, lo cual le vino muy bien. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Es que bastaba cambiar de ambiente para cambiar de humor? Quizá debiera sopesar la idea de mudarse a otra casa. Pero en cuanto barajó esa posibilidad se dio cuenta de que no tendría valor para hacerlo. Hay en el duelo una fuerza contradictoria, una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado. De modo que era sólo su vida profesional lo que Nathalie volvía hacia el futuro. Su nuevo despacho, en la última planta del edificio, parecía tocar el cielo, y Nathalie se alegraba de no tener vértigo. Era ésta una alegría que se le antojaba sencilla.

Los meses sucesivos siguieron marcados por una bulimia de trabajo. Pensó incluso en apuntarse a clases de sueco, por si tenía que asumir nuevas funciones. No se puede decir que fuera ambiciosa. Sólo buscaba ahogarse en trabajo y más trabajo. Su entorno seguía preocupándose por ella, consideraba su forma excesiva de trabajar una forma de depresión. Esa teoría la irritaba profundamente. Para ella, las cosas eran muy simples: sólo quería trabajar mucho para no pensar, para estar sumida en una suerte de vacío. Cada uno lucha como puede, y le hubiera gustado que sus más allegados, en lugar de elaborar oscuras teorías, la apoyaran en su lucha. Estaba orgullosa de lo que conseguía hacer. Iba a la oficina incluso los fines de semana, se llevaba trabajo a casa y se entregaba a ello a todas horas. Llegaría sin remedio un momento en que se desplomara de agotamiento, pero por ahora sólo avanzaba gracias a esa adrenalina sueca.

Su energía impresionaba a todo el mundo. Como ya no mostraba la más mínima debilidad, sus compañeros empezaban a olvidar lo que había vivido. François se iba convirtiendo en un mero recuerdo para los demás, y sólo así quizá pudiera serlo para ella también. Sus largas horas de presencia hacían que estuviera siempre disponible, sobre todo para los miembros de su equipo. Chloé, la última en incorporarse al grupo, era también la más joven. Le gustaba especialmente sincerarse con Nathalie, en particular de sus problemas con su novio y su motivo permanente de angustia: era tremendamente celosa. Sabía que era una tontería, pero no lograba dominarse y tener un comportamiento racional. Ocurrió entonces algo extraño: las confidencias de Chloé, teñidas de inmadurez, permitieron a Nathalie reanudar con un mundo perdido. El de su juventud, el de sus miedos de no encontrar un hombre con el que se sintiera bien. Había en las palabras de Chloé algo similar a la impresión de un recuerdo que se recompone.

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Fragmento del guión de
La delicadeza:

Sec. 32: Interior, bar

Nathalie y Chloé entran en un bar. No es la primera vez que van a ese local. Nathalie sigue a Chloé. Se instalan en un rincón junto a una ventana. En el exterior: posibilidad de lluvia.

Chloé,
con mucha espontaneidad:
¿Qué tal? ¿Se encuentra bien?

Nathalie: Sí, sí, muy bien.

Chloé observa a Nathalie.

Nathalie: ¿Por qué me mira así?

Chloé: Me gustaría que nuestra relación fuera más equilibrada. Que me hablara de usted. Es que es verdad, sólo hablamos de mí.

Nathalie: ¿Qué quiere saber?

Chloé: Hace tiempo que murió su marido... y... y... ¿le incomoda que hablemos de ello?

Nathalie parece sorprendida. Nadie aborda el tema de manera tan directa. Hay una pausa, y luego Chloé prosigue.

Chloé: Es que es verdad... es usted joven, guapa... Y mire a ese hombre de ahí, no le quita ojo desde que hemos entrado.

Nathalie vuelve la cabeza y se cruza con los ojos del hombre, que la mira.

Chloé: No está nada mal. Me da que es escorpio. Y como usted es piscis, es lo ideal.

Nathalie: Apenas lo he visto, ¿y ya está usted haciendo pronósticos?

Chloé: Bueno, es que la astrología es importante. Es la clave del problema con mi novio.

Nathalie: Entonces ¿no hay solución? Porque no puede cambiar de signo.

Chloé: No, el muy tonto siempre será tauro.

Plano sobre el rostro sin expresión de Nathalie.

