La Guerra de los Enanos (19 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

En otro asiento, al lado del semiogro, se hallaba Crysania. La habían despojado de la capa y hecho jirones el corpino de su vestido, una acción que el guerrero atribuyó sin vacilar a Pata de Acero. Reparó, presa de una creciente ira, en la mancha purpúrea de su delicada mejilla, en la hinchazón que deformaba la comisura de sus labios, y supo que no flaquearía en su propósito de rescatarla.

La dama, en digna actitud, mantenía la vista al frente y se esforzaba en ignorar los obscenos comentarios, las espantosas historias con que la obsequiaban los auténticos miembros de la banda. Caramon esbozó una sonrisa de admiración. Al recordar el pánico demente al que estuvo reducida durante sus últimos días en Istar, al considerar su existencia anterior, ajena a cualquier clase de penuria, le complacía su capacidad de adaptarse a circunstancias tan adversas. Exhibía una serenidad que hasta Tika habría envidiado.

«Tika»... Se regañó a sí mismo, no debía pensar en ella y, menos aún, compararla con la sacerdotisa. Urgiéndose a concentrarse en la realidad inmediata, apartó la mirada de la mujer para clavarla en su enemigo.

Pata de Acero, a su vez, cesó de conversar con sus secuaces e hizo al guerrero señal de acercarse.

—Ha llegado tu hora —le anunció socarrón antes de, sin mudar su talante, decir a Crysania—: Espero, señora, que no os importará si aplazamos nuestra cita en la intimidad hasta que haya zanjado este asunto. Se trata de un entretenimiento previo al placer, querida; tomáoslo como un obsequio.

Acarició el pómulo femenino, pero cuando ella rehuyó el contacto con pupilas centelleantes, su ademán afectivo se convirtió en una sonora bofetada.

La sacerdotisa no gritó, sino que irguió el cuello y con sombrío orgullo se encaró a su verdugo.

Consciente de que no debía distraerse en arrebatos de preocupación por la sacerdotisa, Caramon prendió sus ojos del cabecilla y le estudió sosegado, gélido. «Este hombre gobierna mediante la fuerza bruta, se aprovecha del miedo que le tienen muchos de sus seguidores para imponer su voluntad. Le obedecen a regañadientes, no les queda otro remedio que acatar los designios del único ser capaz de proporcionarles alimento en esta tierra olvidada de los dioses. Le rinden vasallaje porque preserva sus vidas, mas ¿hasta dónde llega su lealtad? Eso es lo que debo averiguar.»

Modulada su voz, Caramon desechó sus cábalas para, firme y desdeñoso, desafiar a su aprehensor.

—¿Es así como demuestras tu valor? —le imprecó—. En vez de golpear a una mujer indefensa, desátame y devuélveme mi espada. Así veremos qué clase de individuo eres.

Pata de Acero lo observó interesado, con un asomo de inteligencia en sus bestiales iris que perturbó al robusto luchador.

—Si he de serte franco, esperaba algo más original de ti —declaró el semiogro, poniéndose de pie y emitiendo un suspiro teatral por el que manifestaba su desencanto—. Tal vez no seas el reto que imaginé en un principio, pero no tengo nada mejor que hacer esta noche. No antes de acostarme —rectificó, al mismo tiempo que le hacía una burlona reverencia a la indiferente Crysania.

El jefe de los ladrones arrancó de sus hombros el manto de piel, mientras ordenaba a uno de sus secuaces que le trajera su espada. Los aduladores abrieron el cerco a fin de cumplir sus diversas instrucciones y el resto de los presentes se situó en un claro cercano a la fogata, ansiosos por asistir a un espectáculo del que, sin duda, ya habían tenido ocasión de gozar.

