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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (61 page)

—Entonces, debemos luchar.

Como ya habían hecho en la remota Zirna, maestro y discípulo se arrodillaron y se saludaron tocando el suelo con la frente. Después se levantaron, adelantaron la rodilla derecha y, muy despacio, desenvainaron sus espadas.
Brauna,
obra de Amintas, y
Krima,
forjada por Beorig, habían de cruzarse por primera y última vez. Derguín imaginó que su hoja se hundía en el cuerpo de Kratos y el estómago se le revolvió al recordar el sonido de la carne macerada.

—Puedo enfrentarme a Togul Barok mejor que tú —dijo Kratos, sin moverse. La
kisha
de su espada apuntaba a Derguín, clavada al aire por garfios invisibles-. Hay un secreto que él conoce y tú no. No quiero que el príncipe te mate.

—¿Y para evitarlo me matarás tú?

—Preferiría no hacerlo, Derguín. Deja que vaya yo a la isla. Si consigo la Espada de Fuego, te prometo que haré que te sientes a mi derecha. Tendrás todos los honores que mereces.

—Deja al muchacho, Kratos —intervino Krust-. Estás intentando liarle la cabeza para que no pueda pelear bien.

—¡Eso, no lo aturulles! —protestó El Mazo.

—Él no puede vencerme —contestó Kratos, sin apartar los ojos de Derguín.

Estaban a dos metros. Si uno de ellos se arriesgaba a atacar de repente, podría llegar al cuello del otro y matarlo o morir a mitad del movimiento. Una sola técnica sería el final.

Derguín tuvo una visión. El mismo viento que en sus pesadillas lo llevaba al yermo infernal ahora lo había arrastrado a aquel confín del mundo, y sin embargo, allí, en el borde último de las tierras, era donde se cruzaban todos los caminos.

«¿Cómo reconoceré mi destino, padre?»

«Cuando llegue el momento, deja la mente en blanco. Que el corazón te guíe.»

Derguín cerró un instante los ojos, lo olvidó todo y dejó que su cuerpo actuara por él. Cuando volvió a abrirlos, sus manos, que de pronto parecían las de otra persona, estaban devolviendo a
Brauna
a su funda. El acero rechinó sobre la madera durante una eternidad, y al final los gavilanes de la empuñadura chocaron contra la vaina con un ruido sordo, como el de una puerta cerrándose para siempre. Derguín suspiró aliviado, bajó los hombros y dijo:

—Eres mi maestro,
tah
Kratos. Jamás levantaré la espada contra ti, aunque en ello me vaya la vida.

Krust soltó una exclamación de asombro y El Mazo blasfemó entre dientes. Kratos no se movió, pero la punta de su espada tembló una sola vez. Derguín se dio la vuelta y los dejó allí.

Caminó hacia el borde del mar y luego siguió hacia el norte, saltando entre los pilares de basalto. Las olas rompían con golpes sordos y lo bañaban de espuma. La boca se le llenó de agua de mar, pero mezclado con su sabor salado había otro más dulce y cálido, y se dio cuenta de que estaba llorando. Llegó a una minúscula playa, que se abría en el malecón como una media luna, y saltó a ella. Se quitó las botas y dejó que la arena, que era oscura y gruesa, se clavara en sus dedos. Una ola llegó más lejos que las demás y le acarició los pies. Pensó, sin saber por qué, que aquellas aguas no pertenecían al reino de Tríane. De pronto, el estómago se le vino a la boca. Cayó de rodillas sobre la arena y empezó a vomitar, y siguió vomitando hasta que en la última arcada creyó que las tripas se le iban a derramar por la boca. Una ola se estrelló contra él, lo empapó entero, y en el reflujo arrastró todo lo que había vomitado. Derguín pensó que aquello tenía un significado, pero su mente estaba tan embotada que no supo desentrañarlo.

—Derguín.

Se levantó y se volvió hacia la izquierda. Sobre las rocas de basalto que bordeaban la cala se alzaba Linar, apoyado en su caduceo. Visto desde allí abajo parecía más alto que nunca. La mancha negra ocupaba todo su pecho, pero ya se estaba secando.

