La hora del ángel (23 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Terror

»Siguió con sus burlas despiadadas al Todopoderoso. “¿Por qué he de llevar los hábitos de tu Iglesia si sólo siento desprecio por lo que veo, y no deseo servirte? ¿Por qué me has negado el amor de Fluria, el impulso más puro y desinteresado de mi corazón sediento?”

»Podéis imaginar cómo me estremecí al leer esta blasfemia, que él dejó escrita, con todas las letras, antes de describir lo que ocurrió después.

»Cierta noche en que repetía los mismos reproches al Creador, lleno de odio y de rabia, meditando y hablando para sí mismo, e incluso recriminaba al Señor que le hubiera arrebatado no sólo mi amor sino el amor de su padre, apareció delante de él un joven, y sin más preámbulo empezó a hablarle.

»Al principio Godwin creyó que aquel joven estaba loco o era una especie de niño grande, porque era muy bello, bello como los ángeles pintados en los murales, y también porque hablaba de una forma tan directa que impresionaba.

»De hecho, por un momento Godwin llegó a sospechar que podía ser una mujer disfrazada de hombre, cosa no tan extraña como yo podría pensar, dijo Godwin, pero pronto se dio cuenta de que no se trataba en absoluto de una mujer, sino de un ser angélico que se le había aparecido.

»¿Y cómo lo supo Godwin? Lo supo por el hecho de que aquella criatura conocía los rezos de Godwin y le habló directamente de su dolor profundo y de sus ocultos propósitos destructivos.

»“A tu alrededor —dijo el ángel o la criatura o lo que quiera que fuese—, sólo ves corrupción. Ves lo fácil que es destacar en la Iglesia, lo sencillo que resulta estudiar palabras sólo por las palabras y codiciar sólo por codicia. Tienes ya una querida, y estás pensando en buscarte otra. Escribes cartas a la amante a la que renunciaste sin miramientos por cómo pueden afectarla a ella y a su padre, que la ama. Maldices tu destino a cuenta de tu amor por Fluria y de tu decepción, y buscas mantenerla todavía ligada a ti, sea ello bueno o malo para ella. ¿Vivirás una vida vacía y colmada de amargura, una vida egoísta y profana, porque te ha sido negado algo precioso? ¿Desperdiciarás todas las oportunidades de adquirir honores y de ser feliz en este mundo, sólo porque han frustrado tus esperanzas?”

»En ese momento, Godwin se dio cuenta de su locura. Estaba edificando su vida sobre la rabia y el odio. Y asombrado de que aquel ser le hablara de esa manera, le preguntó: “¿Qué puedo hacer?”

»“Entrégate a Dios —dijo el extraño—. Entrégale todo tu corazón, toda tu alma, toda tu vida. Colócate por encima de todos los demás, de tus compañeros egoístas que aman tu oro tanto por lo menos como a ti, y del padre furibundo que te ha enviado aquí para que seas un hombre corrompido e infeliz. Colócate por encima del mundo que quiere hacer de ti una persona corriente, cuando tú puedes ser excepcional. Sé un buensacerdote, sé un buenobispo, y antes de llegar a serlo, despréndete de todo lo que posees, hasta el último de tus muchos anillos de oro, y conviértete en un humilde fraile.”

»Godwin se sintió todavía más asombrado.

»“Conviértete en un fraile, y te resultará mucho más fácil ser bueno —dijo el extraño—. Esfuérzate en ser santo. ¿Qué mayor cosa puedes conseguir? Y la decisión te pertenece a ti. Nadie puede arrebatártela. Como sólo en tu mano está también el renunciar a ese camino y seguir para siempre en tu libertinaje y tu miseria, saliendo del lecho de tus amantes para escribir a la pura y santa Fluria, de modo que esas cartas sean lo único bueno de tu vida.”

»Y entonces, tan silenciosamente como había venido, el extraño desapareció en la semioscuridad de la pequeña iglesia.

