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Authors: Maurice Maeterlinck

La inteligencia de las flores (5 page)

¿He expuesto todo el milagro? No; habría que llamar aún la atención sobre muchos detalles omitidos, entre ellos, sobre el movimiento de la pequeña pila que, después que su membrana se ha roto para poner al descubierto las bolitas viscosas, levantan inmediatamente su borde inferior, a fin de conservar en buen estado, en el líquido pegajoso, el paquete de polen que el insecto no se haya llevado. Cabría notar también la divergencia muy curiosamente combinada de las espigas polínicas sobre la cabeza del insecto, lo mismo que ciertas precauciones químicas, comunes a todas las plantas; pues muy recientes experiencias de Gaston Bonnier parecen probar que cada flor, a fin de mantener intacta su especie, agrega toxinas que destruyen o esterilizan todos los pólenes ajenos. He aquí, a poca diferencia, lo que vemos; pero en esto, como en todas las cosas, el verdadero y gran milagro empieza donde se detiene nuestra mirada.

XVII

Acabo de encontrar ahora mismo, en un rincón inculto del olivar, un soberbio pie de Lorogloso que huele a macho cabrío
(Loroglóssum hircínum
), variedad que, no sé por qué causa (quizá por ser sumamente rara en Inglaterra), Darwin no ha estudiado. De todas nuestras Orquídeas indígenas, es la más notable, la más fantástica, la más asombrosa. Si tuviera la talla de las Orquídeas americanas, se podría afirmar que no existe planta quimérica. Figuraos un tirso, del género del Jacinto, pero un poco más alto. Está simétricamente guarnecido de flores ásperas, de tres cuernos, de un blanco verdoso punteado de violado pálido. El pétalo inferior adornado, en su nacimiento, de carúnculas bronceadas, de barbillas recias y de bubones lila de mal augurio, se prolonga sin fin, de una manera loca e inverosímil, en forma de cinta en espiral, del color que toman los ahogados después de un mes de permanencia en el río. Del conjunto, que evoca la idea de las peores enfermedades y parece desarrollarse no sé en qué país de pesadillas irónicas y de maleficios, se desprende un horrible y fuerte olor de macho cabrío pestilente que se esparce a distancia y revela la presencia del monstruo. Señalo y describo así esa nauseabunda Orquídea, porque es bastante común en Francia, porque se la encuentra fácilmente y porque se presta muy bien en razón de su talla y de la claridad de sus órganos, a las experiencias que sobre ella quieran hacerse. Basta en efecto introducir en la flor, empujándola cuidadosamente hasta el fondo el nectario, la punta de una pajuela, para ver sucederse, a simple vista, todas las peripecias de la fecundación. Rozada al paso, la bolsita o
rostéllum
se inclina, descubriendo el pequeño disco viscoso (el Lorogloso no tiene más que uno) que soporta las dos espigas del polen. Enseguida este disco se agarra con violencia al palillo, las dos celdillas que encierran las bolsitas de polen se abren longitudinalmente, y cuando se retira la pajuela, su extremo se halla sólidamente coronado de dos cuernos divergentes y rígidos con bolas de oro en las puntas. Desgraciadamente, no se goza aquí, como en la experiencia con la
Orchislatifolia
, del bonito espectáculo que ofrece la inclinación gradual y precisa de los dos cuernos. ¿Por qué no se inclinan? Basta meter la pajuela coronada en un nectario vecino para observar que este movimiento sería inútil, por cuanto la flor es mucho más grande que la de la
Orchis maculata o latifolia
, y el cono del néctar está dispuesto de tal modo que, cuando el insecto cargado de masas polínicas penetra en él, estas masas llegan exactamente a la altura del estigma que se trata de impregnar.

Añadamos que es preciso, para que la experiencia surta su efecto, escoger una flor bien madura. Ignoramos cuándo lo está; pero el insecto y la flor lo saben, pues ésta no invita a sus huéspedes necesarios, ofreciéndoles una gota de néctar, sino en el momento en que todo su aparato está dispuesto a funcionar.

