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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (11 page)

Además de temerle, sus hombres parecían incluso quererlo. Quizá porque João jamás había dejado en el escenario del combate a un compañero. Los heridos eran llevados en una hamaca colgada de un tronco hasta algún escondrijo, aun cuando la operación pusiera en peligro a la partida. El propio João los curaba y, si era preciso, hacía traer de fuerza a un enfermero para atender a la víctima. Los muertos eran también arrastrados a fin de darles sepultura donde no pudieran ser profanados por la guardia ni por las aves de rapiña. Esto y la certera intuición con que dirigía a la gente en la lucha, dispersándola en grupos que corrían, mareando al adversario, mientras otros daban un rodeo y les caían por la retaguardia o los ardides que encontraba para romper los cercos, afirmaron su autoridad; nunca le fue difícil reclutar nuevos miembros para el cangaco.

A sus subordinados les intrigaba ese jefe silencioso, reconcentrado, distinto. Se vestía con el mismo sombrero y las mismas sandalias que ellos, pero no tenía su afición a la brillantina y los perfumes —lo primero sobre lo que caían en las tiendas — ni llevaba las manos llenas de anillos ni el pecho cubierto de medallas. Sus morrales tenían menos adornos que los del más novato cangaceiro. Su única debilidad eran los cantores ambulantes, a los que nunca permitió que sus hombres maltrataran. Los atendía con deferencia, les pedía contar algo y los escuchaba muy serio, sin interrumpirlos mientras duraba la historia. Cuando se topaba con el Circo del Gitano se hacía dar una función y lo despedía con regalos.

Alguien, alguna vez, le oyó decir a Joao Satán que había visto morir a más gente por el alcohol, que malograba la puntería y hacía acuchillarse a los hombres por adefesios, que por la enfermedad o la sequía. Como para darle la razón, el día que lo sorprendió el Capitán Geraldo Macedo con su volante, toda la partida estaba borracha. El Capitán, a quien apodaban Cazabandidos, venía persiguiendo a João desde que éste asaltó a una comitiva del Partido Autonomista Bahiano que venía de entrevistarse con el Barón de Cañabrava en su hacienda de Calumbí. João emboscó a la comitiva, dispersó a sus capangas y a los políticos los despojó de valijas, caballos, ropas y dinero. El propio Barón envió un mensaje al Capitán Macedo ofreciéndole una recompensa especial por la cabeza del cangaceiro.

Ocurrió en Rosario, medio centenar de viviendas entre las que los hombres de João Satán aparecieron un amanecer de febrero. Hacía poco habían tenido un choque sangriento con una banda rival, la de Pajeú, y sólo querían descansar. Los vecinos accedieron a darles de comer y João pagó lo que consumieron, así como los trabucos, escopetas, pólvora y balas de que se apoderó. La gente de Rosario invitó a los cangaceiros a quedarse a la boda que se celebraría, dos días después, entre un vaquero y la hija de un morador. La capilla había sido adornada con flores y los hombres y mujeres del lugar vestían sus mejores galas ese mediodía, cuando llegó de Cumbe el Padre Joaquim para oficiar la boda. El curita estaba tan asustado que los cangaceiros se reían viéndolo tartamudear y atorarse. Antes de decir misa, confesó a medio pueblo, incluidos varios bandidos. Luego asistió a la reventazón de cohetes y al almuerzo al aire libre, bajo una ramada y brindó con los vecinos. Pero se empeñó después en regresar a Cumbe con tanta obstinación que João, bruscamente, tuvo sospechas. Prohibió que nadie se moviera de Rosario y él mismo exploró el contorno, desde el lado de la serranía hasta el opuesto, un tablazo pelado. No encontró indicio de peligro. Volvió a la fiesta, cejijunto. Sus hombres, borrachos, bailaban, cantaban, mezclados con la gente.

