La Guerra de los Enanos (26 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

No obstante, cuando se disponía a pronunciar su nombre detectó las sonrisas de complicidad de dos de sus seguidores y, consciente de que se ponía en ridículo, de que su ansiedad le hacía aparecer ante ellos como un adolescente enamorado, cerró la boca. Además, Garic se acercaba junto a un enano y un hombre joven, de piel oscura y ataviado con las plumas y los pellejos de animales que identificaban a los bárbaros.

«Deben de ser los emisarios», pensó. Tenía que recibirlos y olvidar sus cuitas personales.

Su deber le exigía quedarse, su deseo era emprender carrera en pos de la dama. Ojeó el lindero del bosque y, al comprobar que la sacerdotisa había desaparecido, tuvo una premonición, tan vivida que a punto estuvo de lanzarse a perseguirla sin reparar en el efecto que su acto pudiera producir. Sus instintos guerreros, el pavor le impelían a atravesar el cerco de árboles. No lograba definir sus temores, mas este hecho no los hacía menos punzantes, menos reales.

Por otra parte, no podía desatender a los mensajeros para dar caza a una mujer. Si se dejaba llevar de sus impulsos nunca volvería a granjearse el respeto de sus soldados. Existía la alternativa de enviar a uno de sus guardianes. Pero nada ganaría con ello; quedaría igualmente en entredicho. Así que, muy a su pesar, encomendó el destino de la dama a Paladine, su dios. Rechinantes los dientes, el general saludó a los emisarios y los condujo hasta su tienda.

Una vez los hubo acomodado, procedió a expresar las formalidades de rigor e intercambiar bromas intrascendentes. Ordenó que les sirvieran comida, que les obsequiaran con brebajes de su gusto y, mientras ellos se regalaban, se disculpó y se escabulló por la parte trasera.

«Las huellas de la arena me marcan el camino. Al alzar la vista se despliega ante mí el cadalso, vislumbro en el tajo la figura encapuchada y también, a su lado, el negro embozo del verdugo. La afilada hacha refulge bajo el sol abrasador.

»Cae el arma ejecutora, la cabeza de la víctima rueda sobre la plataforma hasta que, despojada de su envoltura, descubro...»

—¡A mí mismo! —susurró Raistlin con acento febril, retorciéndose las manos.

«Luego, el verdugo exhibe su rostro...»

— ¡El mío!

El pánico se adhirió a sus vísceras cual un tumor letal, el sudor y los temblores se sucedían en un caos devastador. Presionó sus dedos sobre las sienes como si, al ahogar su palpito, pudiera conjurar las terribles visiones que envenenaban sus sueños noche tras noche y, durante el día, transformaban en cenizas cuanto ingería.

De nada le sirvió. Las imágenes no se desvanecieron.

«¡Amo del Pasado y del Presente! —se mofó de sí mismo entre risas huecas, burlonas—. No soy amo de nada. Mi infinito poder es una falacia, estoy atrapado, ¡sí, atrapado! Al seguir sus improntas, sé que todo cuanto ocurre ya ha ocurrido antes. Veo a seres con los que nunca antes me había cruzado y, sin embargo, los conozco. Oigo los ecos de mis palabras sin haberlas proferido y, aunque no quiera, acabo pronunciándolas. ¡Esa faz! —se desesperó, a la vez que auscultaba sus rasgos—. Ese semblante no es el mío. ¿Quién soy? ¡Mi propio ejecutor!»

Sus desvaríos resonaban en los recovecos de su mente, y no se dio cuenta de que los había manifestado en un grito desgarrado. En un frenesí, perdido por completo el dominio de sus acciones, el nigromante se clavó las uñas en la piel cual si su rostro fuera una máscara que pudiera arrancar de sus huesos.

—¡Detente, Raistlin! ¿Qué haces? ¡Te lo suplico, reacciona!

