La hora del mar (28 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

Rebeca estaba aún dormida, tendida en el suelo. Respiraba pesadamente, como si la recorrieran sueños inquietantes. La herida en la pierna parecía algo más hinchada, y los bordes del cráter habían adquirido un tono violáceo. Hizo una mueca de disgusto.

Y había otra cosa, un olor a mar en el aire; un desagradable y profundo olor a mar, como el que se percibe en la lonja de un puerto pesquero.

Thadeus se quedó quieto, sin atreverse siquiera a respirar. Ahora escuchaba ruidos… un runrún de fondo que no estaba ahí antes de quedarse dormido. De eso estaba seguro, porque jamás se habría quedado dormido con un ruido semejante. Era muy desagradable, aunque difícil de definir. Tad tuvo la repentina visión de una masa de gusanos, húmedos y fríos, escurriéndose unos contra otros. Sin embargo, se debatía en la indecisión: no sabía si despertar a la joven o salir a echar un vistazo. Sabía que lo segundo era probablemente mejor idea, pero temía lo que iba a encontrarse.

Finalmente avanzó despacio hacia el portón. Otra cosa había cambiado… Miró alrededor, intentando despejar la cabeza para entender qué era diferente, hasta que miró hacia la autovía y comprendió. ¡No llegaba ningún sonido desde ella! La vieja algarabía del éxodo de todas aquellas personas había desaparecido. Estaba vacía, muerta en todo su esplendor de cemento armado y hormigón. Tragó saliva, súbitamente inquieto. Se sentía como el niño que pasea por la calle y cuando mira a su derecha descubre con horror que sus padres no están donde esperaba. De repente se sentía solo. Solo y abandonado.

Se pasó una mano por la frente, cubierta por un súbito sudor frío. No esperaba que semejante caravana de hombres y mujeres fuera a desaparecer en un día, ni en varios días. ¿Cuánto se tarda en evacuar una ciudad?

¿Y si es otra cosa?
, preguntó una voz en su mente. Sacudió la cabeza.

Asomó la cabeza fuera y miró a un lado. Allí estaba el viejo carril al que le fue imposible llegar. ¡Cómo lamentaba ahora no haber hecho aquel esfuerzo adicional! Si lo hubiera intentado, al menos, alguien les habría echado una mano para transportar a Rebeca. Seguro que sí. Chascó la lengua y miró al otro lado.

Y allí, a menos de cien metros, evolucionando entre los edificios, los vio.

Eran esas cosas. Esas cosas monstruosas cuyos caparazones negros le arrancaban destellos a los rayos del sol. Entre las alargadas sombras vio con hipnótica fascinación las enormes pinzas sacudiéndose en el aire, y los maliciosos ojos que centelleaban en la penumbra de sus cabezas hundidas.

Thadeus saltó al interior del portal. Su mente funcionaba a plena potencia. Jamás conseguiría escapar corriendo: los había visto moverse, desplazándose por la calle con una docena de cortos pero potentes apéndices, y supo que no había forma de poner distancia entre ellos. No con Rebeca herida en la pierna. Tampoco podía dejarla sola; sería como asesinarla, y no iba a vivir con algo así a su espalda toda su vida.

Se mordió el labio con fuerza, intentando arrancar alguna idea de su atribulada mente. Mientras pensaba, se acercó a Rebeca.

—¡Despierta! —dijo, sacudiéndola con la mano—. ¡Rebeca, despierta!

La chica abrió los ojos, sobresaltada. Estaban enrojecidos e hinchados. Parecía algo más pálida que cuando la encontró hacía unas horas, aunque quizá era efecto de la luz del sol.

—Qué pasa… —dijo, incorporándose. Desplazó la pierna para ayudarse y eso le arrancó una mueca de dolor.

—Rebeca, ¡tenemos que irnos! Nos hemos quedado dormidos y… ¡estamos en peligro!

—¿En peligro? —repitió ella, balbuceante. Ahora miraba alrededor, como si intentara ubicarse.

—¡Vamos, levanta!

Tiró de ella, forzándola a hacer fuerza con la pierna herida. La chica aulló.

—¡Joder, cómo duele!

—¡Olvídate de eso, Rebeca! —insistió Thadeus.

Rebeca se apoyó en la otra pierna y consiguió incorporarse. Apretaba los dientes, pero una lágrima resbalaba por su mejilla. Thadeus comprendió que le dolía de verdad, lo cual podía ser una buena o una mala señal. Lamentó no entender un poco más de esas cosas para saberlo.

Ella hizo un amago de dirigirse hacia el portal, pero Thadeus la detuvo.

—No… Por ahí no… ¡Arriba!

Rebeca se giró hacia el otro lado. Había un viejo ascensor y unas estrechas escaleras que arrancaban directamente desde su lateral izquierdo y se perdían en la oscuridad.

—¡Estás loco!

Thadeus le cogió la cara con una sola mano para obligarla a mirarle.

—¡Rebeca, esas cosas vienen! Si nos pillan aquí… Si intentamos salir fuera, nos cogerán. Te aseguro que nos cogerán.

