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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (33 page)

Se ensombreció el cielo a causa de los nubarrones que, en su acrecentada densidad, se habían tornado negros. La lluvia se intensificó todavía más. Salió Raistlin de la cabaña y, con él, la sacerdotisa, que apoyaba la mano en su brazo. Se arropó la dama en su capa, echada la grisácea capucha sobre el semblante.

—Cargaré el cadáver a mi espalda y lo depositaré junto a los otros —ofreció el guerrero, dando un paso hacia el umbral—. Luego llenaré la fosa...

—No, hermano —lo interrumpió el nigromante—. No, este espectáculo no debe ocultarse en la tierra. ¡Me propongo exhibirlo, con toda su punzante vigencia, frente a los dioses! —exclamó, vuelta la mirada hacia la oscura bóveda—. El humo de su exterminio se elevará hacia el firmamento; los postreros ecos de la hecatombe resonará en los tímpanos de los hacedores.

Caramon, sorprendido ante tan inusitada vehemencia, se giró para observar al mago. Su tez estaba más macilenta que la del joven clérigo, sus labios más violáceos pese a encenderlos la llama de la cólera.

—Venid conmigo —urgió a sus acompañantes, a la vez que se desprendía abruptamente de la mano de Crysania y se encaminaba hacia el centro del pueblo.

Ella lo siguió sumisa, sujeto el embozo a fin de impedir que el viento lo arrancase y expusiera su rostro al aguacero, mientras que el hombretón obedecía más a regañadientes.

Erguido en medio de la encharcada calle, Raistlin aguardó hasta que los otros se hubieron detenido delante de él.

—Ve en busca de los tres caballos, Caramon —ordenó—; condúcelos a los bosques de las inmediaciones, véndales los ojos y regresa.

El aludido lo miró atónito.

—¡Hazlo! —vociferó el hechicero en tono apremiante, y el luchador no tuvo otro remedio que acatar su mandato.

Cuando volvió su gemelo, el archimago continuó impartiendo instrucciones.

—Permaneced donde ahora estáis y no os mováis bajo ninguna circunstancia. No te acerques a mí pase lo que pase, hermano —insistió, y le indicó mediante un gesto que no se separase de la sacerdotisa, que la vigilase—. Creo que me has comprendido.

El guerrero asintió con un mudo ademán y asió la mano de Crysania para subrayar que, en efecto, le había entendido.

—¿Qué sucede? —indagó ella, intrigada.

—Va a invocar su magia —fue la escueta respuesta.

Aunque hubiera querido prolongarla, la imperiosa mirada que le clavó Raistlin habría congelado las palabras antes de que brotasen. Alarmada por la extraña, fiera expresión que había adoptado el arcano personaje, Crysania, trémulo el cuerpo, se aproximó a Caramon. El fornido humano, sin perder de vista a su frágil gemelo, la rodeó con un brazo a fin de brindarle su amparo, ambos se paralizaron en la acuosa cortina. No osaban casi respirar, temían romper la concentración del archimago.

Entornó éste los párpados, levantó el rostro hacia los cielos y también los brazos, con las palmas hacia fuera como si deseara sostener el bajo, tupido manto de nubes que los cubría. En tal postura comenzó a musitar una frase, si bien los dos testigos no lograron discernirla a causa del tono apagado en que la pronunciaba. Poco a poco, sin que en apariencia aumentara el volumen de su voz, las sílabas ganaron claridad, y ambos reconocieron el enrevesado lenguaje de la nigromancia. Repitió Raistlin el mismo versículo hasta la saciedad, en las diferentes modulaciones de un cántico que, pese a su invariable contenido verbal, se alteraba al ritmo de cada inflexión, poseedoras todas ellas de una asombrosa riqueza melódica.

Una quietud sobrenatural invadió el valle, hasta tal extremo que incluso se desvaneció el repiqueteo de la lluvia. El guerrero no oía sino el armonioso canturreo, la etérea musicalidad que destilaba la voz de su hermano. Crysania, por su parte, se apretujó contra Caramon con las pupilas desorbitadas, y él le dio unas suaves palmadas con el objeto de serenarla.

