La historial del LSD (10 page)

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Authors: Albert Hofmann

Tags: #Ciencia, Ensayo, Filosofía

Pólipo de la profundidad (0,150 mg de LSD, 15 de abril de 1961, 9’15 horas)

Comienzo del efecto ya después de unos treinta minutos con fuerte excitación, temblor en las manos, escalofríos en la piel, gusto a metal en el paladar.

10’00: «El entorno de la habitación se transforma en ondas fosforescentes, que parten de mis pies y recorren también mi cuerpo. La piel —y sobre todo los dedos de los pies— están como eléctricamente cargados; una excitación aún creciente sin cesar impide todo pensamiento claro…».

10’20:«No hallo palabras para describir mi estado actual. Es como si “otro”, una persona totalmente ajena a mí, se apoderara de mí parte por parte. Tengo enormes dificultades para escribir (¿estoy «reprimido» o «deprimido»? ¡No lo sé!)».

Este proceso inquietante de una creciente autoalienación me causaba un sentimiento de impotencia, de estar desvalido sin remedio. Hacia las 10’30 horas vi con los ojos cerrados innumerables hilos que se entrelazaban sobre un fondo rojo. Un cielo plomizo parecía oprimir todas las cosas; yo mismo sentía mi ego comprimido dentro de sí y me parecía ser un enano apergaminado… Poco antes de las 13 horas huí de la compañía de nuestro atelier, con su atmósfera cada vez más oprimente, en la que no hacíamos más que impedirnos mutuamente el desarrollo pleno de nuestra embriaguez. Me senté en el suelo de un pequeño cuarto vacío, con la espalda apoyada en la pared; a través de la única ventana enfrente de mí veía una porción de cielo nuboso gris-blanco. Esto, como en general todo lo que me rodeaba, en este momento me parecía desconsoladoramente normal. Estaba deprimido y me sentía tan feo y odioso que no habría osado (como efectivamente lo evité por la fuerza varias veces aquel día) mirarme en un espejo u observar el rostro de otra persona. Anhelaba que esta embriaguez finalizara de una buena vez; pero todavía tenía todo mi cuerpo en su poder. Creí sentir muy dentro de mí su pesada carga, y cómo rodeaba mis miembros con cien tentáculos de pólipo… sí, verdaderamente experimentaba este contacto que me electrizaba con un ritmo misterioso como el de un ser real, invisible, pero trágicamente omnipresente, al que le hablaba en alta voz, lo insultaba, le rogaba y lo desafiaba a un combate cuerpo a cuerpo… «No es más que la proyección de lo malo dentro de ti», me aseguraba otra voz, «es el monstruo de tu alma».

Este reconocimiento fue como un destello de espada. Me atravesó con un filo redentor. Los brazos del pólipo me soltaron —como cortados— y simultáneamente el gris del cielo, que hasta ahora había sido tan lúgubre y opaco, refulgía a través de la ventana abierta como agua iluminada por el sol. Cuando lo miré tan fascinado, se convirtió (para mí) en agua verdadera: se me ocurrió que era una fuente subterránea que de pronto había estallado y que ahora rebullía, hacia mí, que quería convertirse en un río, un lago, un mar, con millones y millones de gotas; y en cada una de estas gotas estaba bailoteando la luz… Cuando el cuarto, la ventana y el cielo habían vuelto a mi conciencia (eran las 13’25 horas), la embriaguez todavía no había terminado, pero sus secuelas, que me duraron dos horas, se parecieron mucho al arco iris que sigue a la tormenta.

El sentir que el medio en el que uno se encuentra se vuelve extraño, del mismo modo que el propio cuerpo, así como la sensación de que un ser extraño, un demonio, se apodere de uno, descritos por Gelpke en los dos experimentos anteriores, son ambos característicos de la embriaguez del LSD. Por grandes que sean las diferencias y variantes de la experiencia del LSD, aquéllos se citan en la mayor parte de los protocolos de experimentos. Ya en mi primer autoensayo, como se pudo leer, describí la toma de posesión por parte del demonio del LSD como una experiencia inquietante. En aquel experimento mi miedo y terror fueron especialmente intensos, porque todavía no existía la experiencia de que el demonio luego suelta a sus víctimas.