Media hora más tarde, incapaz de soportar la tensión nerviosa, el Padre Joaquim, temblando y lloriqueando le confesó que el Capitán Macedo y su volante estaban en lo alto de la sierra esperando refuerzos para atacar. Él había recibido la orden del Cazabandidos de entretenerlo valiéndose de cualquier treta. En eso, sonaron los primeros tiros, del lado del tablazo. Estaban rodeados. João gritó a los cangaceiros, en el desorden, que resistieran hasta el anochecer como fuera. Pero los bandidos habían bebido tanto que ni siquiera atinaban a darse cuenta de dónde venían los disparos. Se ofrecían como blancos fáciles a los Comblain de los guardias y caían rugiendo, en medio de un tiroteo punteado por los alaridos de las mujeres que corrían tratando de escapar al fuego entrecruzado. Cuando llegó la noche sólo cuatro cangaceiros estaban de pie y João, que peleaba con el hombro perforado, se desvaneció. Sus hombres lo envolvieron en una hamaca y comenzaron a escalar la sierra. Cruzaron el cerco, ayudados por una súbita lluvia torrentosa. Se refugiaron en una cueva y cuatro días después entraron a Tepidó, donde un curandero le bajó la fiebre a João y le restañó la herida. Allí estuvieron dos semanas, lo que demoró João Satán en poder andar. La noche que salieron de Tepidó supieron que el Capitán Macedo había decapitado los cadáveres de sus compañeros caídos en Rosario y que se había llevado las cabezas en un barril, espolvoreadas con sal, como carne de charqui.

Se lanzaron otra vez a la vida violenta, sin pensar demasiado en su buena estrella ni en la mala estrella de los otros. De nuevo anduvieron, robaron, pelearon, se escondieron y vivieron con la vida en un hilo. João Satán tenía siempre en el pecho una sensación indefinible, la certeza de que, ahora sí, en cualquier momento, iba a ocurrir algo que había estado esperando desde que podía recordar.

La ermita, semiderruida, apareció en un desvío de la trocha que lleva a Cansancao. Ante medio centenar de haraposos, un hombre oscuro y larguísimo, envuelto en una túnica morada, estaba hablando. No interrumpió su perorata ni echó una ojeada a los recién venidos. João sintió que algo vertiginoso bullía en su cerebro mientras escuchaba lo que el santo decía. Estaba contando la historia de un pecador que, después de haber hecho todo el daño del mundo, se arrepintió, vivió haciendo de perro, conquistó el perdón de Dios y subió al cielo. Cuando terminó su historia, miró a los forasteros. Sin vacilar, se dirigió a João, que tenía los ojos bajos. «¿Cómo te llamas?», le preguntó. «João Satán», murmuró el cangaceiro. «Es mejor que te llames João Abade, es decir, apóstol del Buen Jesús», dijo la ronca voz.

Tres días después de haber despachado a
l'Étincelle de la révolte
la carta refiriendo su visita a Fray João Evangelista de Monte Marciano, Galileo Gall sintió tocar la puerta del desván, en los altos de la Librería Catilina. Apenas los vio, supo que los individuos eran esbirros de la policía. Le pidieron sus documentos, examinaron lo que tenía, lo interrogaron sobre sus actividades en Salvador. Al día siguiente llegó la orden de expulsión, como extranjero indeseable. El viejo Jan van Rijsted hizo gestiones y el Doctor José Bautista de Sá Oliveira escribió al Gobernador Luis Viana ofreciéndose como garante, pero la autoridad, intransigente, notificó a Gall que abandonaría el Brasil en «La Marseillaise», rumbo a Europa, una semana más tarde. Se le daba, de gracia, un pasaje de tercera clase. A sus amigos Gall les dijo que ser desterrado —o encarcelado o muerto — es avatar de todo revolucionario y que él venía comiendo ese pan desde la infancia. Estaba seguro que, detrás de la orden de expulsión, se hallaba el cónsul inglés, o el francés o el español, pero, les aseguró, ninguna de las tres policías le pondría la mano encima, pues se haría humo en alguna de las escalas africanas de «La Marseillaise» o en el puerto de Lisboa. No parecía alarmado.