Al propagarse el crescendo de la tonada, un insólito sobrecogimiento se apoderó del general. Tenía la vivida impresión de que el hechicero le atraía de manera irresistible, de que el universo entero fluía hacia él, aunque, al escudriñar su entorno, comprobó que nada se había desplazado. No obstante, volvió a mirar a su gemelo, y tales sensaciones le inundaron con mayor prontitud todavía.

Raistlin se hallaba en el núcleo del mundo, de tal modo que los sonidos, la luz y el aire mismo volaban hacia sus manos abiertas. El suelo se combó, o así se le antojó a él, bajo los pies del guerrero, para deslizarse ondulante al encuentro de tan poderoso señor.

El nigromante extendió sus palmas resuelto a atraer la atención de las alturas. Hizo una pausa en su cántico, que reemprendió a los pocos segundos con acento firme pero a un son lento, pausado, deletreando cada vocablo. Los vientos soplaron huracanados, la tierra se encrespó en una marea que impulsó a Caramon a afianzar sus plantas temeroso de ser absorbido también él por el torbellino que envolvía a aquella flaca figura.

Los dedos del mago arañaron, en un gesto simbólico, el hirviente cielo. La energía que, a través de su sortilegio, había acumulado merced a las dimanaciones del suelo y el aire revitalizaron sus entrañas, y un relámpago de plata surgió de sus yemas para penetrar en la capa de nubes. En respuesta, un luminoso haz de aserrado perfil cayó sobre el refugio donde yacía el cadáver del muchacho. Se produjo un estallido deslumbrador, procedente de la aureola de llamas azules que había cercado el edificio.

De nuevo habló Raistlin, y de nuevo un rayo salió de sus dedos. Contestó una segunda lengua de fuego, en esta ocasión dirigida contra él mismo. El hechicero desapareció en un incendio de matizaciones que iban del rojo al verde.

Crysania exhaló un alarido y forcejeó con las garras del guerrero para liberarse. Pero él, consciente de la orden de su hermano, la retuvo con el único propósito de que no corriera junto al supuesto atacado.

—¡Fíjate en eso! —susurró a la dama—. Las llamas no le tocan.

En efecto, al despejarse los vapores volvió a recortarse la figura del nigromante. Extendió los brazos hasta el límite de su envergadura, y las negras vestiduras revolotearon en su derredor como si se hubiera constituido en el ojo de un violento huracán. Masculló su inefable, reiterativo versículo, y así dio vida a otros dardos ígneos que se abrieron en abanico alumbrando la penumbra, surcando el lodo y danzando sobre el agua, de forma que ésta empezó a rezumar una sustancia oleosa. Y él, creador imponente del prodigio, permaneció en el centro del círculo de llamas, dueño indiscutible de los elementos.

La sacerdotisa no atinó a moverse, atenazada por una mezcla de terror y admiración que nunca había experimentado antes. Buscó el apoyo de Caramon, mas él fue incapaz de proporcionarle consuelo. Se abrazaron ambos cual niños espantados en el vértice del torbellino, del incendio arcano que, en su viaje a través de las calles, sembró su semilla en las vacías casas. Una tras otra, las construcciones prendieron entre atronadoras explosiones.

Purpúreo, encarnado, azulado y verdusco, el fuego se encaramó hacia las alturas en un despliegue de luz que habría eclipsado al sol, de brillar éste. Los pájaros carroñeros huyeron en desorden al transformarse en una auténtica tea el árbol donde se hallaban posados.

Una última manifestación de la esotérica fórmula generó una bola de luz blanca, pura que, nacida ahora en el firmamento, consumió en su descenso a los cadáveres de la tumba colectiva.

