La historial del LSD (18 page)

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Authors: Albert Hofmann

Tags: #Ciencia, Ensayo, Filosofía

Jünger me contestó el 27 de diciembre de 1961:

…le agradezco su extensa carta del 16 de diciembre. He meditado sobre la cuestión central y seguramente me ocuparé en ella con motivo de la revisión de
An der Zeitmauer
.
[18]
Allí insinué que tanto en el terreno de la física cuanto en el de la biología estamos comenzando a desarrollar procedimientos que ya no pueden tomarse como progresos en el sentido tradicional, pues intervienen en la evolución y van más allá del desarrollo de la especie. Sin embargo, vuelvo el guante al suponer que es una nueva era de la Tierra la que comienza a actuar sobre la evolución de los tipos. Nuestra ciencia, con sus teorías e inventos, no es, por tanto, la causa, sino una de las consecuencias de la evolución. Han sido tocados simultáneamente los animales, las plantas, la atmósfera y la superficie del planeta. No recorremos puntos de un segmento, sino una línea… De todos modos, el riesgo que usted señala es digno de considerarse. Pero existe en toda la línea de nuestra existencia. El denominador común aparece a veces aquí, otras allí.

Al mencionar la radiactividad usted emplea la expresión «punto de fractura». Los puntos de fractura no son sólo yacimientos, sino también discontinuidades. Comparada con el efecto de las radiaciones, la acción de las drogas mágicas es más genuina y mucho menos grave. Trasciende lo humano, pero de manera clásica. Gurdjeff ha visto algunas cuestiones al respecto. El vino ya ha modificado numerosas cosas, ha conducido a nuevos dioses y a una nueva humanidad. Pero el vino guarda con estas drogas la misma relación que la física clásica con la moderna. Estas cosas sólo deberían probarse en círculos restringidos. No puedo adherirme al pensamiento de Huxley de que aquí se podría dar a las masas posibilidades de trascendencia. Pues no se trata de ficciones consoladoras, sino de realidades, si tomamos la cuestión en serio. Y para ello bastan pocos contactos para colocar vías y cables. Esto trasciende incluso la teología y pertenece al capítulo de la teogonía, en cuanto pertenece necesariamente al ingreso en una nueva casa en sentido astrológico. Por ahora nos podemos contentar con esta conclusión, y sobre todo deberíamos ser cuidadosos con las denominaciones.

También le agradezco mucho la bonita fotografía de la enredadera azul. Parece ser la misma que cultivo año tras año en mi jardín. No sabía que posee poderes específicos; pero eso seguramente ocurre con todas las plantas. En la mayoría de ellas no conocemos la clave. Además, debe de haber un punto central, a partir del cual se vuelvan significativas no sólo el quimismo, la estructura, el color, sino todas las propiedades…

Experimentos con psilocybina

Estas discusiones teóricas sobre las drogas mágicas se completaron con experiencias prácticas. Una de ellas, que sirvió para comparar el LSD con la psilocybina, tuvo lugar en la primavera de 1962. La ocasión propicia se presentó en la casa de los Jünger, en la antigua superintendencia de montes y plantíos del castillo de Stauffenberg en Wilflingen. En este simposio de setas participaron también mis ya mencionados amigos Konzett y Gelpke.

En las antiguas crónicas se describe que los aztecas bebían
chocolatl
antes de comer el
teonanacatl
. Del mismo modo y para animarnos, la señora Liselotte Jünger nos sirvió chocolate caliente. Luego abandonó a los cuatro hombres a su suerte.

Nos hallábamos en un cuarto aristocrático con un techo de madera oscura, una estufa de cerámica blanca y muebles de estilo. En las paredes había viejos grabados franceses, y un hermoso ramo de tulipanes engalanaba la mesa. Jünger vestía un traje largo, amplio, a rayas azules y semejante a un caftán, que había traído de Egipto; Konzett ostentaba un vestido mandarín con bordaduras de colores; Gelpke y yo nos habíamos puesto batas de casa. Lo cotidiano debía quedar de lado también en las exterioridades.