CUT

33

A Nathalie le parecía ridículo estar ahí y tener esa clase de conversaciones con una chica tan joven. Sobre todo, seguía incapaz de vivir el momento presente. Quizá el dolor sea eso: una forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato. Miraba con desapego el comportamiento de los adultos. Era del todo capaz de decirse: «No estoy aquí.» Al hablarle con la energía ligera del ahora, Chloé trataba de retenerla, trataba de incitarla a pensar: «Estoy aquí.» No dejaba de hablarle de ese hombre. Y, precisamente, éste acababa de terminarse su cerveza, y se veía a la legua que dudaba si acercarse a ellas. Nunca es fácil pasar de la mirada a la conversación, de los ojos a las palabras. Tras una larga jornada de trabajo, se sentía en ese estado de relajación que a veces lo lleva a uno a ser atrevido. El cansancio suele estar en la raíz de toda audacia. Seguía observando a Nathalie. ¿Qué tenía que perder, después de todo? Nada, salvo quizá un poco del encanto de ser un desconocido.

Pagó su cerveza y abandonó su puesto de observación. Avanzó con un paso que casi podría haber pasado por decidido. Nathalie estaba a pocos metros de él: tres o cuatro, no más. Comprendió que ese hombre venía a hablar con ella. Enseguida la asaltó una idea extraña: este hombre que avanza hacia mí quizá muera atropellado dentro de siete años. Ese momento la turbaba sin remedio, acentuaba su fragilidad. Todo hombre que la abordara le recordaría sin remedio el día en que François y ella se habían conocido. Sin embargo, ese hombre en concreto no tenía nada que ver con su marido. Venía hacia ella con su sonrisa de la noche, su sonrisa del mundo fácil. Pero, una vez delante de su mesa, se quedó mudo. Un momento en suspenso. Había decidido abordarlas, pero no había preparado ni la más mínima frasecita de ataque. ¿Quizá simplemente estuviera cohibido? Las chicas observaban, extrañadas, a ese hombre parado ahí delante como un punto de exclamación.

—Buenas noches... ¿me permiten que las invite a una copa? —dijo por fin, sin mucha inspiración.

Chloé asintió, y el hombre se acomodó junto a ellas, con la sensación de haber recorrido la mitad del camino. Una vez sentado, Nathalie pensó:
es tonto perdido. Me ofrece una copa cuando la que tengo está casi llena.
Y, de pronto, cambió de parecer. Se dijo que su vacilación en el momento de abordarlas había sido conmovedora. Pero de nuevo se impuso su agresividad. Una oleada incesante de estados de ánimo contradictorios se apoderaba de ella. Sencillamente no sabía qué pensar. Cada uno de sus gestos estaba sujeto a una voluntad opuesta.

Chloé se encargó de la conversación, acumulando anécdotas positivas sobre Nathalie, para ensalzarla. A juzgar por lo que contaba, era una mujer moderna, brillante, divertida, culta, dinámica, precisa, generosa y rotunda. Todo eso en menos de cinco minutos, por lo que el hombre sólo podía estar preguntándose una cosa: ¿cuál es la pega? En cada una de las parrafadas encomiásticas de Chloé, Nathalie trató de esbozar sonrisas creíbles, dulcificando sus facciones, y durante escasos instantes, pareció natural. Pero la energía empleada la dejó agotada. ¿De qué servía esforzarse por aparentar? ¿De qué servía emplearse a fondo para mostrarse sociable y simpática? Y, ¿qué vendría después? ¿Otra cita? ¿La necesidad de una mayor intimidad cada vez? De pronto, todo lo que era sencillo y ligero se le antojó muy negro. Percibió, bajo la conversación anodina, el engranaje monstruoso de la vida en pareja.

Se disculpó y se levantó para ir al baño. Se observó largo rato en el espejo, cada detalle de su rostro. Se mojó las mejillas. ¿Se veía guapa? ¿Tenía opinión sobre sí misma, sobre su feminidad? Debía volver. Ya llevaba ahí varios minutos, inmóvil en su contemplación, entregada a la fluctuación de sus reflexiones. Cuando volvió a la mesa, cogió su abrigo. Inventó una excusa cualquiera, pero no se tomó la molestia de parecer creíble. Chloé pronunció una frase que no llegó a oír. Ya estaba fuera del bar. Algo más tarde, al irse a la cama, el hombre se preguntó si se había mostrado torpe.