—Tú... estás vivo.

—Por suerte para vosotros.

Derguín recordó las palabras de Mikhon Tiq sobre la syfrõn y comprendió lo que Linar quería decir.

—Te ha clavado el diente en el corazón.

—Mi corazón dejó de latir hace cientos de años, Derguín. No es él quien mueve mi sangre ni da fuerza a mis miembros. ¿Puedes subir? —añadió, en tono fatigado-. Me ha costado seguirte hasta aquí, y si intento bajar por estas piedras acabaré rodando por la arena. No tengo edad para eso.

Derguín se puso las botas y trepó a donde estaba Linar. La silueta del Kalagorinor se recortaba contra el mar, alargada y ribeteada de púrpura, como un monolito bañado en la sangre del cielo. El sol había empezado a hundirse en el mar.

—¿Por qué has hecho eso, Derguín?

Tardó en comprender a qué se refería el mago.

—No más sangre, Linar. No más muerte. No puedo soportarlo.

—Elegiste el camino del acero. El acero siempre acaba mezclándose con la sangre.

—Es igual. —Derguín agachó la cabeza-. No tengo valor para ser el Zemalnit. No quiero.

—Lo que tú quieras da igual, Derguín. Mírame.

Derguín se resistió a levantar la cabeza, pues la sensación de que se encontraba dentro de un sueño se hizo mucho más fuerte, y de pronto el mugir de las olas se convirtió en el ulular del viento en la llanura baldía, el yermo de su vieja pesadilla, y temió lo que podría encontrar si miraba hacia lo alto.

—Mírame.

La orden no podía ser desobedecida. Derguín enderezó el cuello, y respiró aliviado al ver el rostro familiar del viejo mago. Sus hombros se relajaron, pero fue sólo un instante. Pues Linar se quitó el parche y por primera vez miró a Derguín con su ojo derecho. El muchacho se quedó helado, pero ya no pudo apartar la vista de lo que tenía delante.

Un ojo rojo y palpitante, tan grande como un huevo, parecía haber brotado en la órbita derecha de Linar, como si el parche, más que taparlo, lo hubiera contenido hasta entonces. Aquel ojo tenía tres pupilas, tres puntos negros que formaban un triángulo invertido. Su mirada era inhumana, cruel como un viento cargado de arena ardiente que le arrancara las ropas, la piel y la carne, que le limara los huesos. Derguín gritó, pero no pudo oírse, y volvió a gritar más fuerte, pero no encontró suficiente aire en sus pulmones para dar sonido a su voz.

El mar desapareció de su vista. Linar se convirtió de pronto en una gran águila blanca y levantó el vuelo, arrastrando a Derguín entre sus garras. Dejaron atrás las tierras y el mar, atravesaron una nube helada que crepitaba en blancos relámpagos. Subieron por encima del cielo azul, llegaron a un espacio inmenso y oscuro donde las voces no sonaban, volaron rodeados de estrellas frías y remotas. Pero dentro de su cabeza, el gran ojo seguía clavado en él, y Derguín contemplaba todo lo que veían las tres pupilas. El tiempo se convirtió en un país de mil ríos que bajaban levantando cortinas de espuma. Asistió a futuros insondables, a encrucijadas de probabilidades. Y mientras se asomaba a ellos, le llegó el eco de una voz terrible, y supo que el dios loco Tubilok se removía en sueños en su prisión de piedra bajo el lecho del mar, y reclamaba que le devolvieran su ojo. «Todavía no lo tendrás», contestó la voz de Linar, deformada por la tensión y por un miedo que ningún mortal podía concebir. Los ríos del tiempo se cruzaban, mezclaban sus aguas, se aniquilaban, se devoraban unos a otros. Derguín vio dos corrientes muy anchas, y en una de ellas flotaba su propio cadáver, desmadejado sobre unos escalones arrastrados por el agua, y en otra el cuerpo era el de Kratos. En un puente por encima de ellos, Togul Barok blandía la Espada de Fuego y arrastraba a Áinar a la guerra. Pueblos enteros inundados, el suyo propio ahogado en una guerra insensata. Los dioses volvían y señoreaban la Tierra.