»Estaba allí, y en el instante siguiente ya no estaba.

»Godwin se quedó solo en el frío rincón de piedra de la iglesia, mirando las lejanas velas del altar.

»Me escribió que en ese momento la luz de las velas le pareció la luz del sol poniente o del sol naciente, algo precioso y eterno y un milagro de Dios, realizado en ese momento y sólo para sus ojos, para que comprendiese la magnitud de todo lo que Dios había hecho al crearle a él y crear todo el mundo que le rodeaba.

»“Procuraré ser santo —se juró allí y entonces—. Buen Dios, te entrego mi vida. Te entrego todo lo que soy y lo que puedo llegar a ser, y todo lo que puedo hacer. Renuncio a todo instrumento del mal.”

»Eso es lo que escribió. Y ya veis que he leído la carta tantas veces que me la sé de memoria.

»La carta seguía diciendo que el mismo día se había dirigido a la orden de los dominicos y había pedido que lo admitieran entre ellos.

»Lo recibieron con los brazos abiertos.

»Les complació que fuera un hombre instruido, que conociera la lengua hebrea antigua, y todavía les gustó más que les entregara una fortuna en joyas y telas preciosas para que las vendieran y repartieran el producto entre los pobres.

»A imitación de Francisco, se despojó de las ropas lujosas que vestía, y les entregó también su bastón de oro y sus botas con incrustaciones de oro fino. Y recibió de ellos un hábito negro gastado y remendado.

»Llegó a decir que olvidaría su educación y rezaría de rodillas el resto de su vida, si era eso lo que querían de él. Bañaría leprosos. Atendería a los agonizantes. Haría todo lo que el prior le ordenara hacer.

»El prior se echó a reír. “Tu educación es un tesoro para nosotros. Son demasiados los que quieren estudiar teología sin tener ningún conocimiento de las artes y las ciencias, pero tú lo posees todo, y podemos enviarte ya a la Universidad de París, a estudiar con nuestro gran maestro Alberto, que enseña allí. Nada nos hará más felices que tenerte en nuestra comunidad de París y enfrascado en las obras de Aristóteles y en las de tus colegas de estudios, para aguzar tu elocuencia a la luz de los espíritus más refinados.”

»No fue eso todo lo que me contó Godwin.

»Se adentró en un autoexamen despiadado como nunca había leído antes en sus cartas.

»“Sabes perfectamente bien, mi amada Fluria —escribió—, que ésta ha sido la venganza más cruel contra mi padre que nunca habría podido imaginar: convertirme en fraile mendicante. De hecho, mi padre escribió inmediatamente a mis conocidos de aquí para que me secuestraran y me enviaran mujeres hasta que recuperase mi buen sentido y renunciara al capricho de convertirme en un mendigo y un predicador de pueblo, vestido de harapos. Puedes estar segura, bendita mía, de que no ha ocurrido nada así de sencillo. Voy camino de París. Mi padre me ha desheredado. Mi bolsa está tan vacía como lo estaría de habernos casado tú y yo. Pero he asumido mi Santa Pobreza, para decirlo con las palabras de Francisco, que es tan estimado entre nosotros como nuestro fundador Domingo, y únicamente serviré al rey mi señor en la medida en que el prior me ordene hacerlo.”

»Y la carta seguía así: “He pedido a mis superiores tan sólo dos cosas: una, que me permitan conservar el nombre de Godwin, o mejor dicho, recibirlo como mi nuevo nombre porque el Señor nos impone un nombre nuevo cuando ingresamos en esta vida; y la otra, que me permitan escribirte. He de confesar que, para obtener esta última indulgencia, he mostrado algunas cartas tuyas a mis superiores y han quedado tan maravillados como yo mismo de la elevación y hermosura de tus sentimientos. Me han concedido los dos permisos, pero en adelante seré para ti el hermano Godwin, mi bendita hermana, y te amo como a una de las criaturas de Dios más tiernas y queridas, y sólo con los pensamientos más puros.”