El baile de las garzas

Erwin Jaeckle publicó un significativo autoensayo con LSD en una edición particular cuidadosamente presentada: «Schicksalsrune in Orakel, Traum und Trance» («Runa del destino en el oráculo, el sueño y el trance»), Arben-Press, Arbon, 1969. Este ensayo se realizó el 2 de diciembre de 1966; fue supervisado por Rudolf Gelpke, quien levantó un protocolo textual. Luego, Jaeckle lo describió y comentó a partir de lo que recordaba.

Como creía vivir dentro del círculo mágico, inicié el experimento con desenfadada naturalidad. No lo temía. Pero desconfiaba de mi propia persona, conocía mis imprevisibles estallidos y catástrofes y temía, por tanto, a ese otro dentro de mí; tenía recelos a encontrarme con él. Por eso le di las llaves de mi coche a mi mentor y estaba dispuesto a echarle el cerrojo a mi colección de espadas japonesas.

Dos horas después del ingreso en el dominio común, una hora después del comienzo del ensayo, se incrementó mi cansancio a medida que iba distendiéndome. Sólo cambiaba la voz. Me parecía ronca, sin resonancia, como las voces en un paisaje nevado. Esto pasó. El pulso estaba ligeramente acelerado. Dos horas después del inicio del experimento se redujo a 64 pulsaciones. Ahora me sentía más liviano, casi sin peso, y podría haber escalado sin problemas la escarpada cuesta del castillo de la ciudad. También entre las paredes se caminaba verdaderamente ingrávido. Las sombras en los rincones y debajo de la lámpara se volvieron de color azul humo. La carne estaba flotando, ingrávida, el cuerpo lleno de poros era ubicuo, ya no era cuerpo, ni aquí ni allí. El salón de fiestas del señor de pendón y caldera
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comienza a respirar aquí y allá. Las cosas respiran. Hacia donde miraba con voluntad, el objeto se tornaba cotidiano y sin participación, pero contra los contornos del campo visual las cosas respiraban cada una como movidas en ondas el aliento
único
que las abrazaba a todas ellas. Los colores florecieron, se volvieron más íntimos, elevados, y el gran cuadro mural del arca adquirió tridimensionalidad. Podría haberme deshecho dentro de él. Pero no tenía necesidades. Acostado boca arriba, no veía ningún motivo para moverme. Se desmintieron todos los temores. Estaba conforme conmigo, quería simplemente estar sin intención alguna. Muy abiertos como estaban mis sentidos, me revelaban que cada cosa contiene una letra de acróstico de la única buena sabiduría universal, y que lo que, por tanto, debía hacerse era encontrarlo y erigirlo en muchas, en todas las cosas de la unidad del poema universal. Esto lo experimenté como un sentimiento de amor unitivo. No era pensado. De esta índole debe de haber sido también el sentido de la divisa que había formulado poco tiempo en latín y en forma de acróstico, relativa a un aforismo alemán de la «Pequeña Escuela del Hablar y el Callar»:
amor maximus amor rei est
. Le llamé la atención al respecto a mi acompañante, se lo hice apuntar, porque quería incluirlo. Así él participaba del acróstico universal. Busqué su letra. Tenía que hacerlo efectivo. Eso excluye el odio. El odio limita. Mi experiencia era ilimitada. En esta etapa del ensayo busqué la palabra correcta; pero la palabra exacta no incluía, excluía, la inexacta se volvía banal. Las vivencias del ensayo sólo podía formularlas en alto alemán. Por eso me movía a todas horas dentro del ámbito de la lengua escrita. Examiné mis hallazgos. Estaba desilusionado cuando las definiciones fracasaban, lo intentaba de nuevo, apasionadamente, recomenzando una y otra vez, saltando con gritos socarrones al rincón, girando, riendo, porque lo sabía pero no hallaba la palabra. La risa testimoniaba el acuerdo con la inteligencia. Este acuerdo era completamente modesto. Sabía que no vale la pena levantar la mano. Al contrario: el ocio estaba más cerca de la sabiduría. Pues la voluntad ensombrece la inteligencia. Se le ilumina a quien no tiene voluntad. Me sorprendí en el hecho de que la pasión por las palabras parecía contradecir lo anterior. Pero la palabra buscada carecía de toda intención. Debía estar ahí, no actuar. No había embriaguez, sino lúcido automatismo de las fuerzas mentales. Las fuerzas mentales estaban en los poros, no en el cerebro. Luego supe que el acróstico universal se constituirá sólo en muchos, en todos los poemas. Prometí realizar también en el futuro la excursión infinita hacia la palabra. Se trata del Eros del egocentrismo. Estaba seguro de mis fuerzas en el futuro, aunque me doliera el plexo solar. Me dolía. No estaba acostado, no sentía el lecho, me aseguraba con las manos del vasto cielorraso, gozaba con su superficie, comprendía la cosa con los dedos, la construía con los sentidos aguzados.

