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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (39 page)

Rundstedt saludó y se le indicó una silla. Un sirviente trajo un plato de tostadas con caviar y un vaso de champán. Hitler se quedó ante el gran ventanal, mirando hacia el exterior con las manos entrecruzadas a la espalda. Sin volverse, dijo de pronto:

—Rundstedt ha cambiado de idea. Ahora está de acuerdo con Rommel en que los aliados invadirán Normandía. Eso es lo que mi instinto me ha sugerido siempre. Krancke, sin embargo, aún se inclina por Calais. Rundstedt, dígale a Krancke cómo ha llegado a esta conclusión.

Rundstedt tragó un bocado y tosió tapándose la boca con la mano.

—Hay dos cosas: una información y una lógica distinta —comenzó Rundstedt—. Primero me referiré a la información. Los últimos resúmenes de los bombardeos aliados en Francia muestran sin asomo de duda que su objetivo principal es destruir cada uno de los puentes que atraviesan el Sena. Ahora bien, si desembarcan en Calais, el Sena no desempeña ningún papel dentro de la batalla; pero si desembarcan en Normandía todas nuestras reservas tienen que cruzar el Sena para llegar a la zona del conflicto.

»Segundo, el razonamiento lógico. Me he parado un poco a pensar cómo invadiría Francia si yo fuese el que estuviera al mando de las fuerzas aliadas. Mi conclusión es que mi meta principal debe ser abrir una brecha que sirva de puente, y a través de la cual puedan llegar hombres y abastecimientos a toda velocidad. La punta de lanza debe establecerse, por lo tanto, en la región donde haya un puerto grande y de gran capacidad. Naturalmente, la elección recaería sobre Cherburgo. Tanto el esquema de bombardeos como las necesidades estratégicas señalan Normandía —concluyó. Levantó su copa y la vació, y el sirviente acudió para volverla a llenar.

—Todo nuestro Servicio de Inteligencia —dijo Jodl— señala hacia Calais…

—Y acabamos de ejecutar al jefe del Abwehr por traidor —interrumpió Hitler—. Krancke, ¿está usted convencido?

—No —respondió el almirante—. Yo también he considerado cómo dirigiría la invasión si estuviera del otro lado. Pero he introducido en el razonamiento una cantidad de factores de naturaleza náutica que nuestro colega Rundstedt quizá no haya tenido en cuenta. Creo que atacarán durante la noche, iluminados por la luna, con marea alta para superar los obstáculos que Rommel ha colocado bajo las aguas, y lejos de los acantilados, lugares rocosos y, corrientes fuertes. ¿Normandía? Nunca.

Hitler sacudió la cabeza en señal de desacuerdo.

—Hay aún otro dato —dijo Jodl— que me parece significativo. La Guards Armored División ha sido transferida del norte de Inglaterra a Hove, en la costa sudeste, para unirse al grupo del Primer Ejército de los Estados Unidos al mando del general Patton. Nos enteramos de esto por una transmisión de radio. Hubo una confusión con respecto al envío de aprovisionamiento, cubiertos que fueron a una división en lugar de ir a otra, y los imbéciles han estado ventilando ese error por radio. Es una división británica muy aristocrática, al mando del general sir Allan Hebry Shafto Adair. Estoy seguro de que no estará muy lejos del centro del combate cuando éste comience.

Las manos de Hitler se movían con nerviosismo, y su cara tenía aspecto de indecisión.

—¡Generales! —les gritó iracundo—. Me traen opiniones conflictivas, o no me aportan consejo alguno. Debo decirles todo…

Con su característica brillantez, Rundstedt le interrumpió:

—Mi Führer, usted tiene cuatro estupendas divisiones acorazadas aquí en Alemania que no están haciendo nada. Si estoy en lo cierto, nunca llegarán a tiempo a Normandía para repeler la invasión. Le ruego que las envíe a Francia y las ponga bajo las órdenes de Rommel. Si estamos equivocados, y la invasión comienza en Calais, por lo menos estarán lo suficientemente cerca como para entrar en combate en una etapa temprana.