»Pues bien, la carta me dejó atónita. Y pronto me enteré de que Godwin había dejado igual de asombradas a otras personas. Por suerte, me escribió, sus primos lo habían dejado por imposible; lo veían como a un santo o un imbécil, y como ninguna de las dos condiciones les parecía de la menor utilidad, informaron a su padre de que ningún razonamiento conseguiría que Godwin abandonara la vida de fraile menor que él mismo había escogido.

»Recibí un flujo continuo de cartas de Godwin, como antes. Las de ahora se convirtieron en la crónica de su vida espiritual. Y en su fe renovada, tenía más en común con mi pueblo que en ningún momento anterior. El joven amante de los goces de la vida que me había seducido era ahora un grave estudioso parecido a mi propio padre, y ambos tenían en común algo inmenso y enteramente indescriptible que los aproximaba mucho en mi modo de pensar.

»Godwin me escribió sobre las muchas lecturas a las que se abocaba, pero también a menudo sobre su vida de oración: cómo había llegado a imitar los comportamientos de santo Domingo, el fundador de los monjes negros, y cómo había experimentado el sentimiento del amor a Dios de una forma plena y maravillosa. Todo juicio negativo había desaparecido de las cartas de Godwin. El joven que había ido a Roma tiempo atrás sólo tenía palabras duras para sí mismo y para todos los que lo rodeaban. Ahora el nuevo Godwin, que seguía siendo mi Godwin, me contaba las maravillas que descubría en cualquier lugar en el que se posaba su mirada.

»Pero os lo pregunto: ¿cómo podía yo contar a este Godwin, esta persona maravillosa y santa que había florecido a partir del joven vástago que yo amé antes, que tenía dos hijas que vivían en Inglaterra, educadas ambas para ser ejemplares muchachas judías?

»¿Qué bien podía hacerle esa confesión? ¿Y cómo podía reaccionar en su reciente celo religioso si, a pesar del cariño que me mostraba, llegaba a enterarse de que tenía hijas que vivían en la judería de Oxford, apartadas de toda posible exposición a la fe cristiana?

»Os he dicho que mi padre no me prohibió esas cartas. Al principio pensó que no durarían. Pero como siguieron llegando, yo se las di a conocer por más de una razón.

»Mi padre es un estudioso, como os he dicho, y no sólo de los comentarios del Talmud por el gran Rashi, que llegó incluso a traducir al francés para ayudar a los estudiantes que querían conocerlo pero no conocían la lengua hebrea en la que estaban escritos. Cuando perdió la vista, me dictaba a mí la mayor parte de su trabajo, y tenía la ambición de traducir la mayor parte de la obra del gran filósofo judío Maimónides al latín, si no al francés.

»No me sorprendió que Godwin empezara a escribirme sobre esos mismos temas, sobre cómo el gran maestro Tomás de su orden había leído algo de Maimónides en latín, y que él, Godwin, deseaba estudiar su obra. Godwin conocía el hebreo. Había sido el mejor discípulo de mi padre.

»Así pues, con el paso de los años leí a mi padre cartas de Godwin, e incluí con cierta frecuencia comentarios de mi padre sobre Maimónides, e incluso sobre la teología cristiana, en las cartas que escribí a Godwin.

»Mi padre nunca llegó a dictarme una carta a Godwin, pero creo que se dio cuenta de lo que yo hacía y que sintió mayor aprecio por el hombre del que creía que le había traicionado a él y a su hospitalidad, y que de alguna manera llegó a perdonarlo. Por lo menos, así era en lo que se refería a mí. Y cada día, después de acabar de escuchar las lecciones de mi padre a sus estudiantes, o de copiar sus meditaciones, o de ayudar a sus estudiantes a hacerlo, yo me retiraba a mi habitación y escribía a Godwin, para contarle lo que ocurría en Oxford y discutir con él todas esas cuestiones.