Luego llegaron las garzas al artesonado color oro de miel. Balanceándose como flores. Dos de ellas. Una me miraba, me observaba. La miré detenidamente. Veía la huella de la rama en la madera. Pero la mirada continuó. Las garzas tenían su florida conversación danzante. En silencio. Las comprendía. Todo era comprensión. También ellas participaban del ritmo universal fluyente, estaban comprendidas en él fluctuando a modo de algas. Les sonreí, le confirmé a mi mentor que sabía de su realidad ficticia, pero les guiñaba un ojo. De todos modos. ¿Cuáles son las realidades? Carente de necesidades como estaba, la pregunta quedó sin contestarse. Sólo contaba la armonía. La armonía con las garzas, cuyos picos en alto se tocaban sublimes, y la armonía con la voz tranquila e interesada de mi acompañante, en la que yo también estaba encerrado cuando se me acercaba. Bajo la creciente armonía el color dorado del techo de madera fulguraba íntimo, pero supraterrenal como el sol. Cuando la luz se desplomaba, el cuarto volvía a acercarse, casi hostil, frío, pero yo permanecía dispuesto a volar. Cuando el cielorraso volvía a florecer, yo sabía la palabra que había estado buscando. No la decía, porque la había comido. Estaba en el pulso, en el aliento, en el aliento de las cosas, en la periferia del campo visual, y no era más que un gran ritmo. Lo definí en contradicción con cualquier metro. Una y otra vez salían brillantes los colores del fresco del arca y se difundían en el cuarto, se extinguían, se convertían en cuadro. Corpóreos eran de otra realidad. Los colores tenían dimensiones. Los bordes eran transparentes. El descenso fue infinitamente plano, retenido por breves subidas, descendía cayendo. Ascenso y caída eran luminosamente verdaderos, relumbrantes, se extinguían. El artesonado comenzó a combarse. Los cuadrados estaban ahora limitados por arcos, un maravilloso panal referido uniformemente al centro de una esfera que estaba debajo de mí. Mi peso era igual a la succión de la luz. Por lo tanto, yo era ingrávido.

Si al comienzo del ensayo miraba una hoja blanca, se volvía azul de niebla matinal, luego rojo de alborada. Al final y dominantemente color malva. Pero ahora todo el universo resplandecía íntimamente dorado de miel. Era el cielorraso. Pero el cielorraso no era. Este resplandor era de tipo supraterrenal, pero muy presente. Estaba.

Así llegué sin apearme. Aún durante el desayuno, durante la tarde, cuando viajé en coche a Schaffhausen y regresé a Stein am Rhein no me había apeado. Llegué bien.

Las experiencias del ascenso se repitieron especularmente en el descenso: la liviandad para caminar, la libertad para respirar, la ronquera de la voz. Pero los sentidos estaban depurados. Eso siguió. Sigue. El mundo es ahora distinto. Más colorido en la armonía. Tiene una dimensión más. Su plasticidad es acendrada.

