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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (37 page)

Rebeca no dijo nada. Estaba estudiando la palma de su mano con la boca contraída por una mueca de enfado.

—Así que sugiero que nos acostemos —continuó diciendo Thadeus—y dejemos que el día termine. Mañana veremos las cosas de otro modo. Habrá luz otra vez, y puede que la pierna duela menos. Entonces veremos.

Rebeca tampoco contestó en esa ocasión, pero después de unos instantes, se recostó en el sofá y extendió las piernas.

—Hay un dormitorio ahí dentro, con una cama grande —dijo Thadeus—. Puedo ayudarte a llegar hasta allí, si quieres. Yo dormiré en ese sofá, en esta habitación.

Pero ella no añadió nada más. Cerró los ojos y se quedó quieta, como si llevara horas dormida. Thadeus consideró por un momento la situación: si las criaturas irrumpían en la casa durante la noche, la verían a ella primero. Pero ¿acaso importaba algo? No había ninguna salida más que lanzarse por la ventana hacia la calle, y ése era un viaje con final tan cierto como enfrentarse a aquellos seres. Finalmente no dijo nada.

Se levantó sin añadir nada más, apagó la vela y se retiró al dormitorio.

Allí encontró la cama a tientas. Los visillos estaban corridos, pero supuso que incluso si los descorría la luz no cambiaría demasiado: toda la ciudad estaba a oscuras. La cama, por cierto, estaba perfectamente hecha. Otro de los toques de la Mujer Misteriosa. Consideró brevemente la idea de cambiar las sábanas, no obstante.
Ella me gusta
, pensó,
pero no sé si hay un él, y si tiene la costumbre de tirarse pedos por la noche
. Pero luego pensó que una mujer como ésa no viviría con un pedorro nocturno y se tumbó sobre las sábanas. Al fin y al cabo, después de la tormenta de polvo y todo lo demás, él haría más por las sábanas que al revés.

Aún tardó veinte minutos en quedarse dormido.

20 - La Géode

Merardo no había visto nada igual en su vida, con la notable excepción de La Géode, en el distrito XIX de La Villette, en París. Pensó en ella en cuanto la tuvo delante, sólo que la que conoció en Francia tenía una superficie de treinta y seis metros de diámetro y albergaba en su interior una sala para la proyección de películas en IMAX. Esta, más pequeña, estaba en el subsuelo de uno de los montes de Málaga, y sobre lo que había en su interior Merardo no estaba seguro de querer saber nada.

Por lo demás, eran excepcionalmente similares: una esfera compuesta de miles de pequeños triángulos equiláteros que reflejaban la luz como si de un espejo se tratase. En la oscuridad del túnel, parecía algo de otro mundo, y Merardo consideró brevemente la posibilidad de que así fuera.

—¿Qué…? ¿Qué es eso? —preguntó Jonás.

Él no había estado nunca en París, pero estaba igualmente fascinado. Aquella esfera perfecta era tan grande como el mismo túnel, y en su superficie bruñida se veía a sí mismo reflejado como un fantasma oscuro. El túnel entero se replicaba en su superficie, dando la sensación de que éste se extendía hasta el infinito pero de una manera distorsionada, como si se encontrara a las puertas de alguna especie de portal dimensional.

—Es… Es una geoda… —contestó Merardo, despacio.

—¿Una qué? —preguntó Jonás.

Pero Merardo no contestó. Avanzaba ahora hacia la superficie con una especie de media sonrisa en el rostro. Por un lado, aquel espejo inmenso y convexo le parecía hermoso, de una genialidad casi hipnótica. La esfera, al fin y al cabo, era la figura geométrica por excelencia en el mundo físico, omnipresente por una propiedad maravillosa que la diferenciaba de todas las otras formas. Una simple gota de agua, por ejemplo, en ausencia de toda perturbación exterior, se deformaría siempre hasta alcanzar el valor mínimo de tensión en todos sus puntos, y esta forma correspondería siempre al de una esfera. Recordó algo que leyó una vez: «La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna» y allí estaba, en todo su misterioso y maravilloso esplendor.

—Es esto, amigo Jonás —dijo al fin. Había extendido el brazo, pero mantenía la palma todavía alejada de su superficie—. Esto es lo que ha causado el túnel.

Jonás asintió. Era precisamente lo que andaba pensando en ese momento. Tenía sentido: el túnel tenía el tamaño de su diámetro, y el aspecto cauterizado de las paredes casaba con la superficie pulida y brillante de aquella bola demencial. Pero si eso era obvio, el siguiente pensamiento que asaltó su mente fue precisamente qué pasaría si se ponía nuevamente en marcha. ¿Seguiría su camino hacia delante? Y si era así, ¿cómo lo haría? Nada le impedía imaginar su superficie alcanzando temperaturas lo suficientemente altas como para cortar limpiamente la roca madre. Quizá empezaría a adquirir un color rojizo, como el de una vieja cafetera, hasta llegar al tono intenso de una lámina de acero cuando se la coloca contra un yunque. ¿Qué pasaría con ellos, entonces? Eran débiles seres humanos hechos de carne y hueso. Su piel podría empezar a rizarse y cubrirse de ampollas grandes como magdalenas, y luego se volverían negras como una encía necrótica, infartada por una caries de cinco mil años. Y finalmente, la carne se inflamaría, ¡FLAM!, y caería en goterones contra el suelo como el sebo derretido.