Ajeno a esta llamada, persistió en su afán hasta que unas manos, suaves y firmes al mismo tiempo, aferraron sus muñecas. El mago forcejeó unos instantes. Pero su ataque de demencia no tardó en mitigarse. Las turbias aguas en las que se debatía se remansaron y, en su retroceso, le dejaron sereno, exhausto. Se despejaron sus sentidos, de tal modo que tomó conciencia de un lacerante dolor en los pómulos y, al examinar sus uñas, las halló manchadas de sangre.

—¡Raistlin!

Era Crysania quien así lo invocaba. El hechicero, sentado en la hierba, contempló su figura erguida frente a él. Advirtió que lo sujetaba para impedir que se lastimase y que, en sus pupilas dilatadas, se dibujaba una profunda angustia.

—Estoy bien —dijo secamente—. Vete, necesito un poco de soledad. No había terminado de hablar cuando, con un suspiro, bajó de nuevo la cabeza al acosarle el recuerdo de su malévola ensoñación. Extrayendo un lienzo limpio de su bolsillo, comenzó a tratar sus heridas.

—No, no lo estás —negó la sacerdotisa a la vez que le arrebataba el paño de las manos y tanteaba, con sumo cuidado, los sanguinolentos arañazos—. Permíteme ayudarte —le rogó al musitar él un reniego apenas audible—. No te curaré contra tu voluntad, pero hay un torrente aquí cerca. Acompáñame hasta su margen, podrás beber y descansar mientras yo lavo las llagas.

Se agolparon en la garganta del mago ásperas imprecaciones, que nunca afloraron pues, de pronto, comprendió que no deseaba que partiera. Encogió el brazo que había levantado para despedirla, sabedor de que su presencia eliminaba las pesadillas que le atormentaban, y se abandonó al cálido contacto de la carne humana, tan reconfortante después del gélido roce de la muerte.

Miró a la dama y le indicó su asentimiento mediante una leve, fatigada inclinación de cabeza.

Demacrado, contraído el rostro a causa de la consternación que infundía en su ánimo el estado del mago, Crysania le rodeó con su brazo para sostener sus frágiles piernas. Así respaldado, Raistlin inició su andadura por el bosque sin poder sustraerse al calor del vecino cuerpo de su compañera.

Al llegar a la orilla del riachuelo, el enfermo se sentó en una roca de lisa superficie y se calentó bajo el sol otoñal. La sacerdotisa, mientras tanto, zambulló el lienzo en las aguas para, una vez empapado, limpiar los estigmas de su ataque contra sí mismo. La hojarasca se desprendía de los árboles y, en una lluvia de susurros, se posaba en el lecho fluvial antes de ser arrastrada corriente abajo.

Sin despegar los labios, Raistlin contempló cómo las hojas marchitas eran engullidas por el acuático borboteo y cómo otras, aún aferradas a sus ramas en un postrer alarde de fuerza, se resistían al embate de la brisa, que, aunque tibia, las arrancaba despiadada de su fuente de vida y, entre gráciles piruetas, las hacía revolotear hasta el cauce. Debajo del manto vegetal, en el fondo del torrente, descubrió el reflejo de su semblante. Desvirtuaban sus mejillas sendos cortes largos, profundos, y sus ojos, en lugar de espejos, se le antojaron dos manchas mortecinas. Era el miedo lo que los apagaba, y este miedo le inspiró desdén.

—Dime qué te sucede —lo invitó Crysania dubitativa, haciendo una pausa en sus cuidados y extendiendo la mano sobre los entecos dedos del nigromante—. No comprendo por qué te has mostrado tan taciturno desde que abandonamos la Torre. ¿Guarda tu ensimismamiento alguna relación con el Portal desaparecido, quizá con lo que te explicó Astinus en Palanthas?