Durante la confusión de los preparativos, Caramon consiguió atraer la atención de la sacerdotisa. Cuando esto sucedió, inclinó la cabeza hacia donde yacía Raistlin. Ella comprendió al instante el significado de su gesto. Miró de soslayo al mago, sonrió pesarosa e hizo un ademán de asentimiento, cerrados los dedos en torno a su talismán.

Los centinelas hostigaron al guerrero a entrar en el círculo, de tal manera que perdió de vista a la dama en el momento en que ésta movía sus hinchados labios en una silenciosa plegaria. «Necesitaré algo más que unas oraciones a Paladine para salir de este atolladero», recapacitó el guerrero. Se preguntó, irónico, si su hermano también invocaba la ayuda de su ídolo, la Reina de la Oscuridad.

Él carecía de un adalid al que dirigir sus rezos. El único auxilio en el que confiaba era el que podían prestarle sus músculos, sus huesos, sus vísceras.

Cortaron las ligaduras de sus brazos. Sufrió un espasmo de dolor al reanudarse el riego sanguíneo en sus miembros, si bien se apresuró a flexionar sus tendones, a frotarlos, a fin de estimular la circulación y, además, calentarse. Acto seguido se quitó la empapada camisa, los calzones, pues prefería luchar desnudo. La ropa daba al adversario la oportunidad de agarrarle. Así lo aprendió de Arack cuando lo preparaba para tomar parte en los Juegos de Istar.

Al contemplar la magnífica forma física del prisionero, un murmullo se extendió entre los hombres que formaban el círculo. La lluvia chorreaba sobre su bruñido, equilibrado cuerpo, el fuego refulgía en sus anchos omóplatos y en su torso, poniendo al descubierto las innumerables cicatrices de las heridas que recibiera en otras lides. Alguien le entregó una espada, con la que ensayó unas estocadas tan ágiles como certeras. Incluso Pata de Acero, al introducirse en el improvisado campo de batalla, quedó desconcertado frente a la constitución del antiguo gladiador.

Si el cabecilla se sobresaltó al examinar a su oponente, este último no quedó menos impresionado por la apariencia que él ofrecía. Mitad ogro y mitad humano, el hercúleo individuo había heredado las mejores características de ambas razas. Poseía la envergadura y la robustez de unos, los más semejantes a los animales, unidas a una rapidez de movimientos y a una peligrosa inteligencia que le emparentaban con las criaturas superiores. También él optó por la desnudez. Se presentó en el ruedo sin más atavío que un taparrabos de cuero. Pero lo que provocó un involuntario silbido de Caramon fue el arma que exhibía, la espada más portentosa que había visto en el curso de su dilatada existencia.

Era de colosales dimensiones y sólo podía ser manejada con las dos manos. El guerrero, experto en tales menesteres, se dijo al escrutarla que conocía a pocos hombres capaces de desenvainarla, menos aún de blandiría. Sin embargo, Pata de Acero mostraba una gran desenvoltura y únicamente recurría a su brazo derecho, lo que demostraba su fuerza descomunal. Y no sólo eso; mientras su rival practicaba percibió la precisión, el rítmico vaivén de sus sesgos. El filo atrapaba la luz de las llamas al hender el aire, toda ella despedía ominosos zumbidos al penetrar la penumbra y dejar, a su paso, una línea de chispas ígneas.

Cuando su enemigo saltó al ruedo, refulgente la pierna metálica, Caramon comprendió desmoralizado que no se enfrentaba a la criatura brutal, estúpida que concibió a partir de su conducta anterior, sino a un hábil espadachín que había superado su inferioridad física hasta batirse con un dominio que cualquiera con las dos piernas codiciaría... y temería.

Lo que no intuyó el guerrero fue que, además de haberse sobrepuesto a su carencia, Pata de Acero sabía cómo sacarle partido. Un primer escarceo bastó para que se percatase de lo mortífero que podía resultar aquel apéndice al servicio de tan avispado adversario.