O podría ir en sentido contrario,
hacia ellos
. Entonces no tendría que preocuparse por la temperatura. En absoluto.

Sacudió la cabeza.

—No… No deberías acercarte más —consiguió decir Jonás. Merardo se giró para mirarle.

—Sí. Tienes razón —dijo, pensativo—. No sabemos con qué estamos tratando. ¿Tú veías un programa que echaban en la televisión y que se llamaba
Megaconstrucciones
?

Jonás pestañeó brevemente y asintió.

—Recuerdo un programa en el que salía cómo hicieron el Eurotúnel. O quizá era el túnel de Madrid… —pensó unos instantes—. Sí, era el de Madrid, porque salía Luis Gayardón inaugurándolo. El caso es que necesitaron un año y medio para hacer un túnel que tiene una longitud de más de cuatro mil metros. Vale, es bastante más ancho que éste, pero aun así, necesitaron emplear unas tuneladoras monstruosas que montaron in situ, porque eran demasiado grandes para desplazarlas. Eran lo último en maquinaria para hacer ese trabajo, construidas por ingenieros germano-japoneses y hechas a medida para la ocasión. Contrataron a uno de los mejores operarios de grúa del mundo, y le llevó varios días sólo mover las enormes piezas.

Jonás asintió. Recordaba vagamente aquel programa. Cada día se avanzaba unos centímetros, y el enorme aparato necesitaba supervisión constante. Había tubos, cables, enormes estructuras de hormigón, rieles y medio centenar de operarios… Sí, demasiado complicado. Creía que sabía dónde quería llegar su compañero con esos comentarios, pero de todos modos su conversación no dejaba de sorprenderle; su absoluta tranquilidad le dejaba estupefacto.

—Bueno, aquel túnel se inauguró hace ya bastantes años —continuaba diciendo Merardo—, pero a menos que el hombre haya logrado avances realmente asombrosos recientemente, no me explico cómo puede existir esto que tenemos delante.

Jonás hizo un esfuerzo por tragar.

—Entonces… ¿crees que…? —consiguió decir.

—Afirmaciones extraordinarias requieren siempre de evidencias extraordinarias —dijo, parafraseando sin ser realmente consciente a Carl Sagan—. No diré nada, aún. Lo que me gustaría saber es… si se puede acceder a su interior de alguna manera y por qué está detenida.

Jonás miró hacia arriba.

—Quizá no hay interior —dijo despacio.

Merardo se volvió para mirarlo de nuevo.

—¡Qué buena observación! —exclamó, chascando la lengua—. ¿Ves? Ya estaba dando demasiado por hecho. Vale, no tiene por qué tener un interior… Estaba imaginando alguna especie de habitáculo con un piloto sentado a los mandos, y eso es ir demasiado lejos. Entonces, ¿sugieres que esta… cosa… sea una especie de ingenio mecánico? Una herramienta controlada a distancia…

Jonás se revolvió sobre sus pies, intranquilo.

—Bueno, no sugiero nada, realmente… Todo esto me…

Me supera
, iba a decir, pero no añadió nada. No era sólo que lo superara, hacía que su cabeza vibrara como un diapasón. Empezaba a dolerle, de hecho, y el estómago estaba endurecido como la roca madre que estaba a la vista, dramáticamente cercenada. Había dedicado años de su vida a trastear con los supuestos encubrimientos de ovnis por parte de los gobiernos del Primer Mundo, y ahora, de repente, parecía estar delante de uno. La evidencia, como había dicho Merardo, era tan salvajemente abrumadora que hacía que los últimos años de su vida, intencionadamente alejados de toda investigación sobre esos fenómenos, le parecieran tiempo desperdiciado.

—De nuevo tienes razón, Watson —comentó Merardo. Acababa de pasar el dedo por la pantalla del móvil para que arrojara su luz sobre la escena. Parecía que, de alguna manera, la geoda reprodujera la escasa luz del dispositivo y la magnificara—. Es mejor no dar nada por sentado. No sabemos nada de este enigma, pero quizá…

Empezó a dar pequeños pasos alrededor de la esfera.

—Vamos a ver si podemos llegar al otro lado —terminó.

Afortunadamente para ellos, la esfera no llegaba hasta los bordes del túnel. Era como si fuese capaz de cortar la piedra a cierta distancia, y aún contaban con un hueco de medio metro para pasar. Dieron la vuelta, caminando despacio, sin que vieran nada diferente en la superficie de la esfera. No tenía ningún distintivo, ni abertura, marcas o hendiduras… era completamente uniforme. No lo dijeron, pero ambos tuvieron cuidado de no tocar la esfera en ningún momento.

—Hemos dado media vuelta —dijo Merardo. Allí, la pared del túnel era igual que en el lado—. Esto confirma que esta cosa excavó el túnel que hemos venido siguiendo.