34

Signos del Zodiaco de los miembros
del equipo de Nathalie:

Chloé: Libra

*

Jean-Pierre: Piscis

*

Albert: Tauro

*

Markus: Escorpio

*

Marie: Virgo

*

Benoît: Capricornio

35

A la mañana siguiente, se disculpó rápidamente con Chloé, sin entrar en detalles. En la oficina, era su jefa; era una mujer fuerte. Se limitó a decirle que todavía no se sentía capaz de salir. «Es una pena», dijo en voz baja su joven subalterna. Y eso fue todo. Había que pasar a otra cosa. Después de esa breve conversación con Chloé, Nathalie se quedó un momento en el pasillo y luego volvió a su despacho. Por fin vio su trabajo como de verdad era: carente del más mínimo interés.

Nunca se había apartado del todo del mundo sensual. Nunca había dejado verdaderamente de ser femenina, ni siquiera en los momentos en que quería morirse. Quizá lo hiciera como un homenaje a François, o quizá fuera simplemente la idea de que a veces basta maquillarse para parecer viva. Hacía tres años que su marido había muerto. Nathalie llevaba tres años desmenuzando su vida en el vacío. Le habían sugerido a menudo que se separara de los recuerdos. Tal vez fuera ésa la mejor manera de dejar de vivir en el pasado. Nathalie le daba vueltas a esa expresión: «separarse de los recuerdos». ¿Cómo se abandona un recuerdo? En lo que a los objetos respecta, había aceptado la idea. Ya no soportaba la presencia de aquellos que François hubiera tocado. Así que ya no le quedaba gran cosa, excepto una foto guardada en el cajón grande de su escritorio. Una foto que parecía perdida. La contemplaba a menudo, como si quisiera convencerse de que su relación había existido de verdad. En el cajón había también un pequeño espejo. Lo cogió para observarse, como lo haría un hombre que la viera por primera vez. Se levantó y se puso a andar de un extremo a otro de su despacho, con las manos en las caderas. La moqueta ahogaba el sonido de sus tacones de aguja. La moqueta asesina la sensualidad. Pero ¿quién narices habrá inventado la moqueta?

36

Llamaron a la puerta. Discretamente, apenas se oyó. Nathalie se sobresaltó, como si esos últimos segundos le hubieran hecho creer que podía estar sola en el mundo. Dijo: «Adelante», y Markus entró. Era un compañero oriundo de Uppsala, una ciudad sueca que no le interesa a casi nadie. Hasta los habitantes de Uppsala
[4]
se sienten incómodos: el nombre de su ciudad suena casi como una disculpa. Suecia tiene la tasa de suicidios más alta del mundo. Una alternativa al suicidio es emigrar a Francia, eso es lo que debía de haber pensado Markus. El joven tenía un físico más bien desagradable, pero tampoco se puede decir que fuera feo. Tenía siempre una manera de vestir un poco especial: no se sabía si había sacado su ropa del trastero de casa de su abuelo, de la beneficencia o de una tienda de última moda. En conjunto, su aspecto era poco homogéneo.

—Vengo a verla por el expediente 114 —dijo.

¿Es que no bastaba su extraña apariencia, también tenía que decir frases tan estúpidas? Nathalie no tenía la menor gana de trabajar hoy. Era la primera vez desde hacía mucho tiempo. Se sentía como desesperada: casi podría haberse ido de vacaciones a Uppsala, con eso se dice todo. Observaba a Markus, que no se movía. Éste la miraba, embelesado. Para él, Nathalie representaba esa clase de feminidad inaccesible, a lo que venía a añadirse la fantasía que desarrollan algunos con respecto a todo superior jerárquico, a todo ser en una posición dominante. Nathalie decidió entonces caminar hacia él, caminar despacio, muy despacio. Casi habría dado tiempo a leer una novela mientras tanto. No parecía querer detenerse, tanto es así que de pronto se encontró muy cerca del rostro de Markus, tan cerca que sus narices se tocaron. El sueco ya no respiraba. ¿Qué quería de él? No le dio tiempo a seguir formulándose esa pregunta en su cabeza, pues Nathalie empezó a besarlo con frenesí. Un largo beso intenso, con esa intensidad propia de la adolescencia. Y, de pronto, dio un paso atrás:

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