Pero a la vez surgían arroyos más angostos y de curso más imprevisible. En algunos de ellos, Derguín lograba sacar la cabeza del agua, levantaba la Espada de Fuego y Togul Barok se hundía en un remolino con un aullido interminable; mas estos torrentes también se bifurcaban y la mayoría de ellos conducían a un mar de llamaradas y sangre, antes o después. En algunos futuros los dioses regresaban, magníficos y hermosos sobre sus navíos blancos; en otros, Tubilok despertaba y anegaba el mundo bajo un mar de lodo y corrupción; en unos pocos más, el Rey Gris derramaba sus cataratas de Inhumanos sobre los reinos de Tramórea. Había unos riachuelos, pocos, que se perdían más allá de la visión; pero en otras corrientes confluían todos los desastres: fuego, barro, podredumbre, la extinción de la raza humana, la aniquilación del orbe entero. «Y sólo estoy yo para esperar a los dioses», se quejó una voz desmayada, y Derguín supo que era Linar, abrumado por las visiones. Todo se aceleraba, ya no podía retener lo que desfilaba ante él. Derguín moría, Derguín se dejaba corromper, Derguín se convertía en un tirano sanguinario, guerra, muerte, sangre, llama. Dioses, gusanos que se alzaban al cielo, Ulma Tor que reía, Mikhon Tiq —sí, Mikhon Tiq— desatando las fuerzas de la destrucción...

De pronto todo acabó. Derguín estaba frente al mar, apretándose las sienes. Linar había caído de rodillas. Tenía los hombros encogidos y las manos engarfiadas sobre el caduceo. Derguín se acercó a él y le ayudó a levantarse. Por debajo del parche, dos hilos de sangre goteaban por las mejillas del mago.

—¿Es verdad lo que he visto, Linar?

El Kalagorinor se apoyó en el hombro de Derguín y se incorporó. Los dedos le temblaban.

—He tenido que hacerlo, Derguín. Habría querido evitarlo, pues el riesgo de despertarlo es terrible, pero tenía que saber.

—¿No hay esperanza?

El sol ya se había puesto. Por encima del horizonte, las tres lunas, Shirta, Taniar y Rimom, aparecían en la conjunción que inauguraba un nuevo mes, un nuevo año, un milenio. Pero sus luces, aún débiles, no formaban un ojo diabólico, sino que se asomaban frías y distantes a los asuntos de los hombres. No ayudaremos, pero tampoco obraremos contra vosotros, parecían decir.

—Vamos con los demás, Derguín. Se hace de noche.

Linar respiró hondo y enderezó los hombros. De algún lugar escondido sacó nuevas fuerzas, y empezó a caminar a grandes zancadas de vuelta al embarcadero. Derguín corrió tras él.

—¡Contéstame, Linar! ¿No hay esperanza? —suplicó.

—Esa respuesta tendrás que dármela tú.

—¿Qué quieres decir?

—Si Kratos pone el pie en la isla de Arak, morirá. Tú, tal vez no.

—¿Entonces? —jadeó Derguín.

El corazón se le desbocó, y de pronto olvidó las terribles visiones y todo lo que había dicho sobre sangre y muerte.

—Serás tú quien luche por la Espada de Fuego.

La Espada de Fuego

P
oco después del anochecer, las tres lunas se hundieron juntas tras el horizonte y la oscuridad cayó sobre el mar. Derguín se acomodó como pudo en el escaso sitio que quedaba en el fondo del balandro. Pretendía dormir para reponer fuerzas, pero sus ojos se negaban a cerrarse. No recordaba haber visto un firmamento tan nítido y cuajado de estrellas como el de aquella noche. Un bólido pasó de norte a sur y dejó una estela blanca que iluminó un cuarto del cielo antes de desvanecerse. Derguín no pidió ningún deseo; si había algún dios encargado de cumplirlos, sin duda conocía el suyo. Las olas golpeaban contra la borda y el velero cabeceaba y saltaba sobre sus crestas. Linar le había cocido unas hierbas y se las había hecho beber para que el mareo no le hiciera vomitar, pero a Derguín no le quedaba nada por expulsar en las entrañas.