—No sé, no sé —los ojos de Hitler se abrieron mucho y Rundstedt se dijo que a lo mejor había ido demasiado lejos, una vez más…

Ahora Puttkamer habló por primera vez.

—Mi Führer, hoy es domingo…

—¿Y bien…?

—Mañana por la noche el submarino recogerá al agente Die Nadel.

—Ah, sí, alguien en quien puedo confiar.

—Naturalmente, en cualquier momento, puede comunicarse con nosotros por radio, pero eso sería peligroso…

—No hay tiempo —dijo Rundstedt— para aplazar decisiones. Tanto las incursiones aéreas como el sabotaje se han intensificado notablemente. La invasión puede comenzar en cualquier momento.

—No estoy de acuerdo —dijo Krancke—. Las condiciones del tiempo no serán propicias hasta principios de junio…

—Para lo cual no falta mucho…

—¡Basta! —gritó Hitler—. Ya lo he decidido. Por ahora, mis divisiones acorazadas se quedan en Alemania. El martes debemos saber algo de Die Nadel y entonces volveré a considerar el destino de esas fuerzas. Si la información se inclina a favor de Normandía —como creo que lo hará— desplazaré a las divisiones.

Rundstedt dijo suavemente:

—¿Y si él no informa?

—Si él no informa, lo reconsideraré de todos modos. Rundstedt asintió con la cabeza.

—Con su permiso, volveré a mi puesto de mando.

—Puede hacerlo.

Rundstedt se puso en pie, saludó militarmente y salió, En el ascensor con revestimiento de cobre, que le conducía a ciento y pico de metros más abajo, al garage subterráneo, sintió que se le revolvía el estómago. No sabía si la sensación se debía a la velocidad del descenso o al pensamiento de que el destino de su país estaba en las manos de un único espía cuyo paradero era desconocido.

SEXTA PARTE
31

Lucy se despertó despacio; surgió gradualmente, lánguidamente, del cálido vacío de sueño profundo, a través de las capas del inconsciente, percibiendo el mundo pedazo a pedazo; primero el cálido, duro cuerpo masculino a su lado; luego la extrañeza de la cama de Henry; el ruido de la tormenta afuera, tan fuerte e incansable como ayer y el día anterior; el suave olor de la piel del hombre; su brazo a través del pecho de él, sus piernas entrelazadas con las de él, como para mantenerle ahí; sus senos prietos contra el flanco de él; la luz del día que daba contra sus pupilas; la respiración suave y regular que chocaba contra el rostro de ella; y luego, de repente, como la solución de una adivinanza, el darse cuenta de que estaba en flagrante adulterio, acostada con un hombre que había conocido sólo cuarenta y ocho horas atrás, y que estaban desnudos en la carpa, en la casa de su marido. Por segunda vez.

Abrió los ojos y vio a Jo. Dios mío… se había quedado dormida.

Él estaba de pie junto a la cama con su pijama todo arrugado, el pelo revuelto, una muñeca de trapo destartalada debajo del brazo, chupándose el pulgar y contemplando con los ojos abiertos a su mamá y al hombre extraño abrazándose el uno al otro en la cama. Lucy no pudo leer su expresión, pues a esa hora del día él lo contemplaba todo más o menos de la misma manera, como si el mundo fuera nuevo y maravilloso todas las mañanas. Ella también le miró en silencio, sin saber qué decirle.

Luego, la profunda voz de Henry dijo:

—Buenos días.

Jo se quitó el pulgar de la boca y respondió:

—Buenos días —dio media vuelta y salió de la habitación.

—Maldición, maldición —dijo Lucy.

Henry se deslizó hacia abajo hasta poner su cara al mismo nivel que la de ella y la besó. Su mano fue hasta sus muslos y la abrazó posesivamente.

—Santo Dios, basta —dijo ella apartándolo.

—¿Por qué?

