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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (48 page)

—Esta misma noche, thane.

—Os abriremos las puertas de la montaña, y luego las ajustaremos. De ti dependerá que vuelva a accionarse el mecanismo para admitir a tu grupo victorioso o para vomitar las fuerzas armadas de los Enanos de las Montañas. ¡Alumbre tu mazo la llama de Reorx!

Con una reverencia, Kharas dio por concluido el parlamento y salió de la cámara, más rápido y vigoroso su paso que el que adoptara al entrar.

—Ahí va alguien a quien mal podemos renunciar —comentó uno de los dignatarios, fijos sus ojos en la figura en retroceso del inteligente consejero.

—Estaba perdido para la causa desde el principio —replicó el rey con tono hosco, pese a que había palidecido y en su semblante se dibujaban las líneas de la tribulación—. Y, ahora, ultimemos los preparativos de la guerra.

8

La penosa marcha

—Ha vuelto a agotarse el agua —anunció Caramon, poniéndose de pie.

Reghar rezongó para sus adentros. Pese a que el timbre de voz del general había sido voluntariamente desapasionado, el enano sabía que le hacía responsable de tan serio contratiempo. El hecho de admitir que, en parte, tenía razón, no le ayudaba a sentirse mejor, pues sólo existe algo más insoportable y descorazonador que la culpabilidad: reconocer que los reproches son merecidos.

—Hallaremos otro pozo antes de que termine el día —refunfuñó el hombrecillo, convertida su faz en una máscara de granito—. En los viejos tiempos los había por todos los rincones, como marcas de viruela dibujadas en la tierra.

Extendió el índice, y el general estudió su entorno. Hasta donde alcanzaba la vista no se distinguía nada, ni árboles, ni aves, ni siquiera los matojos habituales de las zonas desérticas. Nada salvo una interminable superficie de arena, cuya monotonía rompían unas extrañas dunas de forma abovedada. En la distancia, los oscuros perfiles de las montañas de Thorbardin vibraban en el aire como el recuerdo persistente de una pesadilla.

El ejército de Fistandantilus empezaba a perder antes de entablarse la batalla.

Tras unas jornadas de dificultosa marcha habían abandonado el paso montañoso de Pax Tharkas y, ahora, estaban en las llanuras de Dergoth. Los abastos no habían llegado y, debido al rápido paso que imprimieron a la marcha, el hombretón sospechaba que las cargadas carretas tardarían más de una semana en alcanzarlos.

Raistlin insistió frente a los oficiales en la necesidad de acelerar el avance y, aunque Caramon se había enfrentado a él sin disimulo, Reghar respaldó al archimago y consiguió que los bárbaros se pusieran también de su lado. Una vez más, al general no le quedó otra opción que seguir adelante.

Como todos los días, los soldados se levantaron antes del alba. Tras recoger el campamento, caminaron, sólo con una breve pausa a primera hora de la tarde, hasta el crepúsculo, ese momento en que la luz comenzaba a declinar y todavía era posible acampar sin tener que gatear en la negrura.

No ofrecían la imagen de un ejército victorioso. La camaradería, las chanzas y los juegos vespertinos se habían evaporado en la tensa atmósfera. Tampoco se cantaba, ya que incluso los enanos preferían reservar su aliento para el penoso periplo. Y, por la noche, los hombres se derrumbaban literalmente en el lugar donde posaban los pies, engullían sus magras raciones y se sumían en un pesado sueño hasta que les despertaban los zarandeos y los puntapiés de sus inmediatos superiores.

En tales circunstancias, la moral estaba por los suelos. No se oían sino quejas y gemidos, que se tornaban más frecuentes a medida que menguaba el alimento. En las montañas no habían sufrido tales carencias, ya que abundaba la caza, pero al descender a la planicie se cumplieron las profecías de Caramon y las únicas criaturas, vivientes que uno veía eran sus compañeros. Se nutrían de pan duro, horneado sin levadura, y de carne desecada que sólo probaban dos veces al día, en el desayuno y en la cena. Las porciones eran irrisorias, y el general era consciente de que habría que reducirlas a la mitad si no recibían pronto refuerzos.

El guerrero tenía que resolver otros conflictos además de la escasez de víveres, dos de ellos de la mayor importancia. Uno era la falta de agua. Aunque Reghar le había asegurado con jovial talante que había manantiales en el llano, los dos que habían descubierto no les proporcionaron ni una gota de líquido potable. Hasta aquel momento el viejo enano no confesó, a regañadientes, que la última ocasión en que visitó tales parajes fue antes del Cataclismo. El otro asunto que inquietaba al adalid era el deterioro que estaban experimentando las relaciones entre los aliados.

La unión de los distintos bandos, que en los instantes de máxima euforia tan sólo estuvo hilvanada, se rasgaba ahora en las mismas costuras. Los humanos del norte acusaban de sus penurias a los enanos y los bárbaros, puesto que habían colaborado con el hechicero. Los hombres de las Llanuras, que no estaban acostumbrados a las regiones montañosas, protestaban porque cubría el terreno a perpetuidad una capa de nieve y también porque, como le espetó su cabecilla a Caramon, «no hay más que rugosidades y pendientes».