Tanto Jan van Rijsted como el Doctor Oliveira lo habían oído hablar con entusiasmo de su visita al Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad, pero ambos se quedaron pasmados cuando les anunció que, en vista de que lo echaban de Brasil, haría, antes de irse, «un gesto por los hermanos de Canudos», convocando a un acto público de solidaridad con ellos. Citaría a los amantes de la libertad que hubiera en Bahía, para explicárselo: «En Canudos está germinando, de manera espontánea, una revolución y los hombres de progreso deben apoyarla». Jan van Rijsted y el Doctor Oliveira trataron de disuadirlo, le repitieron que era una insensatez, pero Gall intentó, de todos modos, publicar su convocatoria en el único diario de oposición. Su fracaso con el
Jornal de Noticias
no lo desalentó. Reflexionaba sobre la posibilidad de imprimir hojas volanderas que él mismo repartiría por las calles, cuando sucedió algo que lo hizo escribir: «¡Al fin! Vivía una vida demasiado apacible y mi espíritu comenzaba a embotarse».

Ocurrió la antevíspera de su viaje, al anochecer. Jan van Rijsted entró al desván, con su pipa crepuscular en la mano, a decirle que dos sujetos preguntaban por él. «Son capangas», le advirtió. Galileo sabía que llamaban así a los hombres que los poderosos y las autoridades empleaban para servicios turbios y, en efecto, los tipos tenían cataduras siniestras. Pero no estaban armados y se mostraron respetuosos: alguien quería verlo. ¿Se podía saber quién? No se podía. Los acompañó, intrigado. Lo llevaron desde la Plaza de la Basílica Catedral, a lo largo de la ciudad alta, y luego de la baja, y luego por las afueras. Cuando dejaron atrás, en la oscuridad, las calles adoquinadas —la rua Conselheiro Dantas, la rua de Portugal, la rua das Princesas—, los Mercados de Santa Bárbara y San Juan, y lo internaron por la trocha de carruajes que, bordeando el mar, iba a Barra, Galileo Gall se preguntó si la autoridad no habría decidido matarlo en vez de expulsarlo. Pero no se trataba de una trampa. En un albergue iluminado por una lamparilla de kerosene, lo esperaba el Director del
Jornal de Noticias.
Epaminondas Goncalves le extendió la mano y lo invitó a sentarse. Fue al grano sin preámbulos:

—¿Quiere permanecer en Brasil, pese a la orden de expulsión? Galileo Gall se quedó mirándolo, sin responder.

—¿Es cierto su entusiasmo por lo que pasa allá en Canudos? —preguntó Epaminondas Goncalves. Estaban solos en la habitación y afuera se oía conversar a los capangas y el ruido sincrónico del mar. El dirigente del Partido Republicano Progresista lo observaba, muy serio, taconeando. Tenía el traje gris que Galileo le había visto en el despacho del
Jornal de Noticias,
pero en su cara no había la despreocupación y socarronería de entonces. Estaba tenso, una arruga en la frente envejecía su cara juvenil.

—No me gustan los misterios —dijo Gall—. Mejor me explica de qué se trata.

—De saber si quiere ir a Canudos a llevarles armas a los revoltosos. Galileo esperó un momento, sin decir nada, resistiendo la mirada de su interlocutor.

—Hace dos días, los revoltosos no le inspiraban simpatía —comentó, despacio—. Eso de ocupar tierras ajenas y vivir en promiscuidad le parecía cosa de animales.

—Ésa es la opinión del Partido Republicano Progresista —asintió Epaminondas Goncalves—. Y la mía, por supuesto.

—Pero... —lo ayudó Gall, adelantando un poco la cabeza.

—Pero los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos —afirmó Epaminondas Goncalves, dejando de taconear—. Bahía es un baluarte de terratenientes retrógrados, de corazón monárquico, pese a que somos República hace ocho años. Si para acabar con la dictadura del Barón de Cañabrava sobre Bahía es preciso ayudar a los bandidos y a los Sebastianistas del interior, lo haré. Nos estamos quedando cada vez más rezagados y más pobres. Hay que sacar a esta gente del poder, cueste lo que cueste, antes de que sea tarde. Si lo de Canudos dura, el gobierno de Luis Viana entrará en crisis y, tarde o temprano, habrá una intervención federal. En el momento que Río de Janeiro intervenga. Bahía dejará de ser el feudo de los Autonomistas.