Me puse contento porque no se presentaron las figuras de mis temidas amenazas. Fui un buen camarada para mí. Seguiré siendo un buen camarada para mí. El experimento me brinda una elevada autoafirmación. Me dio confianza, libertad y disposición. Me llevé a mí —a saber, al mejor— en el descenso, me entiendo con él, le sonrío porque hemos estado allí, porque estamos enlazados en el acróstico, lo llevamos con nosotros. No se trataba de perturbaciones de la conciencia, sino de la realización de la conciencia, de la comunidad universal, del aliento único al que pertenecemos. Por eso los ruidos eran exactos, nítidos. En su presencia peculiar anunciaban su testimonio de ubicuidad. Lo mismo hacían los colores. Cuando resplandecían significaban la luz que los llenaba, no el color. También el color. Ambos eran una misma cosa. Un triunfo de la seguridad más presente. Por eso yo conocía el curso exacto del tiempo, que estallaba una y otra vez en —intemporales— infinitudes. El tiempo tenía simultáneamente un paso extensivo y una infinitud intensiva. Por ello también los pensamientos saltaban aquí y allá. Pues allá y aquí estaban en el centro. Esto no puede perderse. Me pareció una circunstancia feliz el hecho de que todo el ensayo se desarrollara en un clima tan alegre. Pocas veces me he reído tanto y tan de corazón. Me reía toda vez que me sentía unido a las cosas, cuando sin palabras me sentía existir. Cada risa sostenía en su armonía toda la sabiduría universal. Rimaba con el acróstico, era
risa celestial
.

El informe del experimento de Erwin Jaeckle se caracteriza porque en su calidad de escritor y poeta logra expresar muchas alternativas de la experiencia del LSD que a la mayoría de los viajeros de LSD les parecen «innenarrables» o «indescriptibles». Su filosofía personal ingresa en sus imágenes de LSD, se hace visible en ellas. Este ensayo muestra también hasta qué punto la personalidad del experimentador coloca su impronta en la embriaguez de LSD.

La experiencia de LSD de un pintor

A un tipo de experiencias de LSD totalmente distintas pertenecen las experiencias que se describen en el siguiente informe perteneciente a un pintor. Vino a verme porque quería saber cómo había que asumir e interpretar lo vivido bajo los efectos del LSD. Temía que la profunda mudanza que se había dado en su vida a consecuencia de un experimento con LSD pudiera basarse en una mera ilusión. Mi explicación de que, en tanto agente bioquímico, el LSD sólo había desencadenado, pero no creado, sus visiones, y que éstas provenían de su fuero interno, le dio confianza en el sentido de su transformación.

…Viajé, pues, con Eva a un solitario valle de montaña. Allí arriba, en la naturaleza, debe de ser hermoso estar con Eva. Ella era joven y atractiva. Veinte años mayor que ella, me encontraba en el medio de mi vida. Pese a experiencias penosas que había hecho hasta ese momento a consecuencia de escapadas eróticas, pese al dolor y las decepciones que había inferido a los que me habían querido y creído en mí, me sentía atraído con una fuerza irresistible a esta aventura, a Eva, a su juventud. Estaba a merced de esta muchacha. Nuestra relación sólo comenzaba, pero sentía esos poderes seductores con más fuerza que en cualquier otra situación anterior. Sabía que no podría resistir mucho tiempo más. Por segunda vez en mi vida estaba dispuesto a abandonar a mi familia, renunciar a mi empleo y quemar todas las naves. Quería entregarme con desenfreno a esta embriaguez voluptuosa con Eva. Ella era la vida, la juventud. Una vez más, me decía una voz interior, una vez más beber la copa del goce y de la vida hasta la última gota, hasta la muerte y la destrucción. Y que después me llevara el diablo. Aunque hacía tiempo que había abolido a Dios y al diablo. Esos eran para mí tan sólo inventos humanos utilizados por una minoría atea y sin escrúpulos para sojuzgar y explotar a una mayoría creyente e ingenua. No quería tener nada que ver con esa moral social mendaz. Quería gozar, gozar sin consideraciones —
et aprés nous le déluge
.
[9]
«Qué me importa mi mujer, qué me importa mi hijo / déjalos mendigar, si tienen hambre» (
N. del. T.:
dos versos de un popular poema de Heinrich Heine). También la institución matrimonial me parecía una mentira social. El matrimonio de mis padres y los de mis conocidos me parecían confirmarlo de sobra. Seguían juntos porque era más cómodo; se habían acostumbrado a la idea, y: «si no fuera por los niños…». Bajo la cobertura de un buen matrimonio la gente se torturaba anímicamente hasta tener exantemas y úlceras, o cada cual seguía su propio camino. La idea de poder amar durante toda una vida a una sola mujer hacía revolverse todo dentro de mí. Me parecía directamente repugnante y antinatural. Ese era mi estado de ánimo aquella tarde funesta de verano a orillas del lago.