El ciclón que despedían las llamas, y que contribuía a expandirlas, arrastró en una de sus ráfagas la capucha de Crysania. El calor resultaba abrasador al azotar su tez, el humo la asfixiaba hasta lo impensable. Las ascuas encendidas que se derramaban en cascada por todos los flancos oscilaban antes de extinguirse, tan feroces que la dama se creyó próxima a morir en la conjura de las fuerzas naturales. Sin embargo, no la rozó ninguna astilla. El hombretón y ella estaban a salvo, debido a un singular fenómeno que escapaba a su inteligencia. Fue entonces cuando, despertándola de estas reflexiones, las pupilas del archimago se posaron en las suyas.

Desde el infierno donde se alzaba incólume, Raistlin le hizo señas para que se acercara. La sacerdotisa se refugió tras el cuerpo del luchador, remisa a atender su llamada, pero él persistió sin perder la calma, rizados los pliegues de su atavío con la brutal caricia de la tempestad que había provocado. Incluso alargó sus manos, en una invitación difícil de declinar.

— ¡No! —gritó Caramon.

Crysania, prendidos los ojos de los seductores espejos del nigromante, hizo caso omiso de la protesta del guerrero. Se desasió con suavidad y echó a andar.

—Ven a mí, Hija Venerable. —Raistlin la exhortaba en un quedo siseo que se imponía al caos reinante y que, más que oírlo la mujer lo intuyó en su corazón—. Ven por la senda del fuego y saborea el poder de los dioses.

El cegador incendio que tamizaba el contorno del archimago abrazó su alma al aproximarse. ¿Y si su piel se socarraba y ennegrecía? Su cabello crepitaba peligrosamente, unas dolorosas punzadas acosaban sus pulmones faltos de aire; pero la atracción que ejercía sobre ella aquella ígnea escena, ribeteada por el apremio del hechicero, la empujaban a seguir en una suerte de trance.

— ¡No! ¡Retrocede, te lo ruego!

Resonaban a su espalda las súplicas del hombretón en un lejano eco que en nada la afectó, más mortecino aún que su propio palpito. Alcanzó la cortina de llamas y, antes de aferrar la mano que Raistlin le ofrecía, titubeó.

Los delgados dedos la quemaron. Los vio marchitos, chamuscada su carne.

—Ven a mí, Crysania —entonó él, impertérrito.

Incapaz de controlar un escalofrío, la sacerdotisa aplicó la palma a las rugientes llamaradas. Durante unos segundos, un indescriptible sufrimiento atenazó sus entrañas. Gimió de pánico, de angustia, hasta que una mano del mago se cerró sobre uno de sus brazos y tiró de ella en pos de la rojiza cortina. Al traspasarla, la dama cerró los ojos en un espasmo involuntario.

Una fresca brisa la reconfortó, y respiró aliviada. El único calor que recibía era la familiar tibieza que irradiaba Raistlin. Se atrevió a levantar los párpados y, tras comprobar que estaba a su lado, escrutó sus facciones. Se le hizo un nudo en la garganta.

El semblante de Raistlin estaba bañado en sudor, en sus pupilas se reflejaban los albos resplandores que despedían los cuerpos sin vida de los aldeanos, su respiración era rápida y entrecortada. Parecía ajeno a cuanto le rodeaba, resultaba ostensible que se había sumido en el éxtasis del triunfador después de materializar una de las grandes ambiciones de su existencia.

«Ahora lo comprendo —pensó Crysania sin soltarlo—. Comprendo por qué no puede amarme. Sólo tiene una querencia, su magia, a ella consagra todo su esfuerzo y sacrificaría cualquier sentimiento mundano.»

Era un descubrimiento hiriente, pero teñido de una melancolía que mitigaba su desazón.

«Una vez más —siguió recapacitando— se erige en mi guía y ejemplo. He pasado demasiado tiempo ocupada en satisfacer mis frívolos impulsos. Tiene razón, me ha sido otorgada la gracia de paladear el poder de los dioses y debo hacerme digna de tal honor. Por mí misma y también por él.»