XVIII

He aquí el fondo del sistema de fecundación adoptado por la Orquídea de nuestras comarcas. Pero cada especie, cada familia modifica o perfecciona sus detalles según su experiencia, su psicología y sus conveniencias particulares. La
Orchis o Anacamptis pyramidalis
, por ejemplo, una de las más inteligentes, ha añadido a su labio inferior o
labellum
dos pequeñas crestas que guían la trompa del insecto hacia el nectario y la obligan a cumplir exactamente todo lo que se espera de ella. Darwin compara justamente este ingenioso accesorio con el instrumento de que uno se sirve a veces para guiar un hilo por el ojo de una aguja. Otro perfeccionamiento interesante: las dos bolitas que sostienen las espigas de polen y se remojan en la media pila, son reemplazadas por un solo disco viscoso en forma de silla de montar. Si se introduce en la flor, siguiendo el camino que debe seguir la trompa del insecto, una punta de aguja o una cerda, se notan claramente las ventajas de esta disposición más sencilla y más práctica. Tan pronto como la cerda ha rozado la media pila, ésta se rompe siguiendo una línea simétrica, descubriendo el disco en forma de silla que se pega instantáneamente a la cerda. Sacad vivamente esta cerda, y tendréis el tiempo justo de sorprender el bonito movimiento de la silla que, puesta sobre la cerda o la aguja, repliega sus dos alas inferiores para enlazar estrechamente el objeto que la sostiene. Este movimiento tiene por objeto afirmar la adherencia de la silla, y asegurar sobre todo con más precisión que en la
Orquídea de anchas hojas
, la divergencia indispensable de las agujas del polen. Tan pronto como la silla se ha cogido a la cerda y las espigas del polen se han implantado en ella, arrastradas por su contracción necesariamente, empieza el segundo movimiento de las espigas que se inclinan hacia el extremo de la cerda, de la misma manera que en la Orquídea que anteriormente hemos estudiado. Estos dos movimientos combinados se efectúan en treinta o treinta y cuatro segundos.

XIX

¿No es exactamente así, por menudencias, continuaciones y retoques sucesivos, como progresan las invenciones humanas? Todos hemos seguido, en la más reciente de nuestras industrias mecánicas los perfeccionamientos mínimos, pero incesantes de la luz, de la carburación, del cambio de velocidad. Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que se nos ocurren a nosotros. Tantean en la misma obscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, en el mismo desconocimiento. Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen nuestra paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma esperanza y el mismo ideal. Luchan como nosotros, contra una gran fuerza indiferente que acaba por ayudarlas. Su imaginación inventiva sigue no solamente los mismos métodos prudentes y minuciosos, los mismos pequeños senderos fatigosos, tortuosos y estrechos, sino que también da saltos inesperados que ponen de pronto en el punto definitivo un hallazgo incierto. Así es como una familia de grandes inventores, entre las Orquídeas, una extraña y rica familia americana, la de las Catasetídeas, con una idea atrevida, trastornó bruscamente cierto número de costumbres que le parecían sin duda demasiado primitivas. Desde luego, la separación de sexos es absoluta; cada uno de ellos tiene su flor particular. Además, la polinia, o, en otros términos, la masa o el paquete de polen, no remoja ya su espiga en una pila llena de goma, esperando allí, un poco inerte, y en todo caso privada de iniciativa, la feliz casualidad que debe fijarla en la cabeza del insecto. Está replegada sobre un poderoso resorte, en una especie de alvéolo. Nada atrae especialmente al insecto hacia ese alvéolo. Por esto las soberbias Catasetídeas no han contado, como las Orquídeas vulgares, con tal o cual movimiento del visitante, movimiento dirigido y preciso, si queréis, pero sin embargo aleatorio. No, el insecto no penetra ya solamente en una flor admirablemente combinada, sino en una flor animada y, al pie de la letra, sensible. Apenas se ha posado el insecto sobre el magnífico atrio de seda cobriza, cuando las largas y nerviosas anteras que necesariamente debe rozar llevan la alarma a todo el edificio. En seguida se rasga el alvéolo en que permanece cautiva, sobre su pedicelo replegado que sostiene un grueso disco viscoso, la masa de polen, dividida en dos paquetes. Bruscamente libre, el pedicelo se dispara como un resorte, arrastrando los dos paquetes de polen y el disco viscoso, que son violentamente proyectados hacia fuera. Gracias a un curioso cálculo balístico, el disco es siempre lanzado hacia delante, y va a dar en el insecto, al cual se adhiere. Este, aturdido por el choque, se apresura a huir de la corola agresiva para refugiarse en una flor vecina. Es todo lo que quería la Orquídea americana.

