La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (3 page)

El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.

—No, hijo —le dijo—, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.

El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.

—¿Qué es eso?

—Que contagias la mala sombra —dijo la abuela—. No hay más que verte la cara.

Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.

—Entra tú, dragoneante —le dijo de buen humor—. Y no te demores, que la patria te necesita.

El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, y estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.

—Abuela —sollozó—, me estoy muriendo.

La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató de consolarla.

—Ya no faltan más de diez militares —dijo.

Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.

—Lo que pasa es que estás débil —le dijo—. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te componga la sangre.

Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el dinero al soldado que esperaba. «Se acabó por hoy —le dijo—. Vuelve mañana y te doy el primer lugar.» Luego gritó a los de la fila:

—Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.

Soldados y civiles rompieron filas con gritos de protesta. La abuela se les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.

—¡Desconsiderados! ¡Mampolones! —gritaba—. Qué se creen, que esa criatura es de fierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apátridas de mierda!

Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.

—Y tú —le dijo la abuela—, ¿dónde dejaste las alas?

—El que las tenía era mi abuelo —contestó Ulises con su naturalidad—, pero nadie lo cree.

La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. «Pues yo sí lo creo —dijo—. Tráelas puestas mañana.» Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.

Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.

Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:

—¿Quién eres tú?

Ulises se mostró hasta los hombros. «Me llamo Ulises», dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:

—Traigo la plata.

Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.

—Tenías que ponerte en la fila —le dijo.

—Esperé toda la noche —dijo Ulises.

—Pues ahora tienes que esperarte hasta mañana —dijo Eréndira—. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riñones.

En ese instante la abuela empezó a hablar dormida.

—Van a hacer veinte años que llovió la última vez —dijo—. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarraya luminosa navegando por el aire.

Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.

—Tate sosiego —le dijo—. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.

Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.

—Ven —le dijo—, ayúdame a cambiar la sábana.

Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.

—Estaba loco por verte —dijo de pronto—. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.

—Pero me voy a morir —dijo Eréndira.

—Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar —dijo Ulises.

Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.

—No conozco el mar —dijo.

—Es como el desierto, pero con agua —dijo Ulises.

—Entonces no se puede caminar.

—Mi papá conoció un hombre que sí podía —dijo Ulises— pero hace mucho tiempo.

Eréndira estaba encantada pero quería dormir.

—Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto —dijo.

—Me voy con mi papá por la madrugada —dijo Ulises.

—¿Y no vuelven a pasar por aquí?

—Quién sabe cuándo —dijo Ulises—. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.

Eréndira miró pensativa a la abuela dormida.

—Bueno —decidió—, dame la plata.

Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.

—¿Es la primera vez? —le preguntó.

Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.

—Respira despacio —le dijo—. Así es siempre al principio, y después ni te das cuenta.

Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.

—¿Cómo es que te llamas?

—Ulises.

—Es nombre de gringo —dijo Eréndira.

—No, de navegante.

Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.

—Pareces todo de oro —dijo— pero hueles a flores.

—Debe ser a naranjas —dijo Ulises.

Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad.

—Andamos con muchos pájaros para despistar —agregó—, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.

—Las naranjas no son contrabando —dijo Eréndira.

—Éstas sí —dijo Ulises—. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.

Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo.

—Lo que más me gusta de ti —dijo— es la seriedad con que inventas los disparates.

Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.

—Por estos tiempos, a principios de marzo, te trajeron a la casa —dijo—. Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.

Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no la oyó, porque Eréndira lo había querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deliraba, y lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer.

***

Un grupo de misioneros con los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos estaba la casa de la misión, un promontorio colonial con un campanario minúsculo sobre los muros ásperos y encalados.

El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.

—No pasen esa raya —gritó.

Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el fotógrafo en la bicicleta.

—El desierto no es de nadie —dijo la abuela.

—Es de Dios —dijo el misionero—, y estáis violando sus santas leyes con vuestro tráfico inmundo.

La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su intransigencia. Volvió a ser ella misma.

—No entiendo tus misterios, hijo.

El misionero señaló a Eréndira.

—Esa criatura es menor de edad.

—Pero es mi nieta.

—Tanto peor —replicó el misionero—. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que recurrir a otros métodos.

La abuela no esperaba que llegaran a tanto.

—Está bien, aríjuna —cedió asustada—. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.

Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, reptando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un toldo de mosquitero, la levantaron sin despertarla, y se la llevaron envuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.

No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria en el cielo ardiente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la abuela.

—Yo no puedo hacer nada —le explicó, cuando acabó de oírla—, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.

—¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? —preguntó la abuela.

—Para que haga llover —dijo el alcalde.

Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.

—Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por usted —le dijo—. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?

Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:

—Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.

El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con lástima.

—Entonces no pierda más el tiempo, señora —dijo—. Se la llevó el carajo.

No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la conocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.

—Vamos a ver quién se cansa primero —dijo la abuela—, ellos o yo.

—Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan —dijo el fotógrafo—. Yo me voy.

Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada.

—¿Para dónde vas?

—Para donde me lleve el viento —dijo el fotógrafo, y se fue—. El mundo es grande.

La abuela suspiró.

—No tanto como tú crees, desmerecido.

Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.

Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, dos cananas cruzadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre.

—¿No sabes quién soy? —le preguntó.

El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estragado por la vigilia, los ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo.

Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna.

—Lo único que sé con toda seguridad —dijo— es que usted no es la Virgen de los Remedios.

—Todo lo contrario —dijo la abuela con una voz dulce—. Soy la Dama.

El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto.

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