La guerra del fin del mundo (2 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

—Soy Epaminondas Goncalves, el Director del periódico— dice —. Adelante.

El hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no se lo quita ni dice palabra.

—¿Usted pretende que publiquemos esto? —pregunta el Director, agitando el papelito.

El hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que necesitan.

—Siempre que no cueste más de dos mil reis —murmura, en un portugués dificultoso—. Es todo mi capital.

Epaminondas Goncalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie, muy serio, observándolo. El Director opta por llevarse el papel a los ojos:

—«Se convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la Plaza de la Libertad, el 4 de octubre, a las seis de la tarde» —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién convoca este mitin?

—Por ahora yo —contesta el hombre, en el acto—. Si el
Jornal de Noticias
quiere auspiciarlo,
wonderful.


¿Sabe usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos? —murmura Epaminondas Goncalves, golpeando el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los animales.

—Dos cosas dignas de admiración —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido gastar mi dinero en este aviso.

El Director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:

—¿Se puede saber quién es usted, señor?

Sin fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta así:

—Un combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado?

—Imposible, señor —responde Epaminondas Goncalves, ya dueño de la situación—. Las autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico. Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado, supongo que se ha dado cuenta.

El hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo esperaba».

—Le aconsejo que no lleve este aviso al
Diario de Bahía

agrega el Director, alcanzándole el papelito—. Es del Barón de Cañabrava, el dueño de Canudos. Terminaría usted en la cárcel.

Sin decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja, guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo —silueta fúnebre, ondeantes cabellos encendidos — por los periodistas y clientes de los Avisos Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección, donde Epaminondas Goncalves está todavía espiando al desconocido.

—«Por disposición del Gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana, hoy partió de Salvador una Compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando del Teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el Sebastianista Antonio Consejero» —lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?

—Que vaya debajo de los entierros y las misas —dice el Director. Señala hacia la calle, donde ha desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo?

—Galileo Gall —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza.

H
ABÍA
nacido en Pombal y era hijo de un zapatero y su querida, una inválida que, pese a serlo, parió a tres varones antes que a él y pariría después a una hembrita que sobrevivió a la sequía. Le pusieron Antonio y, si hubiera habido lógica en el mundo, no hubiera debido vivir, pues cuando todavía gateaba ocurrió la catástrofe que devastó la región, matando cultivos, hombres y animales. Por culpa de la sequía casi todo Pombal emigró hacia la costa, pero Tiburcio da Mota, que en su medio siglo de vida no se había alejado nunca más de una legua de ese poblado en el que no había pies que no hubieran sido calzados por sus manos, hizo saber que no abandonaría su casa. Y cumplió, quedándose en Pombal con un par de docenas de personas apenas, pues hasta la misión de los padres lazaristas se vació.

Cuando, un año más tarde, los retirantes de Pombal comenzaron a volver, animados por las nuevas de que los bajíos se habían anegado otra vez y ya se podía sembrar cereales, Tiburcio da Mota estaba enterrado, como su concubina inválida y los tres hijos mayores. Se habían comido todo lo comestible y cuando esto se acabó, todo lo que fuera verde y, por fin, todo lo que podían triturar los dientes. El vicario Don Casimiro, que los fue enterrando, aseguraba que no habían perecido de hambre sino de estupidez, por comerse los cueros de la zapatería y beberse las aguas de la Laguna del Buey, hervidero de mosquitos y de pestilencia que hasta los chivos evitaban. Don Casimiro recogió a Antonio y a su hermanita, los hizo sobrevivir con dietas de aire y plegarias y, cuando las casas del pueblo se llenaron otra vez de gente, les buscó un hogar.

A la niña se la llevó su madrina, que se fue a trabajar en una hacienda del Barón de Cañabrava. A Antonio, entonces de cinco años, lo adoptó el otro zapatero de Pombal, llamado el Tuerto —había perdido un ojo en una riña—, quien aprendió su oficio en el taller de Tiburcio da Mota y al regresar a Pombal heredó su clientela. Era un hombre hosco, que andaba borracho con frecuencia y solía amanecer tumbado en la calle, hediendo a cachaca. No tenía mujer y hacía trabajar a Antonio como una bestia de carga, barriendo, limpiando, alcanzándole clavos, tijeras, monturas, botas, o yendo a la curtiembre. Lo hacía dormir sobre un pellejo, junto a la mesita donde el Tuerto se pasaba todas las horas en que no estaba bebiendo con sus compadres.