—¿Es verdad que mi padre es hermano del emperador? —le había preguntado al mago mientras volvían con los demás.

Linar siguió caminando, y le contestó sin mirarle a la cara:

—Antes de ser Cuiberguín Gorión se llamó Kubergul Barok.

—¿Por qué no me lo has contado?

—Tu padre me pidió que no lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque no debes verlo a
él
como tu hermano. Si no, te matará.

Ahora, mientras contemplaba las estrellas, Derguín sentía que los demás, tanto los muertos como los vivos, viajaban a la isla con él, encaramados sobre sus hombros, aplastándolo bajo el peso de sus demandas, sus promesas, sus esperanzas. Su padre, gemelo del emperador, heredero postergado de mil honores. Mikhon Tiq, cuya alma se había extraviado en algún lugar sombrío, acaso en el inmenso yermo de sus pesadillas; sólo si conseguía la Espada de Fuego se atrevería a buscarlo. Tríane. «Recuerda que eres mi campeón.» Si se convertía en el Zemalnit, ¿qué haría cuando la viera? ¿Rendiría la Espada a sus pies o la decapitaría para vengar la muerte de Tylse?

Tylse. Tylse. ¿Qué podría hacer por ella? Un mito Ritión contaba que al pie del Bardaliut se extendían las anchas praderas de Saelil, donde los guerreros pasaban la eternidad entre banquetes y torneos. Tal vez Tylse acabaría llegando allí, con su espada
Atagaira
y su pichel de cerveza. Tal vez en Saelil encontraría a su pequeña Tylnode.

El mar estaba tranquilo, casi como un espejo. Derguín, que no conocía su furia, ignoraba lo afortunado que era. El severo Pinakle manejaba el timón y la vela mientras escrutaba las sombras como si viera algo en ellas. Derguín se dejaba arrullar por las olas y por los recuerdos.

El Mazo y Krust le habían abrazado con tal fuerza que casi le rompieron las costillas. «Si me partís el espinazo no podré hacer nada», les recordó. Linar le obsequió con hierbas y consejos. Kratos seguía sentado al borde del malecón, con la mirada perdida en el horizonte, dejando que las olas lo salpicaran de espuma. Cuando Linar le comunicó su decisión final y supo que debía renunciar a la Espada de Fuego, tan sólo agachó la cabeza, cerró los ojos y asintió. Después se apartó de los demás y no se había movido desde entonces. Mientras Derguín terminaba los preparativos, observaba de reojo a su maestro. Deseaba acercarse a él, pedirle disculpas, consejo, tal vez una bendición. Pero no se atrevía, pues ignoraba cuál sería la reacción de aquel hombre que le había mirado con una frialdad desconocida cuando estuvieron a punto de cruzar las espadas.

Se despertó bajo una luz pálida, aunque no recordaba haberse quedado dormido. Se incorporó tiritando, con la ropa húmeda y el cabello pegado a la frente. El velero estaba rodeado por una bruma perlada que no dejaba ver más allá de la proa. Derguín le preguntó al Pinakle cuánto quedaba para arribar a Arak, pero no obtuvo respuesta.

Poco después, el balandro salió de la niebla y Derguín avistó la costa de la isla por vez primera. No se veían edificios en ella, ni árboles, ni montañas; tan sólo una línea ondulada, de arenas grisáceas. Después, el sol se levantó al este, sus rayos atravesaron la barrera brumosa y pintaron de ocre las dunas. Tarondas le había advertido de que ni los marinos más avezados desembarcaban en aquella isla, pues era un lugar inhóspito en el que no se encontraba ni agua ni comida. Derguín había cargado dos odres y una mochila con comida. Tenía la esperanza de que fuera suficiente, aunque ignoraba qué distancia habría de recorrer. Según los mapas, la isla era extensa; pero en ellos aparecía vacía, una tierra incógnita, sin flechas ni leyendas que indicaran «aquí está la Espada de Fuego».

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