Ahora, al divisar las imponentes cumbres de Thorbardin en el horizonte, los bárbaros no pudieron por menos que pensar que todo el oro y el acero del mundo no era tan hermosos como las doradas y lisas praderas de su hogar. Al hombretón no le pasó inadvertido que a menudo volvían la cabeza hacia el norte, y se dijo que una mañana, al levantarse, constataría que se habían ido mientras dormía.

Siguiendo con la enumeración de las fricciones que surgían a cada paso, no puede dejar de mencionarse la actitud de los enanos respecto a los otros grupos. En su opinión, los humanos eran un hatajo de cobardes que corrían llorosos en busca de su madre cuando debían someterse a la más ínfima incomodidad. Ellos trataban la casi ausencia de comida y agua como una molestia intrascendente, y aquel que se atrevía a insinuar que tenía sed se transformaba en el blanco de sus más despiadadas burlas.

En todo ello pensaba Caramon, y en las innumerables cuestiones de otra índole que bullían en su cerebro, mientras oteaba el desierto en la hora del ocaso y pateaba la arena con la punta de su bota.

De manera repentina, el guerrero alzó los párpados y clavó sus ojos en Reghar. Persuadido de que Caramon lo desafiaba en una suerte de reto, el enano perdió aquella serenidad que lo asemejaba a una estatua de piedra y, caídos sus hombros, emitió un prolongado suspiro. Su parecido con Flint era tan intenso, que el general sentía una punzada de dolor siempre que se encaraba con él. Avergonzado de su cólera, consciente de que iba dirigida más contra sí mismo que contra el hombrecillo, rectificó lo mejor que pudo, sin rebajarse.

—No te preocupes, nos queda agua suficiente para pasar la noche. Lo más probable es que mañana nos tropecemos con uno de esos manantiales subterráneos, ¿no crees? —dijo, conciliador, a la vez que daba unas torpes palmadas en la espalda de su acompañante.

El viejo enano levantó la vista hacia el hombretón, sorprendido y receloso ante tal cambio de actitud. Temía que su amabilidad fuese fingida y pretendiese ganar su confianza para luego aguijonearle con un sarcasmo; pero, al atisbar una sombra de sonrisa en su demacrado rostro, se relajó.

—Sí —contestó con una mueca por la que intentaba demostrar afabilidad—; dentro de unas horas, habremos encontrado un pozo.

Y, rehuyendo el seco agujero que, cargado de presagios, se abría a sus pies, regresaron al campamento.

El ocaso era temprano en las llanuras de Dergoth. El sol se zambulló rápidamente tras las montañas, como si le hastiara el espectáculo de aquellas tierras desoladas, yermas, a una hora en que todavía no negaba el calor de sus rayos a otras regiones más verdeantes. Pocas fueron las fogatas que prendieron en el paraje elegido para acampar; los hombres estaban extenuados y, por otra parte, tampoco había alimentos que guisar. Se arracimaron los soldados en grupos aislados, desde donde se vigilaban unos a otros, llenos de resquemor. El único punto en que los miembros del clan de las Colinas, los humanos y los bárbaros estaban de acuerdo era en esquivar a los traicioneros dewar.

Aunque las tropas dormían al raso, Caramon al igual que Raistlin y Crysania, se hacía montar la tienda en un rincón apartado cada vez que se detenían. También él se mantenía al margen de sus seguidores, en un ansia de soledad por la que denotaba su distanciamiento.

Caminaba junto al enano hacia su refugio, abstraído en sus elucubraciones, cuando le vino a la memoria una antigua leyenda que circulaba por Krynn desde tiempo inmemorial. Contaba la historia que, en una ocasión, un hombre cometió un acto tan abyecto que incluso los dioses se reunieron en cónclave para infligirle un castigo. Decidieron los hacedores que, a partir de entonces, el condenado adquiriría la capacidad de predecir el futuro. Al serle comunicada la sentencia el reo estalló en carcajadas, convencido de que su ingenio y sus facultades habían de sobrepasar a los de todas las criaturas, incluidas aquellas que tan neciamente le otorgaban un don en lugar de imponerle una pena. Sin embargo, el humano sucumbió poco después a una muerte torturada, algo que el guerrero nunca había comprendido.

Ahora, en cambio, sí discernía la moral del relato, y lo hacía con honda consternación. No había nada peor para un ser mortal que conocer de antemano el desenlace de una empresa destinada al fracaso, ya que esta clarividencia le privaba del mayor incentivo que a todos impulsa a perseverar: la esperanza.