—¿Qué cosas? ¿De qué estás hablando? —dijo ella.

Oh, Dios mío
, pensó Thadeus.
No las conoce. Ni siquiera las ha visto. Huye porque habrá escuchado las noticias en la radio o en la tele. Quizá dieron una orden de evacuación en todas las ciudades costeras, pero no las ha visto. Al menos no las ha visto en vivo… quizá ha visto imágenes difusas en la tele, fuera de foco, pero no tiene ni la más mínima idea de lo que le estoy hablando.

—¡Has tenido que verlas! —explotó—. ¡Esas cosas negras con pinzas! ¡Esas cosas que…! —Se detuvo, mordiéndose la lengua. Había estado a punto de decir algo horrible, pero de repente ella parecía tan débil y vulnerable que decidió contenerse.

No hizo falta decir nada más, de todas formas. Los ojos de Rebeca se abrieron poco a poco, hasta que pareció recordar algo que podía haber relegado al trasfondo de su mente, a ese lugar donde se guardan ese tipo de cosas en las que uno prefiere no pensar conscientemente.

—Vamos… —dijo.

Y Thadeus la ayudó.

Comenzaron a subir los escalones, arrastrando la pierna herida y experimentando un profundo temor a mirar atrás. Al cabo de un minuto, mientras el sonido de los apéndices arrastrándose comenzaba a ser más y más audible, el portal se quedaba solitario mientras unas sombras alargadas eclipsaban los últimos rayos de sol.

16 - Son ellos

Marianne estaba ofuscada, sedienta y cansada. Llevaba un buen rato siendo transportada en medio de la masa, sin poder hacer nada por evitarlo. Pechos sudorosos se le pegaban a la espalda y hacía bastante tiempo que no podía levantar los codos para procurarse algo de sitio. Sólo en cierta ocasión consiguió desplazarse hacia el andén, pero cuando intentó salir de la autovía, los soldados y agentes de policía que estaban dispuestos a ambos lados la empujaron para que continuara andando.

Desde esa distancia, al menos, el estruendo de los edificios sucumbiendo ante los ataques había desaparecido casi por completo, aunque el polvo y las cenizas caían imperceptiblemente sobre ellos, invisibles, formando una pasta granulosa con el sudor de sus cuerpos.

Tampoco había vuelto a ver a Jorge ni a Thadeus.

La gente hablaba, pero nadie parecía saber a ciencia cierta a dónde les llevaban.

—Fuera, hacia el interior —decían unos—. Es la única manera de estar a salvo.

—Han montado un campamento en las afueras —decían otros.

—Las carreteras están impracticables —era otra versión—, pero en las afueras tienen camiones que nos llevarán lejos.

—¡Seguro que es eso! —afirmaban algunos, pero en sus ojos Marianne veía asomar la duda y el miedo, y se daba cuenta de que casi todo lo que escuchaba no eran más que hipótesis.

Hacia las cuatro de la tarde, la gente fue desviada de la autovía para descender por una improvisada rampa de tierra. Ésta se inclinaba suavemente hacia un camino de tierra. Alrededor, unas máquinas excavadoras se esforzaban por ampliar la rampa cuanto fuese posible, sepultando en el proceso unos coches que estaban allí aparcados. Para entonces, ya nadie demostraba tener mucha energía. El calor intenso y la densidad del grupo habían hecho estragos en la energía, y la mayoría caminaban despacio, prácticamente en silencio, con los párpados apretados y las bocas entreabiertas.

Durante algún tiempo más, Marianne caminó por la larga falda de una colina que ascendía perezosamente hacia el norte, alejándose de la ciudad. En el aire, unos helicópteros militares iban y venían continuamente, y de tanto en cuando, unos vehículos oruga bajaban desde el norte levantando polvaredas de humo. Pero ni siquiera todo ese movimiento militar alrededor pareció levantar el ánimo de la gente; la enorme procesión progresaba por el extrarradio de la ciudad como hileras de espectros avanzando por un infierno agostado por el sol.

Marianne aprovechó que ahora tenía más espacio a su alrededor para intentar localizar a sus compañeros. Intentó moverse más de prisa, pero se dio cuenta de que había cientos de personas en torno suyo: gente de todo tipo, muchos de ellos vestidos apenas con bañadores, camisetas sencillas y calzado insuficiente, como si hubieran sido arrebatados de sus vidas en mitad de sus vacaciones. Aun así, no dejaba de levantar la cabeza por encima de la gente, intentando identificar los rostros que tenía alrededor.

Seguían un recorrido sinuoso, intentando encontrar el camino con menos desnivel entre las colinas, con un rumbo genérico nor-noroeste. A medida que pasaba el tiempo, cada vez era más frecuente encontrar grupos que habían aprovechado la sombra de cualquier árbol para sentarse a descansar un poco, y miraban con gesto de estupefacción la interminable hilera de personas.

Inesperadamente, un murmullo creciente fue bajando por la columna de evacuados, como el fuego en una mecha de pólvora. Se transmitían el mensaje de unos a otros.

—¡Una radio! ¡Un tío tiene una radio ahí delante!

