La escriba (34 page)

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Authors: Antonio Garrido

—Aunque por más que lo piense, nunca entenderé cómo algo del tamaño de un lechón puede salir por un conducto del grosor de una ciruela —le dijo Favila a Helga, y al contemplar su reacción le ofreció un pastelillo para que el color le volviese a la cara.

Por su parte, Helga demostró sus habilidades culinarias preparando un delicioso estofado de apios y zanahorias con las sobras de la comida de mediodía. Favila disfrutó del guiso, y antes de que terminara, las dos mujeres ya celebraban el resultado como si se conocieran de toda la vida.

Aquella noche, mientras Theresa se acomodaba entre la paja, se felicitó por haber ayudado a Helga. Luego se acordó de Hóos, y entonces un agradable escalofrío le sacudió la espalda, el cuello y las piernas. Imaginó el vigor de su cuerpo fuerte y duro, el sabor de sus labios cálidos. Se sintió culpable al desear tenerle dentro, y anheló que el tiempo corriese para no volver a pecar con su ausencia. Lo echó tanto de menos que pensó que si no regresaba, iría a buscarle a donde estuviera. Entonces se dio cuenta de que no había pensado en otra cosa desde el día de su partida.

Aunque Helga
la Negra
no acostumbrara madrugar, tampoco solía irse temprano a la cama, así que en cuanto se despertó, se enjuagó bien la cara y cambió el llamativo vestido de la noche anterior por una sarga oscura que no le marcase la figura. Después salió del almacén donde le habían permitido dormir y fue a las cocinas que aún permanecían desiertas, se echó un trozo de queso a la boca y comenzó a limpiar mientras canturreaba y meneaba la tripa. Al llegar, Favila se encontró a una Helga tan pulcra, con el pelo recogido y sin el habitual perfume dulzón de las prostitutas, que pensó que se hallaba ante otra mujer. Lo único que conservaba era la cicatriz que le cruzaba la mejilla.

Theresa apareció en el momento de servir el desayuno. Aún tenía paja sobre el cabello, pero se la quitó antes de que Favila y Helga pudieran burlarse de ella.

—Si vas a ayudar, aprende de Helga, que ya estaba cocinando antes de que amaneciera —le reprochó Favila.

A Theresa le agradó que la cocinera comenzara a descubrir las virtudes de su amiga.

Antes de acudir a los aposentos de Lotario, Alcuino demandó perdón a Dios por su actuación con el obispo. Se arrepentía de haberlo emponzoñado, pero no había hallado otro modo de evitar la ejecución de un Marrano que, a su juicio, sólo era culpable de su poca inteligencia. Sin embargo, ahora, para aliviar a Lotario, debía contrarrestar el efecto del tóxico con jarabe de agrimonia. Agitó con fuerza el frasco para que la tintura se mezclara con el diluyente y se encaminó hacia las dependencias del obispo, a quien encontró tumbado en su cama adoselada. El hombre respiraba quejoso, con unas bolsas bajo los ojos del tamaño de dos habichuelas. Cuando Lotario le pidió su parecer, Alcuino fingió desconocer la causa del desvanecimiento. Sin embargo, le ofreció el remedio y el enfermo lo aceptó sin reservas.

Al poco de beberlo sintió cierta mejoría.

—Supongo que os habrá alegrado el contratiempo —insinuó mientras se incorporaba en la cama—. Pero os aseguro que el Marrano morirá igualmente.

—Lo que esté en la mano de Dios —concedió Alcuino sin otorgarle la razón—. Decidme, ¿cómo os encontráis?

—Ahora bastante mejor. Es una suerte que entendáis de medicina, y más ahora que carecemos de médico. ¿Seguro que no sabéis a qué pudo obedecer mi indisposición?

—Tal vez a algo que comisteis.

—Hablaré con la cocinera. Es la única que toca mis alimentos —respondió molesto.

—O tal vez algo que bebisteis —intentó exonerar a Favila.

En ese instante entró la cocinera bamboleándose, acompañada por un mozo cargado con una bandeja repleta de viandas. Lotario miró a la mujer con cierto respeto, que cambió de inmediato al contemplar lo variado del menú. Antes de comenzar solicitó el beneplácito de Alcuino, pero a pesar de su objeción, se empleó a fondo con la cazuela de pichones mientras Favila aguardaba el veredicto. Alcuino aprovechó que Lotario se entretenía con los huesecillos para informarle sobre la situación de Helga
la Negra
.

—¿Una prostituta? ¿Aquí, en el cabildo? ¿Cómo os atrevéis? —Tosió sobre sí mismo.

—Se encontraba desesperada. Un hombre la atacó…

—Pues que la empleen en otro sitio. ¡Por Dios!, aquí tenemos que dar ejemplo. —Y se metió otro pichón en la boca.

—Esa mujer puede cambiar —terció la cocinera—. No todas las rameras son iguales.

Al oírla, Lotario se atragantó. Se sacó un hueso de la boca y escupió el resto encima de la bandeja.