Ambos se tantearon, atentos a cualquier punto flaco en la defensa del otro. De pronto, apalancándose con gran maestría en la pierna sana, el semiogro utilizó la de acero como una segunda arma. Giró sobre sí mismo y golpeó tan violentamente al hombretón que éste cayó al suelo debido al impacto. Su espada salió despedida y se estrelló fuera de su alcance.

Recuperado el equilibrio, el gigante avanzó con su pertrecho enarbolado hacia el yaciente. Era ostensible su ansia de rematarle y consagrarse a otras diversiones. Pero, aunque pillado por sorpresa, Caramon no estaba tan maltrecho como aparentaba. Recordando su experiencia en la arena, permaneció tumbado y emitió sonoros jadeos, como si le faltara el aire, mientras el supuesto vencedor se acercaba a él. Entonces estiró la mano, asió la pierna buena del infatuado semiogro y tiró de ella.

Los espectadores prorrumpieron en aplausos y vítores. Sus ecos despertaron en el que fuera gladiador vivos recuerdos del circo, que encendieron su sangre. Se difuminó su preocupación por hermanos de Túnica Negra y sacerdotisas de túnica blanca, se desvaneció la nostalgia del hogar y, aún más importante, su inseguridad. La fiebre de la batalla, la intoxicante droga del peligro, infestaron sus venas, le envolvió un éxtasis que ni siquiera igualaba el de su gemelo al formular sus hechizos.

Incorporándose, espiando a su enemigo en idéntica acción, Caramon se lanzó sobre su espada. Mas, pese a su rapidez de reflejos, Pata de Acero se le adelantó. Alcanzó el arma con mayor celeridad y le propinó un puntapié que, de nuevo, la catapultó al espacio.

Sin perder de vista al semiogro, el hombretón buscó con la mirada otro pertrecho. Reparó en la hoguera, que ardía en uno de los flancos del cerco.

El gigante se dio cuenta y, adivinando su propósito, se dispuso a obstruirle el paso.

El guerrero echó a correr y, en su impulso, no pudo eludir el filo del arma enemiga, que abrió un surco en su abdomen. Ajeno al corte, a la sangre que fluía, Caramon se arrojó al suelo y rodó hasta los troncos. Asió uno por el extremo y se puso de pie, en el preciso momento en que la espada de Pata de Acero se hundía en el lugar donde se hallaba su cabeza segundos antes.

El filo desgarró, una vez más, el manto de la llovizna y el atacado, al retumbar el silbido en sus tímpanos, apenas acertó a contener la arremetida de aquella arma que tanto le fascinaba. Se entrechocaron leño y acero, volaron las ardientes astillas que coronaban el recién conquistado pertrecho del hombretón. La fuerza del asalto fue tremenda, las manos de Caramon vibraron y los afilados cantos de la madera se hundieron en su carne, pero se mantuvo firme. Su energía vital obligó al gigante a retroceder, en incierto equilibrio.

También el semiogro conservó el control de sí mismo. Plantó la pata de acero en la tierra y, mientras mantenía a raya a su oponente, volvió a tomar posiciones. Despacio, ambos trazaron círculos en espera de la oportuna brecha. Los espectadores no vieron cuándo se abrió ésta, pero, de repente, los adversarios se enzarzaron en una cruenta lucha rodeados por la luz cegadora del metal y los rescoldos leñosos.

Caramon no pudo calcular cuánto duró la contienda. El tiempo se disipó en una niebla de dolor, miedo y agotamiento. Sus pulmones parecían abrasarle el pecho, su respiración se volvió irregular, sangraban sus descarnadas manos. Y, pese a tan denodados esfuerzos, no adquiría ninguna ventaja. Jamás se había enfrentado a un rival semejante y algo similar le sucedía a Pata de Acero, quien, tras iniciar la pugna con una sonrisa de desprecio, tuvo que hacer acopio de toda su determinación para resistirla. Los hombres les contemplaban en silencio, hipnotizados ante el mortífero litigio.

