La estatua de piedra

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Authors: Louise Cooper

 

Ghysla, la última superviviente de la raza del "antiguo pueblo", vive escondida en el mundo que ahora habitan los humanos.

Un día, conoce al noble Anyr, de quien se enamora sólo al verlo, pero sabe que no puede presentarse ante él bajo su propia fisonomía, pues le repugnaría. Como posee la magia de la transformación, se acerca a Anyr encarnada en una foca, y, mas tarde, bajo la forma de otros animales a quienes el joven acaricia y habla, y eso hace suponer a Ghysla que su profundo amor es correspondido. Sin embargo, sus esperanzas se derrumban cuando ve aparecer a Sivorne, la futura esposa de Anyr. Ella piensa que se trata de un matrimonio sin amor, por lo que hará todo lo posible para separarles e impedir su boda...

La estatua de piedra es una leyenda de amor imposible, narrada con exquisitez por la conocida escritora de fantasía, Louise Cooper.

EL VUELO DEL DRAGÓN es una colección que reune novelas de fantasía autoconclusivas de distintos autores, editada por Timun Mas. Cada novela es independiente del resto. La estatua de piedra es el libro Nº 4 de dicha colección.

Louise Cooper

La estatua de piedra

El vuelo del dragón - IV

ePUB v1.1

Molothrus
12.01.12

Título original: The Sleep of Stone

Traducción: Ana Calderón

© 1991 by Byron Preiss Visual Publications, Inc.

© Texto: 1991 by Louise Cooper

© Editorial Timun Mas, S.A., 1993

Para la presente versión y edición en lengua castellana

ISBN: 84-7722-825-6

Depósito legal: B. 58-1993

Hurope, S.A.

Impreso en España - Printed in Spain

Editorial Timun Mas, S.A. Perú, 164 - 08020 Barcelona

A la memoria de mi padre, Erle Antell. Simplemente con amor.

Introducción

El anciano pensó que era una chica encantadora. A pesar de su sencilla vestimenta de rústica tela teñida hecha en casa y de su pelo color miel recogido en una práctica trenza, como lo hacían todas las muchachas campesinas del lugar, su tez sonrosada, sus ojos azules y, sobre todo, su sonrisa dulce y tímida, la diferenciaban de las otras.

El anciano estaba sentado al sol en un saliente de la roca encima de la caverna cuando apareció la joven pareja, trepando sin aliento por el empinado sendero. Por un instante se sintió vagamente molesto; deseaba estar solo, en la silenciosa calma veraniega de las montañas, y la llegada de los extraños era una intromisión. Pero luego el sentimiento de hostilidad se suavizó cuando se dijo que ellos tenían tanto derecho como él de estar allí. Aquel lugar solitario era desde hacía años un punto de encuentro muy especial para los jóvenes amantes, y él no tenía ningún derecho exclusivo. Así pues, se quedó contemplándolos mientras se acercaban. Ellos no advirtieron su presencia en lo alto, y el anciano pensó marcharse sigilosamente cuando los jóvenes entraran en la cueva, lo que con seguridad harían. Pero cuando vio con más claridad a la muchacha olvidó su propósito, porque de repente le recordó a otra persona, a alguien que había conocido hacía tiempo. Los antiguos recuerdos se agitaron en su mente. Pero su memoria era mala y ya no podía confiar en ella. Era incapaz de dar un nombre a ese otro rostro que había resplandecido fugazmente en sus pensamientos. Pero había algo que sabía con total certeza: el joven que marchaba junto a ella, robusto, pelirrojo y orgulloso de la belleza de su compañera, era un hombre realmente afortunado.