A las siete de la tarde ambos tomamos una dosis bastante fuerte de LSD, alrededor de 0,1 miligramos. Luego paseamos por la orilla del lago y nos sentamos a descansar. Tiramos piedras al agua y observamos las ondas que se formaban. Comenzamos a notar una leve intranquilidad. Hacia las ocho fuimos al restaurante y pedimos té y sandwiches. Había allí algunos comensales que se contaban chistes y se reían en alta voz. Nos guiñaban los ojos, que tenían un brillo extraño. Nos sentimos ajenos y lejanos y teníamos la impresión de que se nos notaría algo. Afuera estaba oscureciendo lentamente. Sin muchas ganas decidimos ir a nuestra habitación en el hotel. Una calle no iluminada llevaba a lo largo del negro lago hasta la alejada hospedería. Cuando abrí la luz, la escalera de granito por la que se iba de la calle hasta la casa parecía lanzar un destello con cada paso que dábamos. Eva se estremeció asustada. «Diabólico», se me cruzó por la cabeza, y de pronto el susto se apoderó de mí, y yo sabía: la cosa acaba mal. A lo lejos, en el pueblo, un reloj daba las nueve.

Apenas llegados a nuestro cuarto, Eva se tiró en la cama y me miró con los ojos desorbitados. Hacer el amor, ni pensarlo. Me senté en el borde de la cama y sostuve con mis manos las de Eva.

Luego llegó el espanto: nos abismamos en un horror indescriptible que no entendíamos ninguno de los dos.

Mírame a los ojos, mírame, la conjuraba a Eva, pero una y otra vez su mirada me era arrebatada; luego ella gritó aterrorizada y tembló con todo su cuerpo. No había salida. Afuera había ahora noche cerrada y el lago profundo, negro. En la hospedería se habían apagado todas las luces: la gente debía de haberse ido a dormir. Qué nos habrían dicho. Tal vez habrían avisado a la policía, y entonces todo iba a ser peor. Un escándalo por drogas… pensamientos insoportablemente atormentadores.

Ya no podíamos movernos del lugar. Allí estábamos encerrados por cuatro paredes de madera, cuyas ensambladuras despedían un resplandor infernal. La situación era cada vez más insufrible. De pronto se abrió la puerta y entró «algo terrible». Eva gritó a voz en cuello y se ocultó debajo de la manta. Otro grito. El horror era aun mucho peor debajo de la manta. ¡Mírame a los ojos! —le grité, pero ella agitaba sus ojos de un lado al otro, como enloquecida. Está enloqueciendo, pensé aterrorizado. En mi desesperación le así de los pelos, de modo que no pudiera apartar su cara de mí. En sus ojos vi una angustia terrible. Todo nuestro entorno era hostil y amenazador, como si nos quisiera asaltar en el instante siguiente. Tienes que proteger a Eva, tienes que hacerla llegar hasta la mañana, entonces el efecto cejará —me decía. Pero luego volvía a hundirme en un espanto sin límites. No había ya ni razón ni tiempo; parecía que este estado no acabaría jamás.

Los objetos del cuarto se habían convertido en muecas vivientes; todo sonreía burlonamente.

Los zapatos de Eva, a rayas amarillas y negras, que me habían parecido tan excitantes, los vi arrastrarse por el piso como dos avispas grandes y malignas. El grifo del agua sobre la pila se convirtió en una cabeza de dragón, cuyos ojos me observaban malvados. Recordé mi nombre, Jorge, y de pronto me sentí el caballero Jorge que debía combatir por Eva.

Los gritos de Eva me apartaron de estos pensamientos. Se agarró de mí bañada en sudor y temblando. Tengo sed, suspiró. Con un gran esfuerzo, sin soltarle la mano, logré alcanzarle un vaso de agua. Pero el agua parecía viscosa y formaba hilos, era venenosa, y no pudimos calmar nuestra sed. Los dos veladores brillaban con un resplandor extraño, con una luz infernal. El reloj dio las doce.