—¡Claro que no son iguales! Tenemos a las
prostibulae
, que ejercen donde pueden; a las
ambulatarae
, que trabajan en la calle; a las
lupae
, que se ofrecen en los bosques; y hasta a las
bustuariae
, que fornican en los cementerios. Todas diferentes, pero a todas el dinero les entra por el mismo sitio —dijo agarrándose la entrepierna.

—No tiene por qué trabajar en la cocina de los clérigos. Podría hacerlo aquí, en el palacio —sugirió Alcuino.

—Con los pichones tan deliciosos que prepara Favila, ¿para qué necesito más domésticas?

—No los he cocinado yo. Los ha guisado ella —aclaró la mujer.

Lotario miró el plato de pichones y luego el del pastel de manzana. También debía de ser obra de esa Helga, porque Favila nunca se lo había preparado antes. Lo probó, encontrándolo sublime. Vaciló antes de contestar.

—Está bien, pero que no salga de la cocina —masculló.

Favila se volvió con una sonrisa entre dientes, dejando a Lotario con los pastelillos de manzana. Cuando la mujer desapareció, el obispo se levantó para vaciar la vejiga, cosa que hizo delante de Alcuino mientras hablaba sin cesar sobre el perdón y la indulgencia. Al término de la perorata, Alcuino se interesó por los polípticos de la abadía, pero entonces Lotario perdió toda su elocuencia. Le informó que en aquel tiempo aún no había sido nombrado obispo, y que por tanto desconocía los detalles relacionados con las transacciones de alimentos. No obstante, le remitió a su oficial tesorero para que le informara de cuanto precisase.

Alcuino empleó el resto de la mañana en organizar sus datos. Iba a repasarlos una vez más cuando apareció Theresa, minutos antes de la hora convenida.

—Quería agradecerle lo de Helga —dijo—. De corazón.

Alcuino no respondió. En su lugar, le pidió que se acercara para compartir sus cavilaciones. La joven prestó atención.

—Entonces —apuntó ella—, si no he entendido mal, entre estos hombres se encuentra el responsable de las muertes.

—De las provocadas por la enfermedad. No olvides que también anda suelto el asesino de una muchacha.

Theresa repasó la lista: en primer lugar figuraba Kohl. El grano contaminado estaba en su molino, lo cual le convertía en el principal sospechoso. Seguidamente aparecía Rothaart, el molinero pelirrojo a sueldo de Kohl, quien disponía de objetos demasiado caros como para haberlos obtenido con su oficio. Y por último figuraba el Marrano, pues el hecho de que no hubiese matado a la chica, no le eximía de estar involucrado.

—¿No olvidáis a nadie? —preguntó Theresa.

—Por supuesto. Pero el abad que en los tiempos de la plaga regentaba la abadía, murió hace un par de años. Así pues, sólo nos queda el autor de la corrección del políptico, de quien lo único que sabemos es que domina el oficio de la pluma.

—En total, cuatro.

—Puede que incluso más, pese a que aún lo ignoremos. Ahora analicemos a nuestros cuatro sospechosos. —Acercó las velas al escritorio—. Si bien es cierto que Kohl o Rothaart, o ambos a la vez, están involucrados, no lo es menos que alguien, en el obispado o la abadía, ha intervenido en la manipulación del políptico. Mi teoría es que la misma persona que adquirió el grano en Magdeburg con el compromiso de quemarlo, o para aprovecharlo a pesar de su estado, es la misma que está detrás de las muertes que ahora se vienen sucediendo. El Marrano conocía este detalle, aunque obviamente, por su grado de cretinismo, nunca lo valoró. Sin embargo, pasado el tiempo, y por algún motivo que aún se nos escapa, los implicados debieron de temer que se fuera de la lengua, razón por la que decidieron cortársela en trozos. Es más: me atrevería a decir que esos mismos individuos asesinaron a esa muchacha con la única intención de inculpar al pobre Marrano.

—En ese caso, habría que descartar a Kohl. No iba a matar a su propia hija.

—Así es. Pero he dicho «tal vez». Ten en cuenta que cabe preguntarse si no habría sido más fácil eliminar a ese pobre idiota, antes que intentar responsabilizarlo.

—Es cierto.

—Y, sin embargo, sabemos que el autor no fue el Marrano.

—Luego habría que encontrar otro motivo.

—En efecto. Otra razón por la que alguien quisiera acabar con esa chica. —Se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.

—¿Y el políptico? Hubo de ser uno de los monjes que saben escribir, y que además tengan acceso al
scriptorium
.

—Bueno, no exactamente. El políptico lo custodia el administrador de la abadía, que es también el prior de la misma. En el obispado, tal menester le corresponde al subdiácono. Pero al mismo también podrían acceder desde el cabildo, pues son quienes fiscalizan las cuentas del molino.

—Nunca he entendido la organización de un monasterio. —Se retrepó en su asiento con desinterés.