—Y comenzará el reinado de los Republicanos Progresistas —murmuró Gall.

—No creemos en reyes, somos republicanos hasta el tuétano de los huesos —lo rectificó Epaminondas Goncalves—. Vaya, veo que me entiende.

—Eso sí lo entiendo —dijo Galileo—. Pero no lo otro. Si el Partido Republicano Progresista quiere armar a los yagunzos, ¿por qué a través mío?

—El Partido Republicano Progresista no quiere ayudar ni tener el menor contacto con gentes que se rebelan contra la ley —silabeó Epaminondas Goncalves.

—El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves, entonces —dijo Galileo Gall—. ¿Por qué a través mío?

—El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves no puede ayudar a revoltosos —silabeó el Director del
Jornal de Noticias

.
Ni nadie que esté vinculado, de cerca o de lejos, a él. El Honorable Diputado está dando una batalla desigual por los ideales republicanos y democráticos en este enclave autocrático, de enemigos poderosos, y no puede correr semejante riesgo. —Sonrió y Gall vio que tenía una dentadura blanca, voraz—. Usted vino a ofrecerse. No se me hubiera ocurrido nunca, si no hubiera sido por esa extraña visita suya, anteayer. Fue la que me dio la idea. La que me hizo pensar: «Si es tan loco para convocar un mitin público en favor de los revoltosos, lo será también para llevarles unos fusiles». —Dejó de sonreír y habló con severidad —: En estos casos, la franqueza es lo mejor. Usted es la única persona que, si es descubierta o capturada, en ningún caso podría comprometernos a mí y a mis amigos políticos.

—¿Me está advirtiendo que, si fuera capturado, no podría contar con ustedes?

—Ahora sí lo ha entendido —silabeó Epaminondas Goncalves—. Si la respuesta es no, buenas noches y olvídese de que me ha visto. Si es sí, discutamos el precio.

El escocés se movió en el asiento, un banquito de madera que crujió.

—¿El precio? —murmuró, pestañeando.

—Para mí, se trata de un servicio —dijo Epaminondas Goncalves—. Le pagaré bien y le aseguraré, luego, la salida del país. Pero si prefiere hacerlo
ad honorem,
por idealismo, es asunto suyo.

—Voy a dar una vuelta, afuera —dijo Galileo Gall, poniéndose de pie—. Pienso mejor cuando estoy solo. No tardaré.

Al salir del albergue le pareció que llovía, pero era el agua que salpicaban las olas. Los capangas le abrieron paso y él sintió el olor fuerte y picante de sus cachimbas. Había luna y el mar, que parecía burbujeando, despedía un aroma grato, salado, que penetraba hasta las entrañas. Galileo Gall caminó, entre la arenisca y las piedras desiertas, hasta un pequeño fuerte, en el que un cañón apuntaba al horizonte. Pensó: «La República tiene tan poca fuerza en Bahía como el Rey de Inglaterra más allá del Paso de Aberboyle, en los días de Rob Roy McGregor». Fiel a su costumbre, pese a que le bullía la sangre, trató de considerar el asunto de manera objetiva. ¿Era ético para un revolucionario conjurarse con un politicastro burgués? Sí, si la conjura ayudaba a los yagunzos. Y llevarles armas sería, siempre, la mejor manera de ayudarlos. ¿Podía él ser útil a los hombres de Canudos? Sin falsa modestia, alguien fogueado en las luchas políticas y que ha dedicado su vida a la revolución podría ayudarlos, en la toma de ciertas decisiones y a la hora de combatir. Finalmente, la experiencia sería valiosa, si la comunicaba a los revolucionarios del mundo. Tal vez dejaría sus huesos allí, pero ¿no era ese fin preferible a morir de enfermedad o de vejez? Regresó al albergue y, desde el umbral, dijo a Epaminondas Goncalves: «Soy tan loco para hacerlo».

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