XX

¿Señalaré también las simplificaciones curiosas y prácticas que aporta al sistema general otra familia de Orquídeas exóticas, las Cipripediadas? Recordemos siempre las circunvoluciones de las invenciones humanas; tenemos aquí una interesante contraprueba. En el taller un ajustador, en el laboratorio un preparador, un alumno, dice un día el jefe: «¿Si probáramos de hacer todo lo contrario? ¿Si invirtiéramos el movimiento? ¿Si trastrocáramos la mezcla de los líquidos?» Se hace la experiencia; y de lo desconocido sale pronto algo inesperado. Diríase que las Cipripediadas han tenido entre sí conversaciones análogas. Todos conocemos el
Cypripédium
o Chanelo de Venus; es, con su enorme barba en forma de zueco, su aire duro y ponzoñoso, la flor más característica de nuestras estufas, la que nos parece la Orquídea tipo, por decirlo así. El
Cypripédium
ha tenido el valor de suprimir todo el aparato complicado y delicado de los paquetes de polen con resorte, de las espigas divergentes, de los discos viscosos, de las gomas sabias, etc. Su barba en forma de chanclo y una antera estéril en forma de broquel cierran la entrada de manera que el insecto se ve obligado a pasar su trompa por dos montoncitos de polen. Pero no es éste el punto importante: lo inesperado y anormal es que, al revés de lo que hemos observado en todas las demás especies, no es el estigma, el órgano femenino el que es viscoso, sino el polen mismo, cuyos granos, en vez de ser pulverulentos, se hallan revestidos de una capa tan viscosa que se la puede estirar y alargar en filamentos. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes de esta disposición nueva? Es de temer que el polen transportado por el insecto se pegue a otro objeto y no al estigma; en cambio, el estigma no tiene que segregar el fluido destinado a esterilizar todo el polen ajeno. En todo caso, este problema requeriría un estudio particular. Hay privilegios de invención de los cuales no se comprende inmediatamente la utilidad.

XXI

Para terminar con esa extraña tribu de las Orquídeas, fáltanos decir cuatro palabras acerca de un órgano auxiliar que pone en movimiento todo el mecanismo: el nectario. Este ha sido la parte del genio de la especie, objeto de investigaciones, de tentativas, de experiencias tan inteligentes, tan variadas como las que modifican sin cesar la economía de los órganos esenciales.

El nectario, ya lo hemos dicho, es un largo cono o cuerno puntiagudo que se abre en el fondo de la flor, al lado del pedúnculo, y hace más o menos contrapeso a la corola. Contiene un líquido azucarado, el néctar, de que se alimentan las mariposas, los coleópteros y otros insectos, y que la abeja transforma en miel.

Está, pues, encargado de atraer a los huéspedes indispensables. Se ha amoldado a su talla, a sus costumbres, a sus gustos; está siempre dispuesto de tal manera que no pueden introducir y retirar de él su trompa sino después de haber cumplido escrupulosamente y sucesivamente todos los ritos prescriptos por las leyes orgánicas de la flor.