Tomamos la droga poco antes de la puesta de sol, no las setas, sino su principio activo, veinte miligramos de psilocybina por persona. Ello equivalía a unas dos terceras partes de la dosis muy fuerte que solía ingerir la curandera María Sabina en forma de setas.

Una hora después yo todavía no sentía ningún efecto, mientras que mis colegas ya habían iniciado un vigoroso viaje a la profundidad. Tenía la esperanza de que pudiera revivir en la embriaguez de las setas ciertas imágenes de mi niñez que me han quedado en la memoria como experiencias dichosas: el prado con margaritas, levemente onduladas por el viento de comienzos del verano, el rosal en la hora del crepúsculo después de la tormenta, los gladiolos azules sobre el muro de la viña. En vez de estas imágenes hermosas de los paisajes terruñeros aparecieron unas escenas muy extrañas cuando las setas finalmente comenzaron a actuar. Semiadormecido me hundí más y atravesé ciudades abandonadas con carácter mejicano y una belleza exótica pero muerta. Asustado intenté aferrarme a la superficie y concentrarme despierto en el mundo exterior, en el entorno. Lo lograba de a ratos. Luego vi a Jünger paseando por el cuarto; era un gigante, un mago poderoso y enorme. Konzelt en su bata de seda brillante me parecía un peligroso payaso chino. También Gelpke me resultaba siniestro, alto, delgado, enigmático.

Más me hundía en la embriaguez, más extraño se volvía todo. Yo mismo me resultaba extraño. Inquietante, frío, sin sentido, yermo: así era cada sitio que atravesaba, sumergido en una luz muerta cuando cerraba los ojos. Vaciado de sentido, fantasmagórico, me parecía el entorno cuando los abría e intentaba aferrarme al mundo exterior. El vacío total amenazaba arrastrarme a la nada absoluta. Recuerdo que cuando Gelpke pasó al lado de mi sillón, me así de su brazo para no hundirme en la oscura nada. Tuve un miedo mortal y una añoranza infinita de regresar a la realidad del mundo de los hombres. Por fin fui retornando lentamente al cuarto. Vi y oí disertar ininterrumpidamente al gran mago con una voz clara y potente, sobre Schopenhauer, Kant, Hegel y la vieja Gea, la madrecita. También Konzett y Gelpke habían vuelto hacía tiempo totalmente a la tierra, en la que ahora lograba reasentarme a duras penas.

Para mí este ingreso en el mundo de las setas había sido una prueba, una confrontación con un mundo muerto y con el vacío. El ensayo no había seguido el curso esperado. Pero también el encuentro con la nada es beneficioso. Luego resulta tanto más maravilloso el hecho de que exista la creación.

Ya era después de medianoche cuando nos sentamos a la mesa que había puesto la señora de Jünger en el piso de arriba. Celebramos el regreso con una excelente cena y música de Mozart. La charla sobre nuestras experiencias duró hasta la madrugada.

En 1970 se publicó el libro
Annäherungen, Drogen und Rausch
(«Acercamientos, drogas y embriaguez») de Ernst Jünger en la Editorial Ernst Klett de Stuttgart. En su capítulo «Un simposio con setas», Jünger describió sus experiencias de aquella noche. He aquí un extracto:

Como de costumbre, transcurrió media hora o un poco más en silencio. Luego se presentaron los primeros síntomas: las flores en la mesa comenzaron a relumbrar y a desprender relámpagos. Había terminado la jornada; afuera se estaba barriendo la calle, como todos los fines de semana. El barrido penetraba lacerante en el silencio. Este rascar y barrer, a veces también un arañar, alborotar y martillar, tiene motivos casuales y es a la vez sintomático como uno de los signos que anuncian una enfermedad. También tiene siempre un papel en la historia de los exorcismos…