Continuó contemplándolos cuando, cogidos de la mano, se abrieron paso hasta la gruta por entre las piedras sueltas y las ásperas rocas. Un arroyuelo, que caía en cascada desde el acantilado, más arriba, entonaba un contrapunto al suave murmullo de las voces de la pareja, mientras se acercaban a la entrada de la cueva. La chica llevaba un ramillete de flores, al llegar a la entrada vaciló unos instantes y, luego, se inclinó para dejarlo junto a la cascada. Tenía toda la apariencia de una devota que hacía una humilde ofrenda en el altar de una diosa primitiva, algo que —pensó el anciano— no estaba muy lejos de la verdad. La joven pareja cruzó luego el umbral y entró en la cueva. Transcurridos unos instantes, el anciano oyó un suspiro suave de la muchacha y sonrió para sí, porque sabía qué era lo que lo había causado. Aunque no podía ver su cara, no le era difícil imaginar su expresión. Sorpresa, estupor e, incluso, posiblemente, sentimiento de reverencia ante algo que escapaba a su comprensión y se hundía en un misterio cuyos orígenes se perdían en el pasado.

Durante unos cinco minutos sólo el secreto murmullo del viento interrumpió el silencio. Los jóvenes amantes estaban en la caverna, pero el eco de sus voces no salía al exterior. El anciano se puso por fin de pie y, con la ayuda de un pulido bastón con empuñadura de hueso, comenzó a descender lenta y trabajosamente por la estrecha y tortuosa torrentera hacia el saliente junto a la entrada de la gruta.

Los jóvenes salieron al exterior cuando él llegaba al pie del sendero. En sus caras se dibujó una expresión de disgusto cuando lo vieron; era evidente que no esperaban encontrar allí a nadie. Y menos que nadie —pensó el anciano con cierto sarcasmo— a un venerable anciano que ya no se hallaba en edad de celebrar encuentros amorosos. Pero cuando el joven recuperó la compostura, se llevó respetuosamente la mano a la cabeza y saludó:

—Buenos días tenga usted, abuelo.

El anciano se sintió sorprendido y satisfecho a la vez. En esos tiempos era raro que los jóvenes fueran corteses y que usaran el antiguo y respetuoso tratamiento que se daba a los ancianos. La última huella de resentimiento que podría haber sentido hacia ellos se desvaneció. El anciano sonrió con amabilidad.

—Que sean también buenos días para vosotros, amigos —hizo un gesto señalando la cueva—. ¿Os gusta la gruta?

El joven asintió con la cabeza, y la muchacha, todavía fuertemente cogida a su mano, dijo:

—Es la primera vez que venimos. Es..., es tan... —intentaba encontrar la palabra justa— tan hermosa, tan... extraña.

—Sí —La sonrisa del anciano se hizo más intensa—. Sí, por cierto que lo es. ¿Y habéis encontrado lo que buscabais?

El desconcierto asomó a los ojos del joven.

—¿Lo que buscábamos? No comprendo.

—¡Ah! ¿Entonces no conocéis el antiguo mito? Se decía que todos los que acudieran a este lugar y se aventuraran en el interior de la cueva, encontrarían lo que buscaban. Un dicho enigmático, por cierto, cuyo significado nunca fue descifrado. Es posible que simplemente se refiera a que siempre resultó un lugar muy atractivo para las parejas jóvenes, como vosotros.

En las mejillas de la muchacha apareció un delicado rubor, y apretó los dedos de su amante.

—Nos prometimos ayer —confió con una voz rebosante de tímida felicidad—, y pensamos que debíamos venir para... bueno, para presentar nuestros respetos.

—Y para que os diera buena suerte en el futuro —añadió el anciano con un gesto de asentimiento—. Muy bien hecho, muy bien hecho. Mis calurosas felicitaciones a ambos.

Hubo una pausa. Luego, aunque indeciso, el joven volvió a hablar.

—Discúlpeme, abuelo, pero ¿conoce usted bien este lugar?

—¡Oh, sí! —respondió el anciano—. Cuando el tiempo es bueno, vengo aquí a menudo a descansar al sol y a recordar los años pasados. Sí, conozco muy bien el lugar.

—Si es así, quizás usted.... —El joven titubeó, pero ella le apretó una vez más la mano, y él recobró el valor—. Puede que usted conozca la verdadera leyenda de la gruta.

Una suave inclinación de la cabeza cana.