»Era natural que, pasado un tiempo, Godwin me hiciera la siguiente pregunta: ¿por qué no me había casado? Le di respuestas vagas, que el cuidado de mi padre consumía todo mi tiempo, y otras veces le dije sencillamente que no había encontrado al hombre indicado para ser mi marido.

»Mientras tanto, Lea y Rosa crecían y se habían convertido en dos niñas preciosas. Pero habréis de permitirme que me detenga en este punto, porque si no lloro por mis hijas no podré seguir hablando.

Llegados a este punto, ella rompió a llorar y supe que nada que yo pudiera hacer la consolaría. Era una mujer casada, y una judía piadosa, y yo no podía atreverme a rodearla con mis brazos. No sería apropiado. De hecho, me estaba explícitamente prohibido tomarme esa libertad.

Pero cuando alzó la mirada y vio que en mis ojos también había lágrimas, que no podía explicar muy bien si tenían que ver con lo que me había contado de Godwin o de ella misma, se sintió consolada de alguna manera, y también mi silencio la confortó, y así continuó su historia.

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Fluria continúa con su historia

—Hermano Tobías, si alguna vez conocéis a mi Godwin, él os querrá. Si Godwin no es un santo, seguramente es que los santos no existen. Y bendito sea el Todopoderoso, que me ha enviado precisamente ahora un hombre tan parecido a Godwin, y tan parecido también a Meir, porque a los dos me recordáis.

»Os decía que las niñas crecían y de año en año estaban más bonitas, y más cariñosas con su abuelo, y representaban en su ceguera una alegría mayor de la que posiblemente pueden proporcionar los niños a un hombre capaz de ver.

»Pero dejad que mencione aquí de nuevo al padre de Godwin, sólo para decir que el hombre murió despreciando a Godwin por su decisión de convertirse en fraile dominico, y que por supuesto dejó toda su fortuna a su hijo mayor, Nigel. En su lecho de muerte, obligó a Nigel a prometer que nunca volvería a poner los ojos en su hermano Godwin, y Nigel, que era un hombre diplomático e inteligente, lo prometió con un encogimiento de hombros.

»Eso es lo que me contó Godwin en sus cartas, y que Nigel, en cuanto hubo depositado a su padre en su tumba en la iglesia, viajó a Francia para ver al hermano al que añoraba y amaba. Ah, cuando pienso en esas cartas, fueron para mí como el agua fresca para el sediento, durante tantos años, aunque no me fuera posible compartir con él las alegrías que me daban Lea y Rosa. Incluso entonces mantuve ese secreto encerrado en mi corazón.

»Llegué a ser una mujer que disfrutaba tres grandes placeres, una mujer que escuchaba tres bellas canciones. La primera canción era la instrucción diaria a mis preciosas hijas. La segunda era la lectura y la escritura para mi amado padre, que dependía casi por entero de mí en ese aspecto, aunque disponía de muchos estudiantes que le leían; y la tercera canción eran las cartas de Godwin, y las tres canciones se fundían en un pequeño coro que consolaba, educaba y mejoraba mi alma.

»No penséis mal de mí por haber mantenido el secreto de las niñas delante de su padre. Recordad lo que estaba en juego. Porque aun con Nigel y Godwin reconciliados y escribiéndose mutuamente con regularidad, yo no podía esperar que de mi revelación saliera nada que no fuera un desastre completo.

»Dejad que os hable más de Godwin. Él me lo contó todo sobre sus clases y sus controversias. No podía enseñar teología hasta haber cumplido los treinta y cinco años, pero predicaba con frecuencia ante grandes multitudes en París, y tenía muchos seguidores. Era más feliz de lo que nunca había sido en la vida, y repetía una y otra vez que deseaba que yo también fuera feliz, y me preguntaba por qué no me casaba.

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