La gente corría. Casi todos habían estado rumiando las pocas noticias que habían ido recibiendo los días anteriores, pero había numerosas lagunas y estaban deseando conocer qué más había pasado en las últimas horas, entre ellas cómo había hecho frente el ejército al misterioso ataque. El bombardeo sobre la ciudad era lo que más se había comentado. Se decía que habían proyectado rocas gigantes contra los edificios. La mayoría de los que oían el rumor lo calificaban de peregrino o absurdo.

Marianne corrió también. Cuando llegó, doblando un recodo del camino, encontró una gran multitud agrupada. Así a ojo, contaba casi un centenar de personas, y había más yendo y viniendo de la procesión en hilera que continuaba su camino. Semejante concentración la hizo pararse en seco. Rápidamente se dio cuenta de que toda aquella gente estaba haciendo correr las noticias: el portador del aparato debía estar en el centro.

—¡Están por todas partes! —gritaba uno, al borde del histerismo. En un momento dado, cayó al suelo hincando las rodillas en la dura tierra y empezó a llorar, pero nadie le hizo caso.

—¡Sri Lanka acaba de desaparecer bajo el mar!

Estos comunicados se propagaban rápidamente de boca en boca, como la llama en un reguero de alcohol puro. La mayoría de la gente encajaba las noticias más descabelladas con una indiferencia que a Marianne, al principio, le resultó pavorosa. Pero después de estar escuchando un rato, comprendió esas reacciones; la naturaleza de cada noticia era tan aberrante, estremecedora e impensable, que la última siempre hacía palidecer a la anterior. No había forma de digerir semejante cúmulo de acontecimientos. Si todo lo que se escuchaba era cierto, Sri Lanka acababa de desaparecer bajo las aguas. Eso suponía veintiún millones de almas extinguiéndose en el océano Indico. Era algo que hacía que desastres como el de las Torres Gemelas (que tanto conmocionó al mundo entero hacía no tanto tiempo) parecieran contratiempos; algo más parecido al rasponazo en la rodilla de un niño en un parque.

Durante un rato permaneció allí, escuchando lo que la radio escupía con una cadencia monstruosa. Incluso se olvidó de buscar a sus compañeros.

Los ataques se estaban produciendo por todo el mundo. Japón (decía el último comunicado) había sido brutalmente superada. Las tres ramas militares del denominado ejército de Autodefensa japonés no pudieron hacer absolutamente nada; toda la flota marítima fue succionada hasta el fondo de los océanos con una rapidez desquiciante, y había rumores de que el primer ministro se había quitado la vida mientras miraba la puesta de sol: el ocaso del imperio del Sol Naciente. Sólo algunas ciudades y bases militares resistían gracias a la fuerza aérea.

Corea del Norte, que también sufría los ataques, resistía mejor; en sus costas, los invasores no habían sido tan demoledores. Sin embargo, había declarado al mundo de que lanzaría misiles nucleares contra Japón si ésta sucumbía completamente. No permitiría que el enemigo utilizara la isla como base de sus siguientes operaciones.

Como resultado, Estados Unidos había entrado en Defcon 1, pero también el nivel de alerta había sido activado al máximo estatus a todos sus niveles. Sus barcos, las increíbles ciudades flotantes, estaban siendo hundidos en todas partes sin que nadie pudiera hacer nada por impedirlo. Los que aún resistían habían recibido instrucciones de ser evacuados y abandonados.

Las noticias seguían sucediéndose a un ritmo despiadado. Noticias terribles que no hablaban de ataques o cifras de muertos. Hablaban directamente de ciudades enteras siendo superadas; de zonas tan bastas como la Costa Este norteamericana, que se extiende desde Maine a Florida y cuyo censo cuenta con más de ciento trece millones de habitantes desapareciendo bajo el abrumador ataque del enemigo.

Ni siquiera habían dedicado un pequeño comentario a todo lo que estaba ocurriendo en Málaga, o en toda España. Marianne comprendió con absoluto desánimo que si no había hueco siquiera para mencionar el bombardeo sistemático de una de las principales ciudades españolas y su subsiguiente evacuación, era porque el planeta estaba sumido en una de las mayores crisis de todos los tiempos.

¿Cómo habían llegado a esa situación? De pronto, el mundo entero parecía sumido en una tercera guerra mundial monstruosa sin que nadie les hubiera advertido. Marianne escuchó un llanto lastimero a su lado: una pareja de ancianos lloraban abrazados. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y limpiaban la piel del polvo del camino. Marianne sintió que un nudo se apoderaba de ella, creciendo asfixiante en su pecho. Por un momento le pareció que en esos ojos anegados en lágrimas danzaban titilantes los recuerdos de viejas heridas.

Llegaron a su destino poco después del anochecer, sobre las diez de la noche. El desánimo era generalizado. La mayoría de la gente caminaba con los ojos acuosos y expresiones demudadas en sus rostros cansados, arrastrando los pies. Casi nadie hablaba. En sus cabezas zumbaba el terror como una primigenia señal de alerta que nadie se había preocupado en apagar.

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