—Por lo general, a cargo de un monasterio o una abadía siempre está un abad, excepto cuando éste se ausenta, que lo hace el prior. Si un monasterio no tiene abad, entonces el prior ejerce esa labor, y a la abadía se le denomina priorato. Después están los deanes de la orden, que se ocupan de que los monjes asistan a los oficios y cumplan con sus deberes. A continuación aparecerían el vicario del coro, a cargo de la biblioteca y la secretaría, y el sacristán, que se ocuparía de la iglesia.

—Ninguno de ellos tendrían relación con los suministros.

—Tan sólo el abad y los priores. De entre éstos, cualquiera podría haber organizado la transacción sin levantar sospechas. Los que manejan el comercio son el tesorero, encargado del dinero y los suministros, y el bodeguero, responsable de la comida y el avituallamiento. Luego están el campero y el hostelero, que se ocupan de las fincas y de la residencia de los optimates. El chambelán tan sólo está a cargo de las ropas de los monjes, y en cuanto al refectolero y el racionero, no creo que estén involucrados.

—¿Y el enfermero y el boticario?

—Ya sabes que el boticario murió envenenado. En cuanto al resto de los monjes, pondría por ellos la mano en el fuego.

—Podríamos apuntar sus nombres —propuso Theresa.

—Lo cierto es que únicamente conozco el del abad, Beocio, y los de los dos priores, Ludovico y Agripino. A los demás sólo los distingo por su cargo.

—Entonces, ¿qué sugerís?

—Disponemos de un par de días antes de que organicen de nuevo la ejecución. Tenemos los nombres de Kohl, el dueño del molino; Rothaart, su empleado pelirrojo; Lotario, el obispo; Beodo, Ludovico y Agripino, a quienes antes he nombrado; y el Marrano, en quien sin duda reside la clave de este laberinto.

—Si pudiéramos hablar con él…

—Después de lo sucedido, no creo que nos lo permitan. Pero no sería mala idea conversar con la mujer de Kohl para que nos detalle las circunstancias en que descubrió al Marrano sobre el cadáver de su hija.

Acordaron que Alcuino hablaría con la mujer de Kohl mientras Theresa se quedaba repasando los polípticos. A ella no le agradó la idea pero tampoco protestó, porque no le apetecía volver al molino. Sin embargo, tras un rato de hojear los códices, decidió que sería más útil si le hacía una visita al Marrano.

Theresa alcanzó las inmediaciones del matadero con el sol derramándose sobre el laberinto de callejuelas. A su alrededor deambulaban los lugareños que conducían el ganado hacia los pastos cercanos, mientras las mujeres aprovechaban para pasear a sus retoños, blanquitos como si los hubieran empolvado con harina. Una vecina la saludó, acostumbrada a verla pasar todos los días. La mujer le habló del tiempo, y ella la cumplimentó alegre, sintiéndose una pequeña parte de aquella fascinante villa.

Ya frente al matadero reconoció al mismo guardia que el sábado por la mañana les había puesto impedimentos. Permanecía sentado junto a la puerta, bastón en una mano y trozo de tocino en la otra, con los dientes que conservaba flojeándole en cada mordida. Cuando se acercó a él, comprobó que seguía apestando a vino. El hombre en cambio no pareció reconocerla, porque le echó un vistazo y continuó royendo el tocino como si en ello le fuera la vida. Tras dudar unos instantes, Theresa sacó un trozo de pastel de manzana y se lo ofreció.

—Os lo daré si me dejáis ver al Marrano —le propuso.

El vigilante miró el pastel con codicia. Luego se apoderó de él y lo mordió con ganas. Después siguió masticando como si la joven fuera transparente, y cuando lo acabó, le ordenó que se retirara. Theresa se enfureció.

—Aparta o te muelo a palos —la amenazó el hombre.

Ella comprendió que jamás le abriría. Decidió esperar por los alrededores hasta que alguien viniera a relevarle, pero mientras caminaba, recordó el ventanuco que Alcuino había abierto en su anterior visita. Si continuaba expedito, tal vez pudiera alcanzarlo.

Rodeó el edificio a la búsqueda de la ventana.

En la parte trasera se apiñaban una docena de minúsculas construcciones, apretadas unas contra otras como si estuvieran prensadas. Eran las antiguas casuchas de los carniceros, ahora en su mayoría ocupadas por talleres de carpintería, tonelería y reparaciones de carromatos. Entró a preguntar en una medio derruida, cuya entrada parecía prolongarse hasta el interior del matadero. La atendió un hombre tuerto ataviado con un mandilón de cuero, que resultó ser el dueño de la herrería. Theresa le pidió que afilase su
scramasax
mientras simulaba interesarse por los objetos que había en el patio interior. Le solicitó permiso para echar un vistazo, y se dirigió hacia el interior de la herrería con la mirada fija en las paredes de madera cubiertas de mazos, cuñas, martillos y cortafríos, colgados de asideros como si fueran longanizas. Olía a metal caliente, lo que con el frío se agradecía. En un lateral, un portalón comunicaba el almacén con un recinto que Theresa supuso pertenecía al matadero. De repente sintió un brazo sobre su hombro.

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