El nigromante cerró los ojos y la sacerdotisa, agarrada a su cálida mano, percibió que sus arcanas virtudes le abandonaban como la sangre brota de una herida. Se desplomaron sus brazos sobre los costados y la bola, la rueda de fuego que lo circundaba, se apagó entre débiles destellos.

Con un suspiro que apenas pudo completar, Raistlin hincó las rodillas en el asolado suelo. La lluvia arreció, la mujer oyó los crujidos que arrancaba de las bamboleantes vigas al apagar las brasas. Unos vapores grisáceos se elevaron desde los esqueletos de los edificios en caprichosas formas que se asemejaban a fantasmas, quizá los de los moradores del pueblo.

Acuclillándose junto al extenuado hechicero, Crysania alisó su moreno cabello y él la miró, aunque sin reconocerla. La dama vislumbró en sus espejos una honda pesadumbre, infinita, la de quien ha obtenido acceso al reino de la belleza para luego ser arrojado a un mundo real encharcado por la lluvia.

El mago hundió la cabeza en el pecho y, doblado sobre sí mismo, caídos los brazos, se entregó al desánimo. La sacerdotisa consultó a Caramon con la mirada al precipitarse éste en el lugar del encantamiento e interesarse por su estado.

—Yo me encuentro bien —le aseguró—. Pero ¿y él?

Entre ambos ayudaron a incorporarse a Raistlin, quien actuó como si ignorase su existencia. Exhausto, se desplomó contra el cuerpo de su hermano y se dejó arrastrar.

—Se recuperará, siempre ha sido así —murmuró el hombretón. Transcurridos unos instantes de mutismo, no obstante, rectificó—: ¡Siempre ha sido así! No sé lo que digo, nunca antes había presenciado nada semejante. En mi larga experiencia jamás me había enfrentado a un poder tan avasallador. ¡En nombre de los dioses, desconocía...!

Incapaz de concluir, abrazó con uno de sus musculosos brazos al maltrecho nigromante que, apoyado en él, comenzó a toser casi sin resuello, presa de un ahogo tal que no lograba sostenerse. Caramon lo sujetó más firmemente. La bruma y el humo se arremolinaban en sus flancos, la lluvia se empecinaba en filtrarse por sus permeables atuendos y, aquí y allí, les perturbaba el estrépito de un pilar de madera al derrumbarse o el sibilante chapaleo del agua sobre las llamas. Cuando hubo pasado el ataque, el hechicero levantó el rostro y el guerrero percibió un atisbo de vida, de conciencia de la situación, en sus aún apagadas pupilas.

—Crysania —apeló Raistlin a la mujer—, te pedí que te reunieras conmigo porque era preciso que profesaras una fe ciega en mí y mis dotes. Si logramos el éxito en nuestra misión, Hija Venerable, atravesaremos el Portal y nos adentraremos en el abismo, una sima donde los horrores de tus pesadillas se te antojarán banales.

La dama tiritaba de manera incontrolable mientras lo escuchaba, fascinada por el centelleo de sus ojos.

—Tienes que ser fuerte, sacerdotisa —prosiguió él su arenga—. Por ese motivo te he traído en tan azaroso viaje. Yo me he sometido a mis pruebas, tú debías superar las tuyas. En Istar combatiste el influjo del viento y el agua, en la Torre venciste el miedo a la negrura y ahora, en esta aldea, has aprendido a resistir el fuego. Pero te aguarda un último examen, Crysania. Has de prepararte, al igual que todos nosotros.

Se bamboleó, se nubló su visión y el luchador, de pronto demacrado, lo alzó en volandas y lo llevó hacia los caballos. Crysania fue tras los gemelos, espiando a Raistlin sin molestarse en esconder su inquietud. Pese a la fragilidad que delataban las arrugas de sus labios, de sus sienes, en la faz del nigromante se adivinaba una paz sublime, una felicidad exultante.

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