Los únicos sonidos que se oían en el cerco eran el crepitar del fuego, el pesado aliento de los exhaustos contrincantes y el chapaleo ocasional de un cuerpo al caer en el barro, unido a quedos gemidos.

El corrillo de espectadores, las llamas, se convirtieron en una nebulosa para Caramon. Sus maltrechos brazos sostenían el leño como si de un árbol entero se tratase; el mero hecho de inhalar aire era una agonía y no hallaba más consuelo que la certidumbre de la fatiga del coloso, no inferior a la suya, algo que constató al no embestirle éste en una oportunidad propicia por verse forzado a recuperar el resuello. Exhibía el semiogro un hondo surco purpúreo en el costado, allí donde el tronco había estampado su huella. Todos habían oído el crujir de sus costillas y también habían reparado en cómo se contraía su faz macilenta.

Vencido su fugaz momento de debilidad, una estocada le permitió desestabilizar a Caramon, el cual, bamboleándose, agitó su arma en un intento frenético de salvarse. Volvieron a acecharse unos segundos, ajenos a su entorno y con la vista puesta en el enemigo. Ambos sabían que el próximo error podía acarrearles la muerte.

Y, entonces, Pata de Acero resbaló en el fango. Fue un pequeño traspié, que le hizo hincar la rodilla auténtica y afianzarse en la falsa. Al principio de la liza se habría incorporado en un santiamén, pero su fortaleza se había mermado y tardó un poco en restablecerse.

El guerrero no necesitaba más que esta corta vacilación. Se abalanzó sobre el descomunal individuo e, impulsado por un último resquicio de energía, alzó el madero y descargó su peso en el muñón al que se sujetaba el apéndice metálico. Igual que un martillo aplasta al clavo, la acometida incrustó la pata de acero en el fangoso suelo.

Revolviéndose en un ataque de furia, el semiogro forcejeó para liberar el miembro inmovilizado mientras apartaba al otro luchador con repetidos sesgos de su espada. Casi consiguió su propósito, tal era su apabullante vitalidad, y Caramon tuvo que renunciar al anhelado descanso al comprobar que no se había desvanecido el peligro.

Además, la contienda sólo podía zanjarse de una manera. Ambos lo sabían desde su inicio, así que el hombretón, en un supremo alarde, avanzó protegido por su tronco y arrancó la empuñadura de la garra del postrado al atrapar la espada en un inesperado revés. Pata de Acero, consciente del mensaje de destrucción que transmitían sus ojos, reanudó sus convulsiones para desencajar el miembro del embarrado terreno. Incluso en el momento crucial, cuando el leño que el guerrero enarbolaba se irguió sobre su cabeza, sus manazas intentaron interceptar la letal trayectoria del arma.

El leño se zambulló en el cráneo del semiogro con un ruido seco. Partido el occipucio, el herido se desmoronó al instante y, tras sufrir un indescriptible espasmo de agonía, quedó inerte. Aprisionado aún su miembro en la argamasa de lodo, la lluvia lavó la sangre y los sesos que sobresalían por las heridas de la cabeza.

Víctima del dolor y el cansancio, Caramon se desplomó en un charco para, con el apoyo de su manchado pertrecho, rezumante de sangre y de agua, tomar aliento. Resonó en sus oídos el rugir de los salteadores, dispuestos a acabar con su vida. No reaccionó, ya nada le importaba.

Aguardó el ataque de los encolerizados bandidos, casi lo deseó. Sin embargo, éste no se produjo.

Confundido, el hombretón alzó el rostro. Su entelada vista se posó en una figura ataviada de negro que se había arrodillado junto a él, y sintió el abrazo de su hermano a la vez que vislumbraba, en las puntas de sus dedos, unos rayos de singular resplandor con los que amenazaba a quien osara acercarse. El luchador entornó los párpados y se refugió en el enjuto pecho de Raistlin, ansioso de calor.

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