Al principio, Caramon había abrigado tan estimulante sentimiento; un resquicio de fe en su hermano le incitaba a pensar que éste urdiría un plan salvador. No podía consentir que su ejército se precipitase a un desastre; algo haría para impedirlo. Pero, tras la conservación telepática que sostuvieron el día en que partieron de Pax Tharkas, sabía a ciencia cierta que al nigromante nada le importaba lo que pudiera suceder a sus aliados, a ellos y a las familias que dejaban en la fortaleza o en su patria. En aquel momento se extinguió la única llama interior que le empujaba a seguir, pues las palabras de su gemelo, le revelaron la impotencia en que se hallaba de alterar los acontecimientos. Lo que había pasado volvería a pasar.

Abatido por tan cruel certidumbre, intuyendo el dolor en que había de sumirle la muerte de quienes comenzaban a crecer en su estima, el guerrero se alejó involuntariamente de ellos. Inició así una vida solitaria en la que no cesaba de evocar remembranzas de su hogar.

¡Su hogar! Pese a su anterior empeño en olvidarlo, en arrinconarlo en los más oscuros recovecos de su mente, en esta hora de desaliento las imágenes conjuradas le invadían con tal vivacidad que, a veces, en sus interminables veladas, contemplaba el fuego sin poder verlo a causa de las lágrimas.

Perdidas las ilusiones, la añoranza era lo único a lo que podía aferrarse a fin de no flaquear. A medida que su ejército se aproximaba a la inevitable derrota, con cada paso que daba, él se acercaba a su tiempo, a su morada, a Tika.

—¡Cuidado! —exclamó Reghar aquella tarde, asiéndolo por el brazo y desvaneciendo su ensoñación.

Sobresaltado, el general parpadeó y comprobó entonces que estaba a punto de dar un traspié contra una de las singulares dunas que se erguían en la planicie.

—¿Qué son en realidad esos malditos montículos? —inquirió. Nunca había tenido oportunidad de estudiar uno y, ahora que lo hacía, adivinó que no se trataba como él creía de un accidente del terreno, sino de una suerte de madriguera—. ¿Quizá cubiles de animales? He oído comentar que, en los llanos de Estwilde, existen unas ardillas sin cola que viven en promontorios similares a éstos. —Ojeó la estructura, que medía casi un metro de alto y una anchura semejante, y meneó la cabeza—. No me gustaría enfrentarme a una ardilla de un tamaño proporcional a esta construcción.

—Ardillas, ¡qué ocurrencia! —se burló el enano—. Sólo los de mi raza son capaces de edificar algo tan perfecto. Fíjate bien en su trabajo, es una obra de artesanía—le instó, mientras pasaba suavemente la mano por la lisa cúpula—. ¿Desde cuándo la naturaleza concibe tales maravillas?

—¡Enanos! —repitió Caramon a su vez—. ¿Con qué objeto? Ni siquiera los enanos aman tanto el trabajo como para realizar esfuerzos gratuitos. ¿Por qué pierden el tiempo en erigir falsas dunas en el desierto?

—Son puestos de vigía —fue la sucinta explicación.

—¿Y qué observan desde ellas?, las serpientes? —indagó el guerrero en tono socarrón.

—La tierra, el cielo, los ejércitos como el nuestro —lo atajó el hombrecillo. Pateó acto seguido la superficie adyacente, levantando una nube de polvo—. ¿Oyes eso? —preguntó a su interlocutor, que estaba más perplejo a cada segundo.

—¿Qué tiene de particular?

—Escucha atentamente —lo apremió el enano, y estampó de nuevo el pie en el arenoso suelo—. Suena hueco.

—¡Túneles! —vociferó el general, boquiabierto, antes de examinar la sucesión de lomas que se desplegaba a través del llano.

—Hay kilómetros de ellos —confirmó Reghar, al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. Se edificaron hace tantos años que en la época de mi tatarabuelo ya estaban como ahora, aunque también es verdad que durante siglos nadie los ha utilizado. Según la leyenda, en los albores de nuestra era había varias fortalezas entre este punto y Pax Tharkas, moles defensivas que se comunicaban mediante accesos subterráneos. Su largo entramado llegaba hasta los montes Kharolis, de tal modo que los enanos podían viajar del alcázar que hemos conquistado a Thorbardin sin exponerse a la luz del sol.

»Las fortalezas han desaparecido, al igual que muchos de los túneles. El Cataclismo los obstruyó o derrumbó por completo, aunque no me extrañaría —agregó, echando de nuevo a andar— que Duncan se haya servido de los que aún se conservan para mandar a sus espías y estar así informado de nuestros movimientos.

—Desde arriba o desde abajo, no dejarán de percibir nuestro avance —susurró Caramon, puestos sus escrutadores ojos en el desnudo llano.

—En efecto —admitió el enano con resuelto ademán—, pero no será eso lo que les conceda la victoria.

El guerrero nada respondió. Dando unas largas zancadas para alcanzar a su acompañante, reanudó la marcha junto a él hasta arribar al campamento, donde el humano se dirigió a su tienda y el hombrecillo al lugar donde se habían instalado los de su tribu.

En una de las engañosas dunas, no muy lejos de la tienda de Caramon, varios pares de ojos espiaban al ejército. Sin embargo, no era el conjunto de las tropas el centro de su interés, sino tres criaturas determinadas, sólo tres.

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