Ahora comenzó a actuar la seta; el ramo primaveral brillaba más intensamente, esa no era una luz natural. En los rincones se movían sombras, como si buscaran una forma. Me sentí oprimido y tuve frío, pese al calor que irradiaban los azulejos. Me acosté en el sofá y me eché la manta sobre la cara. Todo era piel y era tocado, también la retina: allí el contacto se convertía en luz. Esta luz era polícroma; se ordenaba en cordeles que se balanceaban suavemente, y en hilos de abalorios de entradas orientales. Forman puertas, como las que se atraviesan en los sueños, cortinas de la lujuria y el peligro. El viento las mueve como un vestido. También se caen de los cintos de las bailarinas, se abren y se cierran al compás de sus caderas, y de las perlas manan tonos sutilísimos hacia los sentidos aguzados. El tintineo de los aros de plata en los grillos y muñecas es ya demasiado fuerte. Hay olor a transpiración, a sangre, a tabaco, a orines cortadas, a aceite de rosas barato. Quién sabe qué estarán haciendo en los corrales.

Debió de haber sido un enorme palacio mauritano, un lugar malo. Con este salón de baile se conectaban cuartos laterales, series de habitaciones que llegan hasta el subsuelo. Y por todas partes las cortinas con su centelleo, su relumbrar… brillo radiactivo. El goteo de instrumentos de vidrio con su seducción, su requiebro sensual: «¿Quieres, niño majo, venir conmigo?». Ya terminaba, ya recomenzaba, más confianzudo, insistente, casi seguro de la aprobación.

Ahora venían cosas modeladas: collages históricos, la voz humana, el cantar del cucú. ¿Era la puta de Santa Lucía, la que colgaba sus pechos por la ventana? Luego la paga había desaparecido como por arte de birlibirloque. Salomé danzaba; el collar de ámbar chisporroteaba y al balancearse erigía los pezones. ¿Hay algo que no se haga por su Juan? Maldito sea, eso era una obscenidad que no provenía de mí; había atravesado la cortina.

Las serpientes estaban llenas de heces, apenas vivas reptaban perezosas por los felpudos. Estaban tachonadas de añicos de brillante. Otras asomaban del cielorraso con ojos rojos y verdes. Todo rielaba y chispeaba como minúsculas hoces filosas. Luego el silencio, y una nueva oferta, más impertinente. Me tenían en sus manos. «Entonces nos comprendíamos de inmediato.»

Madame atravesó la cortina; estaba ocupada; pasó a mi lado sin mirarme. Vi las botas con los tacones rojos. Unas ligas ataban los gordos muslos en la mitad; la carne colgaba por encima. Los pechos inmensos, el delta oscuro del Amazonas, papagayos, pirañas, piedras semipreciosas por doquier.

Ahora ella entraba a la cocina, ¿o había más sótanos aquí? Ya no podía distinguirse el brillar y el murmurar, el susurrar y el rielar; era como si se concentrara, con gran júbilo, expectante.

Hacía un calor insufrible; quité la manta. La habitación estaba apenas iluminada; el farmacólogo estaba de pie junto a la ventana, con una bata blanca de mandarín, que hace poco me había servido en Rottweil en el baile de carnaval. El orientalista estaba sentado al lado de la estufa de cerámica; suspiraba como si tuviera pesadillas. Me daba cuenta: había sido una hornada, y pronto volvería a comenzar. El tiempo todavía no estaba cumplido. A la madrecita la había visto anteriormente. Pero también los excrementos son tierra y, como el oro, se cuenta entre las metamorfosis. Con eso hay que contentarse, mientras no se salga del acercamiento.

Esas fueron las setas. El grano oscuro que brota de la era encierra más luz, y más aún el verde zumo de los suculentos en las ardientes pendientes de Méjico…

El viaje había salido mal… quizá debía probar más setas. Pero ya volvía el murmurar y cuchichear, los relámpagos y destellos. El hombre arrastraba el pescado detrás de sí. Una vez dado el motivo, se registra como en el cilindro: la nueva hornada, el nuevo giro repite la melodía. El juego no abandona la mala racha.