—Jo nos ha visto.

—¿Y qué pasa con eso?

—Puede hablar, como comprenderás. Tarde o temprano le dirá algo a David. ¿Qué voy a hacer?

—No hagas nada. ¿Tiene tanta importancia?

—Por cierto que la tiene.

—No veo por qué. Dada la forma en que él se comporta, no deberías sentirte culpable.

De pronto, Lucy se dio cuenta de que Henry simplemente no tenía noción de la compleja maraña de lealtades y obligaciones que constituían un matrimonio. Cualquier matrimonio, pero especialmente el de ella.

—No es tan simple como tú lo ves —dijo.

Saltó de la cama y cruzó el rellano hasta su propio dormitorio. Se vistió poniéndose unos pantalones y un jersey. Luego recordó que había destrozado las ropas de Henry y que tenía que prestarle algo de David. Encontró calzoncillos y calcetines, una camisa de punto y un pullover con cuello en V. Por último, encontró en el fondo de la maleta un pantalón que no estaba cortado por la rodilla y cosido. Mientras Jo la miraba en silencio.

Llevó las ropas a la otra habitación. Henry había ido al cuarto de baño a afeitarse. Le habló a través de la puerta:

—Tus ropas están sobre la cama.

Bajó, encendió la cocina y puso una olla de agua a calentar. Decidió hacer huevos pasados por agua para el desayuno. Le lavó la cara a Jo en el fregadero de la cocina, le peinó y le vistió rápidamente.

—Te estás portando muy bien esta mañana —le dijo ella animadamente.

Él no respondió nada.

Henry bajó y se sentó a la mesa, con tanta naturalidad como si hubiera estado haciéndolo desde hacía años. Lucy se sentía muy extraña al verle vestido con las ropas de David, ofreciéndole un huevo para desayunar dejando una bandeja con tostadas sobre la mesa.

De pronto Jo dijo:

—¿Mi papá está muerto?

Henry dirigió una mirada al niño y no dijo nada. No seas tonto —dijo Lucy—. Está en la casa de Tom. Jo la ignoró y se dirigió a Henry:

—Tú llevas la ropa de mi papá, y tienes a mi mamá. ¿Ahora vas a ser mi papá?

—Los niños y los locos… —citó Lucy.

—¿No viste mi ropa anoche? —dijo Henry.

Jo asintió.

—Bueno, entonces sabes por qué he tenido que tomar prestada la de tu papá. Cuando consiga alguna mía se la devolveré.

—¿Y devolverás a mi mamá?

—Por cierto que sí.

—Come tu huevo, Jo —dijo Lucy.

El niño, aparentemente satisfecho, se sumergió en su desayuno. Lucy estaba mirando por la ventana de la cocina.

—La lancha no vendrá hoy —comentó.

—¿Estás contenta? —le preguntó Henry.

—No lo sé.

Lucy no tenía hambre. Tomó una taza de té mientras Jo y Henry comían. Después, Jo se fue arriba a jugar y Henry recogió las cosas de la mesa. Mientras lo iba apilando todo en el fregadero, dijo:

—¿Temes que David te castigue? ¿Físicamente?

—No —dijo ella sacudiendo la cabeza.

—Tendrías que olvidarle —continuó Henry—. De todos modos, estabas planeando separarte de él. ¿Por qué habría de preocuparte tanto si lo sabe o no?

—Es mi marido. Eso significa algo. La clase de marido que es… todo eso.., no me da derecho a humillarle.

—Creo que te da derecho a que no te importe si se siente humillado o no.

—No es algo que pueda ser resuelto en forma lógica. Es simplemente la forma en que lo siento.

Él hizo un gesto de impotencia con los brazos.

—Lo mejor que puedo hacer es ir hasta la casa de Tom y averiguar si tu marido está dispuesto a regresar. ¿Dónde están mis botas?