El huérfano era menudo y dócil, puro hueso y unos ojos cohibidos que inspiraban compasión a las mujeres de Pombal, las que, vez que podían, le daban algo de comer o las ropas que ya no se ponían sus hijos. Ellas fueron un día —media docena de hembras que habían conocido a la tullida y comadreado a su vera en incontables bautizos, confirmaciones, velorios, matrimonios — al taller del Tuerto a exigirle que mandara a Antonio al catecismo, a fin de que lo prepararan para la primera comunión. Lo asustaron de tal modo diciéndole que Dios le tomaría cuentas si ese niño moría sin haberla hecho, que el zapatero, a regañadientes, consintió en que asistiera a la doctrina de la misión, todas las tardes, antes de las vísperas.

Algo notable ocurrió entonces en la vida del niño, al que, poco después, a consecuencia de los cambios que operó en él la doctrina de los lazaristas, comenzarían a llamar el Beatito. Salía de las prédicas con la mirada desasida del contorno y como purificado de escorias. El Tuerto contó que muchas veces lo encontraba de noche, arrodillado en la oscuridad, llorando por el sufrimiento de Cristo, tan absorto que sólo lo regresaba al mundo remeciéndolo. Otras noches lo sentía hablar en sueños, agitado, de la traición de Judas, del arrepentimiento de la Magdalena, de la corona de espinas y una noche lo oyó hacer voto de perpetua castidad, como San Francisco de Sales al cumplir los once años.

Antonio había encontrado una ocupación a la que consagrar su vida. Seguía haciendo sumisamente los mandados del Tuerto, pero los hacía entrecerrando los ojos y moviendo los labios de modo que todos comprendían que, aunque barría o corría donde el talabartero o sujetaba la suela que el Tuerto martillaba, estaba en realidad rezando. Al padre adoptivo las actitudes del niño lo turbaban y atemorizaban. En el rincón donde dormía, el Beatito fue construyendo un altar, con estampas que le regalaron en la misión y una cruz de xique-xique que él mismo talló y pintó. Allí prendía una vela para rezar, al levantarse y al acostarse, y allí, de rodillas, con las manos juntas y la expresión contrita, gastaba sus ratos libres en vez de corretear por los potreros, montar a pelo los animales chucaros, cazar palomas o ir a ver castrar a los toros como los demás chicos de Pombal.

Desde que hizo la primera comunión fue monaguillo de Don Casimiro y cuando éste murió siguió ayudando a decir misa a los lazaristas de la misión, aunque para ello tenía que andar, entre idas y vueltas, una legua diaria. En las procesiones echaba el incienso y ayudaba a decorar las andas y los altares de las esquinas donde la Virgen y el Buen Jesús hacían un alto para descansar. La religiosidad del Beatito era tan grande como su bondad. Espectáculo familiar para los habitantes de Pombal era verlo servir de lazarillo al ciego Adelfo, al que acompañaba a veces a los potreros del coronel Ferreira, donde aquél había trabajado hasta contraer cataratas y de los que vivía melancólico. Lo llevaba del brazo, a campo traviesa, con un palo en la mano para escarbar en la tierra al acecho de las serpientes, escuchándole con paciencia sus historias. Y Antonio recogía también comida y ropa para el leproso Simeón, que vivía como una bestia montuna desde que los vecinos le prohibieron acercarse a Pombal. Una vez por semana, el Beatito le llevaba en un atado los pedazos de pan y de charqui y los cereales que había mendigado para él, y los vecinos lo divisaban, a lo lejos, guiando entre los roquedales de la loma donde estaba su cueva, hacia el pozo de agua, al viejo que andaba descalzo, con los pelos crecidos, cubierto sólo con un pellejo amarillo.

La primera vez que vio al Consejero, el Beatito tenía catorce años y había sufrido, pocas semanas antes, una terrible decepción. El Padre Moraes, de la misión lazarista, le echó un baño de agua helada al decirle que no podía ser sacerdote, pues era hijo natural. Lo consoló, explicándole que igual podía servir a Dios sin recibir las órdenes, y le prometió hacer gestiones con un convento capuchino, donde tal vez lo recibirían como hermano lego. El Beatito lloró esa noche con sollozos tan sentidos, que el Tuerto, encolerizado, lo molió a golpes por primera vez después de muchos años. Veinte días más tarde, bajo la quemante resolana del mediodía, irrumpió por la calle medianera de Pombal una figurilla alargada, oscura, de cabellos negros y ojos fulminantes, envuelta en una túnica morada, que, seguida de media docena de gentes que parecían pordioseros y sin embargo tenían caras felices, atravesó en tromba el poblado en dirección a la vieja capilla de adobes y tejas, que, desde la muerte de Don Casimiro, se hallaba tan arruinada que los pájaros habían hecho nidos entre las imágenes. El Beatito, como muchos vecinos de Pombal, vio orar al peregrino echado en el suelo, igual que sus acompañantes, y esa tarde lo oyó dar consejos para la salvación del alma, criticar a los impíos y pronosticar el porvenir.