No sé cuántas veces se repitió, ni quiero desarrollarlo. Hay cosas que uno prefiere guardarse para sí. De todos modos había pasado la medianoche…

Subimos; estaba puesta la mesa. Los sentidos todavía estaban aguzados y abiertos: «Las puertas de la percepción». El vino rojo de la jarra derramaba luz, y un anillo de espuma se rompía contra el borde. Escuchamos un concierto para flauta. Los demás no habían tenido más suerte. «Qué agradable, volver a estar entre los hombres.» Así se expresó Albert Hoffmann…

El orientalista, en cambio, había estado en Samarcanda, donde Timur descansa en el ataúd de nefrita. Había seguido al cortejo triunfal a través de ciudades cuyo regalo de bodas a la entrada era una caldera llena de ojos. Allí había estado parado largo tiempo ante una de las pirámides de calaveras erigidas para atemorizar al pueblo, y en la masa de cabezas cortadas había reconocido también la suya, que tenía incrustaciones de piedras.

El farmacólogo señaló: «Ahora comprendo por qué estaba usted sentado en el sillón sin su cabeza; ya me sorprendía; no puedo haberme equivocado». Me pregunto si no debiera tachar este detalle, porque cumple con los requisitos de los cuentos de aparecidos.

A los cuatro, la sustancia de las setas no nos había llevado a alturas luminosas, sino a regiones subterráneas. Parece que en la mayoría de los casos la embriaguez de psilocybina tiene un carácter más tétrico que la de LSD. La influencia que ejercen estas sustancias activas sin duda varían de persona en persona. En mi caso hubo más luz en los experimentos con LSD que en los ensayos con la seta, como lo apunta también Ernst Jünger para su caso en el informe citado.

Otra experiencia con LSD

La siguiente y última irrupción en el cosmos interior en compañía de Ernst Jünger, esta vez de nuevo con LSD, nos alejó mucho de la conciencia cotidiana. Se convirtió en una «aproximación» significativa a la última puerta. Según Ernst Jünger, ésta sólo se nos abrirá en el Gran Tránsito de la vida a las regiones del más allá.

Este último ensayo común tuvo nuevamente por escenario la superintendencia de bosques de Wilflingen en febrero de 1970. Esta vez sólo estábamos él y yo. Jünger tomó 0,5, y yo 0,10 miligramos de LSD. Luego publicó en el «diario de navegación», las notas que tomó durante el experimento, sin comentario en
Annäherungen
. Son escasas y al igual que las mías, le dicen muy poco al lector.

El ensayo duró desde la mañana, después del desayuno, hasta el anochecer. El concierto para flauta y arpa de Mozart, que siempre me hace muy feliz y que resonó al comienzo del ensayo, esta vez lo viví extrañamente como «el mero girar de figuras de porcelana». Luego la embriaguez condujo rápidamente a simas silenciosas. Cuando quise describirle a Jünger las desconcertantes modificaciones que había experimentado mi conciencia, no logré avanzar más de dos o tres palabras, por lo falsas e inadecuadas a la vivencia que me parecían. Sentí que provenían de un mundo infinitamente lejano que se había vuelto extraño, por lo cual renuncié a mi propósito sonriendo sin esperanzas. Evidentemente, a Jünger le sucedía lo mismo; pero no necesitábamos del lenguaje; bastaba una mirada para obtener un entendimiento sin palabras. Sin embargo, pude vertir en el papel algunos fragmentos de oraciones. Muy al comienzo: «nuestra barca se mueve mucho». Luego, al contemplar los libros de lujosa encuadernación en la biblioteca: «como el oro rojo empuja de dentro hacia fuera, transpirando áureo resplandor». Afuera comenzaba a nevar. En la calle pasaban niños con máscaras y carros de carnaval tirados por tractores. Al mirar a través de la ventana al jardín, en el que había copos de nieve, sobre el alto muro de circunvalación aparecieron máscaras de colores embutidas en un tono azul que daba una dicha infinita: «un jardín de Breughel, vivo
con
y
en
las cosas». Más tarde: «Este tiempo, no hay conexión con el mundo vivido». Hacia el final, el reconocimiento consolador: «Hasta ahora, confirmado en mi camino». Esta vez, el LSD había llevado a una aproximación feliz.

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