Jonás sintió un escalofrío.

—¿No tienes miedo de que se ponga en marcha? —preguntó Jonás. No había dejado de pensar en eso desde que empezaron a circundarla.

—No… —admitió Merardo.

—¿Y cómo lo consigues? —quiso saber Jonás. Empezaba a sentir debilidad en las pantorrillas, como si fuesen a doblarse sobre sí mismas y lanzarlo contra el suelo.

—No se me había ocurrido… —dijo Merardo, pensativo. Se había dado la vuelta y miraba la superficie de la geoda como si hubiera adquirido alguna nueva propiedad fascinante.

—Podría pasar —dijo Jonás.

—Supongo que sí —añadió Merardo.

De repente, levantó la mano y la colocó sobre la esfera. Jonás abrió mucho los ojos. Había esperado que ésta simplemente desapareciese, y su compañero retirara el brazo con un corte perfecto, tan limpio que se viera la carne, el corazón del hueso y hasta las pequeñas venas en forma de tubos de un color rojo brillante, pero nada de eso sucedió. Merardo dejó escapar el aire, como si hubiera estado conteniéndolo.

—Está fría —dijo.

—Me estás asustando… —dijo Jonás.

—¿Por qué?

—No sabemos qué es. ¿No tienes miedo de… cosas como la radiación?

—¿Radiación? —preguntó Merardo. Había retirado la mano y se miraba la palma con el ceño fruncido—. Ahora eres tú quien da demasiadas cosas por sentado.

—Pero podría ser —añadió Jonás.

—Podría, pero yo no pondero los imponderables.

Jonás no dijo nada; ni siquiera estaba muy seguro de lo que acababa de decir.

Merardo siguió tocando la esfera. Ahora trataba de empujar el entramado de miles de triángulos equiláteros, dispuestos unos contra otros, como si esperase que alguno de ellos fuese a hundirse (con un inequívoco sonido hidráulico) revelando quizá una entrada.

—Qué tontería —dijo entonces—. Incluso si hubiera una entrada, Watson, quizá podría ser un círculo de apenas veinte centímetros. ¿Qué te parecería eso? No tenemos ni idea de cómo sería una criatura extraterrestre. Podría tener una cabeza muy pequeña y un cuerpo alargado y jabonoso, lleno de apéndices tentaculares. Podría encogerse sobre sí mismo y pasar por un tubo tan pequeño que te costaría orinar dentro.

—Las cosas negras no parecían tan pequeñas —opinó Jonás.

—Ah, sí, las cosas negras… —dijo Merardo, otra vez pensativo—. Eso… Eso es interesante. Unas criaturas curiosas. Desde que he visto esta maravilla, no me he acordado de ellas en absoluto. ¿No has tenido la misma sensación?

Jonás dedicó unos segundos a considerarlo, y sacudió la cabeza afirmativamente.

—No hace falta preguntarse por qué —dijo.

Merardo siguió dando la vuelta, pero cuando llegó al último cuarto de la circunferencia, se detuvo en seco.

—¡Hola! —dijo.

Jonás iba detrás. Tuvo que empinarse para poder mirar por encima de su hombro.

Era una abertura en el muro. Al contrario que las paredes del resto del túnel, ésta parecía natural: apenas un resquicio donde las rocas, de formas angulosas, conformaban un pasaje estrecho e irregular. Merardo se acercó, y comprobó que no era una gruta, sino una chimenea natural que cortaba el túnel de arriba abajo; por ella circulaba una ligera corriente de aire.

—Hoy andamos de sorpresa en sorpresa —dijo Merardo.

—¿Qué es?

—Déjame que ilumine.

Merardo acercó el móvil a la abertura, y descubrió con fascinación que lo que al principio parecía una hendidura en la pared, continuaba algunos metros hacia el interior de la roca. Allí al fondo, la luz del móvil no llegaba a iluminar, pero sentían de alguna forma inexplicable, quizá de una manera similar a como los ciegos perciben el mundo, la presencia de espacio abierto, la ausencia de materia en la oscuridad.

Merardo no quería hacer caso a esa percepción que podía ser o no cierta; quería ver. Empezó a entrar en la oquedad, teniendo cuidado de evitar el abismo que se abría ante sus pies. A esas alturas era apenas una grieta, pero no había forma de vislumbrar hasta dónde llegaba. Unos pasos más allá, sin embargo, la grieta se abría cada vez más, y las paredes empezaban a distanciarse. El móvil empezaba a fracasar en su tarea de iluminar el techo y las paredes cada vez más alejadas, y la corriente de aire que percibían era cada vez más fría e intensa.

Jonás no se había adentrado tanto como Merardo.

—¡Espérame! —dijo, y automáticamente se encogió de hombros. Su voz rebotó en las paredes y volvió a él en forma de eco atroz, dimensionada y sobrecogedora.

Merardo miró hacia arriba. De nuevo, sólo había oscuridad, pero sentía que por encima de su cabeza se abría un torrente de negrura, como una cascada que llenase su corazón de una sensación abrumadora.

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