—En el salón. Te buscaré una chaqueta —fue hasta arriba y le trajo la más vieja, de fajina. Era de un tweed gris verdoso, muy bonita, muy elegante, con cinturón y bolsillos superpuestos. Lucy le había puesto parches de cuero en los codos para protegerlos; ya no se conseguía ropa como ésa. Bajó con ella hasta el salón, donde Henry se estaba poniendo las botas. Se había atado la izquierda y penosamente estaba metiendo el pie golpeado en la otra. Lucy se arrodilló para ayudarle.

—La hinchazón ha bajado —dijo ella.

—El maldito todavía duele.

Consiguieron encajar la bota, pero la dejaron abierta. Henry se puso de pie para probarla.

—Está bien —dijo.

Lucy le ayudó a ponerse la chaqueta. Le quedaba un poco justa en los hombros.

—No tenemos otra chaqueta impermeable —dijo ella.

—Entonces me mojaré —la abrazó y la besó con suavidad. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le mantuvo apretado contra ella durante un momento.

—Hoy conduce con más cuidado —dijo.

Él sonrió, asintió y volvió a besarla —brevemente esta vez— y salió. Ella lo vio caminar con dificultad hacia el cobertizo, y se quedó ante la ventana mientras él ponía en marcha el jeep y subía despacio la cuesta hasta desaparecer de la vista. Cuando se hubo ido se sintió aliviada, pero vacía.

Comenzó a ordenar la casa, a hacer las camas y lavar los platos, barrer y quitar el polvo; pero no lograba sentir ningún entusiasmo por lo que hacía. Estaba inquieta. Le preocupaba el problema de qué hacer con su vida. Giraba en torno a los mismos argumentos familiares una y otra vez, sin poder pensar en otra cosa. Sintió que la casa le producía una sensación de claustrofobia. Afuera se extendía el mundo, un mundo de guerra y heroísmo, lleno de color y de gente, millones de personas; quería estar ahí, en el medio de todo, para conocer nuevas mentalidades y ver ciudades y escuchar música. Encendió la radio —un gesto automático—, y las noticias la hicieron sentir más y no menos sola. Estaban dando un informe sobre la guerra en Italia, las normas de racionamiento se habían flexibilizado un poco, el asesino londinente del estilete aún no había sido apresado, Roosevelt había pronunciado un discurso, Sandy Macpherson comenzó a tocar y Lucy apagó la radio. Nada le concernía, puesto que no pertenecía a aquel mundo. Le vinieron ganas de gritar.

Pese al mal tiempo, tenía que salir de la casa. Aunque sólo fuera una escapada simbólica.., después de todo no eran las paredes de piedra las que la aprisionaban; pero era preferible el símbolo antes que nada. Fue a buscar a Jo arriba, separándole con alguna dificultad de un regimiento de soldaditos de plomo, y lo cubrió con ropa impermeable.

—¿Por qué salimos? —preguntó él.

—Para ver si viene la lancha.

—Tú has dicho que hoy no vendría.

—Bueno, por si acaso.

Se pusieron los brillantes sombreros amarillos, se los anudaron por debajo de la barbilla y salieron.

El viento constituía un golpe físico que casi hizo perder el equilibrio a Lucy. En pocos segundos su cara estuvo empapada, y los mechones de pelo que le asomaban por debajo del sombrero estaban pegados contra sus mejillas y la parte trasera del impermeable. Jo lanzaba exclamaciones de deleite y saltaba por encima de los charcos.

Caminaron por el acantilado hasta donde comenzaba la bahía. Mirando hacia abajo veían el enorme mar del Norte, con las gigantescas olas que se estrellaban contra los peñascos de la playa. La tormenta había arrancado la vegetación submarina de sabía Dios qué profundidad, y la arrojaba contra la arena y las rocas. Muy pronto, madre e hijo quedaron absortos en la siempre renovada remesa de olas. Ya lo habían contemplado otras veces; el mar ejercía sobre ambos un efecto hipnótico, y luego Lucy nunca estaba demasiado segura de cuánto tiempo había pasado en aquella silenciosa contemplación.

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