El nigromante no contestó, ni siquiera la miró. Los rayos solares caldeaban su ser a través del tupido terciopelo y el contacto de la mujer era todavía más ardiente que el del astro. Pero una parte de su cerebro se obstinaba en sopesar fríamente las ventajas de sincerarse. «¿Qué he de ganar con ello? ¿No será preferible mantener el secreto?»

Un elemento desestabilizador, su pasión, entró en escena. Anhelaba atraer a la sacerdotisa, envolverla, mecerla en la negrura donde ambos podían fundirse.

—Sé —declaró al fin, obediente a su raciocinio aunque tomando la precaución de no enfrentarse a los ojos grises que lo espiaban— que el Portal se halla en Zhaman, una fortaleza mágica situada en la vecindad de Thorbardin. Astinus me lo reveló.

»Cuenta la leyenda que Fistandantilus emprendió lo que se ha dado en llamar las guerras de Dwarfgate con el único propósito de reclamar la propiedad del reino enanil. El maestro de la Gran Biblioteca relata algo similar en sus Crónicas. Pero, si lees entre líneas, como yo debería haber hecho de no caer en la trampa de mi propia arrogancia, averiguarás la verdad.

Entrechocó, tenso, sus palmas y Crysania, acuclillada delante de él, aguardó que prosiguiera. La dama lo había escuchado como hechizada. Y su actitud no varió cuando el nigromante retomó el hilo de su narración.

—Fistandantilus visitó estos parajes con la misma intención que los surco yo ahora. —Ribeteaba su discurso un singular siseo, augurio de una vehemencia que no tardó en brotar—. ¡Nada le importaba Thorbardin! Su plan fue una estratagema digna de su astucia. Lo que él quería era acceder al Portal, y los enanos se interponían en su camino del mismo modo que obstruyen el mío. Eran ellos los dueños de la fortaleza, quienes gobernaban los territorios adyacentes. La única manera de atravesar el escollo era desencadenar una contienda que le permitiera acercarse a su objetivo. Ya ves que la historia se repite.

«Tengo que seguir sus pasos. Por mucho que me rebele acabo siempre actuando como él.»

Enmudeció y, atribulado, se empecinó en observar el fluir de las aguas.

—Por lo que he deducido de las Crónicas de Astinus —intervino tímidamente la sacerdotisa—, la guerra era inevitable. Las diferencias entre los Enanos de las Montañas y sus primos de las Colinas eran irreconciliables. Su sangre se habría derramado de todas formas, así que no debes reprocharte...

—¡Los enanos no me preocupan en lo más mínimo! —la atajó, impaciente, Raistlin—. Por lo que a mí respecta, podrían ahogarse todos en el mar de Sirrion. Afirmas conocer el episodio de los escritos de Astinus dedicado a este conflicto. Pues bien, piensa con detenimiento. ¿Qué provocó el final de la liza de Dwarfgate?

Crysania se esforzó en recordar y, tras un prolongado silencio, respondió:

—La explosión que destruyó las llanuras de Dergoth. Murieron millares de criaturas, y también...

—¡Fistandantilus! —concluyó el mago por ella, con un sombrío énfasis.

Durante algunos minutos, la sacerdotisa lo miró desconcertada, hasta comprender la sentencia que entrañaba aquella mención a su predecesor arcano.

—¡Pero no tiene por qué ser así! —protestó, soltando el paño y apretando entre sus palmas las manos unidas de Raistlin—. No eres la misma persona y las circunstancias han cambiado. Estoy persuadida de que te equivocas en tu augurio.

El hechicero meneó la cabeza, tirantes sus labios en una cínica sonrisa. Se desembarazó de las delicadas manos femeninas y, con suavidad, alzó su mentón para que, al cruzarse sus pupilas, se rindieran a la triste evidencia.

—Las circunstancias no han variado, ni yo he cometido ningún error —la corrigió—. Me hallo atrapado en el torbellino del tiempo y me precipito a mi destino.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —indagó ella.