Esa noche, el Beatito no durmió en la zapatería sino en la plaza de Pombal, junto a los peregrinos que se habían tendido en la tierra, alrededor del santo. Y la mañana y tarde siguientes, y todos los días que éste permaneció en Pombal, el Beatito trabajó junto con él y los suyos, reponiéndoles patas y espaldares a los bancos de la capilla, nivelando su suelo y erigiendo una cerca de piedras que diera independencia al cementerio, hasta entonces una lengua de tierra que se entreveraba con el pueblo. Y todas las noches estuvo acuclillado junto a él, absorto, escuchando las verdades que decía su boca.

Pero cuando, la penúltima noche del Consejero en Pombal, Antonio el Beatito le pidió permiso para acompañarlo por el mundo, los ojos —intensos a la vez que helados — del santo, primero, y su boca después, dijeron no. El Beatito lloró amargamente, arrodillado junto al Consejero. Era noche alta, Pombal dormía y también los andrajosos, anudados unos en otros. Las fogatas se habían apagado pero las estrellas refulgían sobre sus cabezas y se oían cantos de chicharras. El Consejero lo dejó llorar, permitió que le besara el ruedo de la túnica y no se inmutó cuando el Beatito le suplicó de nuevo que lo dejara seguirlo, pues su corazón le decía que así serviría mejor al Buen Jesús. El muchacho se abrazó a sus tobillos y estuvo besándole los pies encallecidos. Cuando lo notó exhausto, el Consejero le cogió la cabeza con las dos manos y lo obligó a mirarlo. Acercándole la cara le preguntó, solemne, si amaba tanto a Dios como para sacrificarle el dolor. El Beatito hizo con la cabeza que sí, varias veces. El Consejero se levantó la túnica y el muchacho pudo ver, en la luz incipiente, que se sacaba un alambre que tenía en la cintura lacerándole la carne. «Ahora llévalo tú», lo oyó decir. El mismo ayudó al Beatito a abrirse las ropas, a apretar el cilicio contra su cuerpo, a anudarlo.

Cuando, siete meses después, el Consejero y sus seguidores —habían cambiado algunas caras, había aumentado el número, había entre ellos ahora un negro enorme y semidesnudo, pero su pobreza y la felicidad de sus ojos eran los de antes — volvieron a aparecer en Pombal, dentro de un remolino de polvo, el cilicio seguía en la cintura del Beatito, a la que había amoratado y luego abierto estrías y más tarde recubierto de costras parduzcas. No se lo había quitado un solo día y cada cierto tiempo volvía a ajustarse el alambre aflojado por el movimiento cotidiano del cuerpo. El padre Moraes había tratado de disuadirlo de que lo siguiera llevando, explicándole que una cierta dosis de dolor voluntario complacía a Dios, pero que, pasado cierto límite, aquel sacrificio podía volverse un morboso placer alentado por el Diablo y que él estaba en peligro de franquear en cualquier momento el límite.

Pero Antonio no le obedeció. El día del regreso del Consejero y su séquito a Pombal, el Beatito estaba en el almacén del caboclo Umberto Salustiano y su corazón se petrificó en su pecho, así como el aire que entraba a su nariz, cuando lo vio pasar a un metro de él, rodeado de sus apóstoles y de decenas de vecinos y vecinas, y dirigirse, como la vez anterior, derechamente a la capilla. Lo siguió, se sumó al bullicio y a la agitación del pueblo y confundido con la gente oró, a discreta distancia, sintiendo una revolución en su sangre. Y esa noche lo escuchó predicar, a la luz de las llamas, en la plaza atestada, sin atreverse todavía a acercarse. Todo Pombal estaba allí esta vez, oyéndolo.

Casi al amanecer, cuando los vecinos, que habían rezado y cantado y le habían llevado su hijos enfermos para que pidiera a Dios su curación y que le habían contado sus aflicciones y preguntado por lo que les reservaba el futuro, se hubieron ido, y los discípulos ya se habían echado a dormir, como lo hacían siempre, sirviéndose recíprocamente de almohadas y abrigos, el Beatito, en la actitud de reverencia extrema en la que se acercaba a comulgar, se llegó, vadeando los cuerpos andrajosos, hasta la silueta oscura, morada, que apoyaba la hirsuta cabeza en uno de sus brazos. Las fogatas daban las últimas boqueadas. Los ojos del Consejero se abrieron al verlo venir y el Beatito repetiría siempre a los oyentes de su historia que vio en ellos, al instante, que aquel hombre lo había estado esperando. Sin decir una palabra —no hubiera podido — se abrió la camisa de jerga y le mostró el alambre que le ceñía la cintura.

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