Esto es el infierno, pensé. No deben de existir ni el diablo ni los demonios pequeños…, pero los sentíamos dentro de nosotros, llenaban el espacio y nos martirizaban con un espanto inimaginable. ¿Ilusión, o no? ¿Alucinaciones, proyecciones? Preguntas sin importancia frente a la realidad, la angustia dentro de nuestro cuerpo y que nos agitaba: la angustia, ella era lo único que había. Recordé algunos pasajes del libro «Las Puertas de la Percepción», y me calmaron durante un instante. Miré a Eva, a ese ser lloriqueante, espantado, en su tormento, y sentí un hondo arrepentimiento y compasión. Se me había vuelto extraña; apenas la reconocía. Alrededor del cuello llevaba una fina cadena dorada con el medallón de María, madre de Dios. Era un regalo de su hermano menor. Sentí que de ese collar partía una radiación bondadosa y tranquilizadora, relacionada con el amor puro. Pero luego volvió a estallar el horror, como para nuestro aniquilamiento definitivo. Necesité toda mi fuerza para sostener a Eva. Delante de la puerta oía el fuerte y siniestro tic-tac del contador eléctrico, como si quisiera darme en el instante siguiente una noticia muy importante, mala, destructiva. De todos los rincones e intersticios volvió a salir burla, escarnio y maldad. De pronto, en medio de este suplicio, percibí a lo lejos el sonar de cencerros como una música maravillosa, alentadora. Pero pronto se hundieron en el silencio y volvieron a estallar la angustia y el terror. Del mismo modo que un náufrago espera el madero salvador deseé que las vacas se acercaran de nuevo a la casa. Pero todo siguió en silencio, y el tic-tac y zumbido amenazador del contador revoloteaba alrededor de nosotros como un insecto invisible y maléfico.

Por fin amaneció. Con gran alivio comprobé que penetraba la luz a través de las persianas. Ahora podía dejar a Eva librada a sí misma; se había tranquilizado. Agotada cerró los ojos y se durmió. Conmocionado y con una profunda tristeza, yo seguía sentado en el borde de la cama. Había perdido mi orgullo y mi altivez; de mí quedaba un puñado de miseria. Me miré en el espejo y me asusté: había envejecido diez años esa noche. Deprimido fijé mi vista en la luz del velador con su fea pantalla de hilos de plástico. De pronto la luz pareció adquirir mayor intensidad, y en los hilos de plástico todo comenzó a brillar y centellear; relumbraba como diamantes y piedras preciosas en todos los colores, y dentro de mí surgió un sentimiento avasallador de felicidad. Súbitamente desaparecieron la lámpara, la habitación y Eva, y me encontraba en un paisaje maravilloso, fantástico. Se lo podía comparar con el interior de una gigantesca nave de iglesia gótica, con infinitas columnas y arcos ojivales. Pero éstos no eran de piedra, sino de cristal. Columnas de cristal azuladas, amarillentas, lechosas y transparentes me rodeaban como árboles en un bosque ralo. Sus puntas y arcos se perdían en las alturas. Una luz clara apareció delante de mi ojo interno y desde la luz me habló una voz maravillosa y suave. No la oía con mi oído externo, sino que la percibía como pensamientos claros que surgen dentro de uno mismo.

Reconocí que en los horrores de la noche pasada había vivido mi propio estado: la egolatría. Mi egoísmo me había separado de los hombres y llevado a la soledad interior. Me había amado sólo a mí mismo, no al prójimo, sino al goce que podía proporcionarme. El mundo había existido únicamente para satisfacer mis ambiciones. Me había vuelto duro, frío y cínico. Eso, pues, había significado el infierno: egolatría y falta de amor. Por eso todo me había parecido extraño y ajeno, tan burlón y amenazador. Deshaciéndome en lágrimas me enseñaron que el verdadero amor significa la renuncia al egocentrismo, y que no es el deseo, sino el amor desinteresado el que construye el puente al corazón del prójimo. Ondas de un indecible sentimiento de felicidad inundaron mi cuerpo. Había experimentado la gracia de Dios. Pero ¿cómo era posible que resplandecía sobre mí justamente desde esta pantalla barata? —La voz interior contestó: Dios está en todo.

La experiencia a orillas del lago me ha dado la certeza de que fuera del perecedero mundo material existe una realidad espiritual eterna, que es nuestra verdadera patria. Ahora estoy en el camino del retorno.

Para Eva todo había sido una pesadilla. Nos separamos poco tiempo después.

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