Conocemos ya bastantemente el carácter y la imaginación fantásticos de las Orquídeas, para prever que aquí, como fuera de aquí y hasta más que en las otras flores, porque el órgano más suave se presta más a ello, su espíritu inventivo, práctico, observador y minucioso, da libre curso a la fantasía. Una de ellas, por ejemplo, el
Sarcanthus teretifolius
, como probablemente no llega a elaborar, para pegar el paquete de polen sobre la cabeza del insecto, un líquido viscoso que se endurezca bastante aprisa, ha vencido la dificultad, procurando retrasar todo lo posible la trompa del visitante en los estrechos pasajes que conducen al néctar. El laberinto que ha trazado es tan complicado, que Bauer, el hábil dibujante de Darwin, tuvo que darse por vencido y renunció a reproducirlo.

Las hay que, partiendo del excelente principio de que toda simplificación es un perfeccionamiento, han suprimido osadamente el cuerno del néctar, remplazándolo por ciertas excrecencias carnosas, extrañas y evidentemente suculentas, que los insectos roen. ¿Es necesario añadir que estas excrecencias están siempre dispuestas de tal modo que el huésped que se regala con ellas debe poner necesariamente en movimiento toda la mecánica del polen?

XXII

Pero, sin detenernos en mil pequeñas astucias muy variadas, terminemos estos cuentos de hadas con el estudio de los incentivos del Coryanthes macrantha. En verdad, ya no sabemos exactamente con qué clase de ser nos las habemos. La asombrosa Orquídea ha imaginado lo siguiente: su lóbulo inferior
(labéllum)
forma una especie de cazo en que caen continuamente gotas de un agua casi pura, segregada por dos conos situados encima; cuando este cazo está medio lleno, el agua se escurre por un conducto lateral como por un canalón. Toda esta instalación hidráulica es ya muy notable; pero he aquí dónde empieza la parte inquietante, por no decir diabólica, de la combinación. El líquido que los conos segregan y que se acumula en la taza de seda no es néctar, y no está destinado a atraer a los insectos; tiene una misión mucho más delicada, en el plan realmente maquiavélico de la extraña flor. Los insectos Cándidos son invitados por los azucarados perfumes que esparcen las excrecencias carnosas de que más arriba hemos hablado, a meterse en el lazo. Estas excrecencias se encuentran encima de la taza, en una especie de cámara a que dan acceso dos aberturas laterales. La gruesa abeja visitante —como la flor es enorme no suele seducir sino a los más pesados himenópteros, como si los demás se avergonzasen de penetrar en tan vastos y suntuosos salones—, la gruesa abeja se pone a roer las sabrosas carúnculas. Si estuviera sola una vez terminada su comida, se iría tranquilamente, sin rozar siquiera la taza llena de agua, el estigma y el polen; y no sucedería nada de lo que se requiere. Pero la sabia Orquídea ha observado la vida que se agita en torno de ella. Sabe que las abejas forman un pueblo innumerable, ávido y afanoso, que salen a millares a las horas de sol, que basta que un perfume vibre como un beso en el umbral de una flor que se abre, para que ellas acudan en masa al festín preparado bajo la tienda nupcial. Ya tenemos a dos o tres saqueadores en la cámara azucarada, el lugar es exiguo, las paredes resbaladizas, las convidadas brutales. Estas se apresuran y se empujan, de modo que una de ellas acaba siempre por caer en la taza que la espera bajo la pérfida comida. La abeja encuentra allí un baño inesperado; moja concienzudamente en el líquido sus bellas alas diáfanas, y, a pesar de inmensos esfuerzos, no logra emprender de nuevo su vuelo. Aquí la espera la astuta flor. Para salir de la taza mágica, no existe más que una sola abertura; la canal por donde se va el agua sobrante del depósito. Tiene apenas la anchura necesaria para el paso del insecto cuya espalda toca desde luego la superficie pegajosa del estigma, y después las glándulas viscosas de las masas de polen que la esperan a lo largo de la bóveda. Escapa así, cargada del polvo adhesivo; entra en una flor vecina, en que se repite el drama de la comida, de los empujones, de la caída, del baño y de la evasión, que pone por fuerza en contacto con el ávido estigma el polen importado.

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