—Existen demasiadas coincidencias para buscar una escapatoria —fue la tajante contestación—. Alguien más pereció junto a Fistandantilus en aquella lóbrega jornada.

—¿Quién? —preguntó la dama si bien, antes de que él se lo comunicase, sintió que un manto de miedo la circundaba, depositado sobre sus hombros con un crujido tan quedo como el de la hojarasca.

—Un viejo amigo tuyo. ¡Denubis! —proclamó Raistlin, retorcidos sus labios en una grotesca mueca.

—¡Denubis! —repitió la mujer.

—Sí —confirmó el archimago a la vez que, en un impulso inconsciente, acariciaba sus pómulos y su barbilla, que aún sostenía en alto—. Astinus me informó de este hecho, que no me sorprendió ya que mi poderoso maestro atraía invenciblemente al clérigo, aunque él rehusara admitirlo. Abrigaba sobre la Iglesia dudas muy similares a las tuyas y cabe asumir que, durante los escalofriantes días previos al Cataclismo, Fistandantilus le engatusase.

—Tú no me engatusaste —le espetó la sacerdotisa con firmeza—. Si te he acompañado ha sido por mi voluntad.

—En efecto.

El archimago apartó la mano, que, respondiendo a una iniciativa ajena a su control, tanteaba en actitud cariñosa la fina piel de la dama. Sin embargo, su recato fue tardío. El contacto le había inflamado la sangre. No logró desviar su mirada de aquellos labios bien torneados, del sugestivo cuello. Surgió en su memoria la imagen que percibió al entrar en la tienda, revivió el arranque de celos que sufrió al verla entre los brazos de su hermano.

«No debe ocurrir —se reprendió—. Si cedo se vendrán abajo mis planes.»

Empezó a incorporarse, pero Crysania asió su mano y reclinó el rostro en la palma abierta.

—No te atormentes —le exhortó, clavados en los suyos sus ojos grises que, seductores, brillaban bajo la luz de los rayos solares al filtrarse éstos por el ramaje—.¡Juntos alteraremos el tiempo! Tú estás mejor dotado en tu arte que Fistandantilus, y mi fe es más fuerte que la de Denubis. Escuché las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes frente a los dioses, conozco el motivo de su fracaso. Paladine atenderá a mis plegarias como siempre hizo en el pasado. Tú y yo escribiremos un nuevo desenlace para esta malhadada historia.

Hipnotizada por la pasión que su propia voz destilaba, los ojos de la dama refulgieron hasta tornarse azules, al mismo tiempo que su tez, fresca a causa de las caricias de la mano de Raistlin, se teñía de un rubor rosáceo. Su exacerbado palpito se abrió camino a través de las venas del hechicero, quien, al recibir su ternura, al sentir su muda invitación, se hincó de rodillas a su lado. La estrechó contra su cuerpo, la besó en los labios, en los párpados, en el cuello. Sus dedos se enredaron en la larga melena, cuya fragancia invadió sus sentidos y, en suma, el dulce dolor del deseo se apoderó de todo su ser.

Ella se entregó a su fuego como antes se entregara a su magia y le devolvió sus apasionados ósculos. Acostóse Raistlin en la mullida alfombra de hojas para, ya sobre su espalda, arrastrar a la sacerdotisa sin aflojar el abrazo que los enlazaba. La luz del sol otoñal, suspendido de un cielo inmensamente azul, le cegaba, y el astro mismo parecía incendiar sus negras vestiduras, tan lacerante como las punzadas que surgían de sus entrañas.

La epidermis femenina se le antojó refrescante en su estado febril, sus labios eran el agua dulce que alivia al moribundo. Entrecerró los ojos a fin de zafarse de la deslumbradora luminosidad y, ya en la penumbra, se le apareció un rostro familiar: el de una diosa de cabello oscuro que, exultante, victoriosa, reía.

—¡No! —exclamó de pronto el archimago, al mismo tiempo que empujaba a la desprevenida Crysania.

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