—Tal vez. Pero es una antigua leyenda, muy antigua, y casi completamente olvidada.

—Dicen que hace mucho, mucho tiempo —intervino tímidamente la muchacha—, éste fue el escenario de una gran historia de amor, y que por eso..., por eso... —La joven se ruborizó.

—¿Por eso es ahora el lugar favorito de tantos jóvenes amantes, y se dice que les trae suerte? —completó el anciano, riendo.

«¿Una historia de amor? —pensó el anciano—. Sí, quizá lo fue, aunque de una manera extraña. Pero ¿cuánta gente recuerda hoy la leyenda? El tiempo ha cambiado de tal modo las cosas que resultan desconocidas.»

—Sí, conozco la historia —repuso, por fin— aunque debo de ser uno de los últimos que pueden contarla, porque ya era antigua en la época de vuestros abuelos.

La muchacha miró hacia la gruta por encima del hombro. Una profunda oscuridad velaba el interior, pero se podía reconocer, apenas visible, un tenue y nacarado resplandor.

—Por favor, abuelo, cuéntenos la historia —pidió la joven.

Su compañero la cogió del hombro y la sacudió con suavidad.

—¡Chsss..., Linni! El abuelo tiene mejores cosas que hacer que hablar con nosotros!

—¡No, nada de eso! —La mirada del anciano fue de uno a otro.

Con demasiada frecuencia los jóvenes no tenían tiempo para los viejos, y encontrar a dos de ellos tan deseosos de pasar el tiempo con él y escuchar sus historias era un verdadero placer. Les sonrió una vez más.

—Si vosotros estáis dispuestos a ser condescendientes con un anciano sentimental, yo gustosamente hablaré durante tantas horas como nos conceda el día.

Los jóvenes se miraron ilusionados.

—Dicen que es una historia triste —intervino el joven.

—Sí, lo es, aunque algunos puedan pensar lo contrario.

El anciano se dirigió hacia la cueva, ayudándose con el bastón, y se detuvo en la entrada. Las gotas de la cercana cascada golpearon su rostro como pequeñas agujas. Permaneció quieto un instante y luego entró.

Sí, allí estaba. No la había visto desde hacía años, pero continuaba tal como él la recordaba. Era una extraña formación rocosa, una estalagmita compuesta por muchos y diferentes minerales, que relucía en un arco iris de formas y colores. El tiempo y los elementos la habían erosionado, pero aún mantenía, aunque difusa, la que debió haber sido su forma original; una forma que hizo resonar ecos tenues pero perturbadores en su imaginación.

La joven pareja lo había seguido al interior de la cueva. El anciano reconoció en sus rostros que ellos también experimentaban aquella peculiar y no identificable sensación de familiaridad. Extendió la mano, como si fuera a tocar la estalagmita, pero luego el movimiento se convirtió en una mera señal.

—¿Veis esta extraña y fantástica roca? —preguntó. Su voz resonó en el cerrado espacio de la caverna—. Podría haber sido tallada por una mano humana, ¿verdad?

La muchacha contuvo el aliento, asombrada.

—¿Y lo fue? —quiso saber.

—No. —El anciano hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, no lo fue. Pero este trozo de roca, este monumento conmemorativo, por así decirlo, es el centro de mi historia.

Se dio la vuelta y, con un amable gesto, los invitó a salir por delante de él a la cegadora luz del día. No podía contar la historia en la cueva. Sentía que eso no estaba bien, no era lo correcto.

—Lo que sucedió aquí —dijo—, comenzó hace cientos de años o, al menos, eso dice la leyenda. —El anciano se sentó con dificultad en una pequeña prominencia y apoyó la espalda contra la pared rocosa—. ¿Sabíais que en estas montañas, antes de que los seres humanos vinieran a la costa occidental, habitaban criaturas de otra raza?

Los jóvenes, que se habían sentado a sus pies, lo miraron con los ojos muy abiertos e hicieron un gesto negativo con la cabeza. El anciano sonrió.

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