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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (5 page)

Perdió su virginidad con entusiasmo, sin dolor, sólo un tanto precipitadamente.

Ahora, el regusto de la culpa convertía el recuerdo en algo aún más placentero. Aun cuando hubiese sido una seducción bien urdida, ella, como víctima, al final había contribuido de una forma voluntariosa, por no decir ansiosamente.

Comenzó a ponerse la ropa que tenía preparada para la partida. Aquella tarde en la isla, ella le había asombrado dos veces: una, cuando quiso que él le besara los senos, y luego cuando le empujó a la penetración con las manos. Aparentemente, esas cosas no sucedían en los libros que él leía. Como la mayoría de sus amigas, Lucy conocía a D. H. Lawrence, al que leía en busca de información sexual. Creía en su coreografía y desconfiaba de los efectos de sonido. Las cosas que hacían las parejas parecían agradables, pero no hasta el punto de producir los efectos musicales y las sensaciones auditivas de trompetas, tormentas eléctricas y timbales como acompañamiento del despertar sexual.

David era un poco más ignorante que ella, pero de todos modos resultaba suave y complaciente ante el placer de ella, y estaba segura de que eso era lo importante.

Después de la primera vez, lo habían vuelto a hacer en una sola ocasión. Exactamente una semana antes de su boda volvieron a hacer el amor, y eso provocó su primer disgusto.

Esta vez fue en la casa de los padres de ella, por la mañana, cuando todos los demás habían salido. Él fue a su habitación y se metió en la cama con ella. Entonces casi abjuró de las trompetas y timbales de Lawrence. Inmediatamente después, David saltó de la cama.

—No te vayas —rogó ella.

—Podría venir alguien.

—No, no viene nadie. Vuelve a la cama. —Ella estaba tibia y adormilada, y quería tenerlo a su lado.

—Me pone nervioso —dijo él poniéndose el pijama.

—Hace cinco minutos no estabas nervioso —respondió ella estirando la mano para cogerle—. Ven conmigo, quiero aprender a conocer tu cuerpo.

Evidentemente, su actitud directa y abierta le inhibía. Entonces, él se volvió y se fue.

Ella saltó de la cama, con sus hermosos senos temblando.

—¡Me haces sentir cualquier cosa! —Se sentó al borde de la cama y empezó a llorar.

David le rodeó los hombros con un brazo y dijo:

—Oh, lo siento, lo siento, lo siento. Para mí también es la primera vez, y no sé muy bien qué es lo que esperas de mí, y entonces me siento confuso… Es decir, nadie te instruye sobre este tipo de cosas, ¿no es verdad?

Ella resopló y sacudió la cabeza asintiendo, y se dio cuenta de que realmente lo que le hacía estar nervioso era la conciencia de que al cabo de ocho días debía partir en un endeble avión y luchar por su vida entre las nubes; entonces ella le perdonó, y él le secó las lágrimas, v volvieron a la cama. Después de esa situación él siempre fue muy cariñoso.

Ya casi había acabado de vestirse. Se miró en un espejo de cuerpo entero. Su traje tenía un aire levemente militar, con hombros cuadrados y hombreras, pero la blusa que llevaba debajo era muy femenina, para equilibrar. El pelo le caía a tirabuzones por debajo del elegante sombrero redondo. No habría sido adecuado ir vestida de modo demasiado lujoso o despampanante; teniendo en cuenta la época que atravesaban consideró que había logrado una especie de estilo práctico y atractivo, que pronto constituiría la moda de la época.

David la estaba esperando en el recibidor. La beso y le dilo:

—Estás preciosa, señora Rosel.

Los acompañaron hasta la recepción para que se despidieran de todos. Pasarían la noche en Londres, en el «Claridge». Luego David iría en el coche hasta Beggin Hill y Lucy volvería al hogar de sus padres, donde se quedaría: podría utilizar el cottage para cuando David viniera de permiso.

Hubo aún otra media hora de apretones de manos y besos, y luego partieron en su coche. Algunos primos de David habían tomado por su cuenta el «MG» con capota abierta y le habían atado latas y un zapatón viejo; el tablero estaba inundado de serpentinas y confetti, y de «recién casados» escrito con lápiz de labios se leía por todas partes sobre la carrocería.

Partieron sonriendo y saludando, con los invitados llenando la calle detrás de ellos. Cuando habían recorrido unos pocos kilómetros, se detuvieron a limpiar el coche.

Ya había oscurecido cuando iniciaron nuevamente la marcha; los faroles del coche estaban provistos de cubiertas para oscurecimiento, pero de todos modos condujo a gran velocidad. Lucy se sentía muy feliz.

—En la guantera hay una botella de champaña dijo David.

Lucy abrió el compartimiento, y encontró el champaña y dos vasos cuidadosamente envueltos en papel de seda.

Aún hacía mucho frío. El corcho saltó con un estampido y se perdió en la noche. David encendió un cigarrillo mientras Lucy servía la bebida.

—Llegaremos tarde para la comida —dijo él.

—¿Qué importa? —respondió ella alargándole el vaso.

Ella estaba realmente demasiado cansada, y la bebida le produjo sueño. El coche parecía correr a una velocidad altísima. Dejó que David se bebiera casi toda la botella. Luego, él comenzó a silbar St. Louis Blues.

Conducir por Inglaterra durante el oscurecimiento era una experiencia muy extraña. Uno extrañaba las luces que antes de la guerra no había visto nunca; eran las luces de las entradas de las casas y de las ventanas de las granjas, las luces de las agujas de la catedral y los anuncios luminosos de las posadas y —por encima de todo la luminosidad difundida en la lejanía por la ciudad cercana. Aunque uno hubiera podido verlas, no había señales de tráfico, pues habían sido retiradas para confundir a los paracaidistas alemanes, a los que se esperaba en el momento menos pensado. (Hacía tan sólo unos días, los graneros habían hallado en los «Midlands», paracaídas, radios mapas, pero como no había huellas de ninguna clase, se había llegado a la conclusión de que no habían aterrizado hombres y que se trataba de una triquiñuela de los nazis para sembrar el pánico en la población.) De todos modos David conocía el camino hacia Londres.

Ascendieron por un largo camino de montaña que el pequeño coche deportivo subió sin dificultad. Lucy contemplaba la negrura a través de sus ojos semicerrados, mientras escuchaba el distante ruido del motor de en un camión que se aproximaba.

Los neumáticos del «MG» chirriaban cuando David tomaba las curvas.

Creo que vas demasiado aprisa —dijo Lucy suavemente.

La parte trasera del coche derrapo en una curva hacia la izquierda. David hizo un cambio de marchha, temeroso de frenar y de que el coche derrapara de nuevo. A ambos lados, el seto se delineaba apenas bajo la luz de los faros cubiertos. Vino una curva cerrada a la derecha, que David volvió a derrapar con las ruedas traseras. La curva parecía no tener fin. El pequeño coche se deslizó de un lado a otro y giró ciento ochenta grados, de modo que quedó mirando atrás, y luego siguió girando en la misma dirección.

—¡David! —gritó Lucy.

De pronto apareció la luna y vieron el camión. Subía penosamente la montaña a paso de caracol, echando abundante humo, que a la luz de la luna surgía de su parte superior como una columna de plata. Lucy alcanzó a ver la cara del conductor, incluso su gorra de tela y su bigote, y también su boca abierta mientras apretaba a fondo los frenos.

El coche iba nuevamente hacia delante. Apenas había lugar para pasar en caso de que David lograra controlar el coche. Volvió a girar el volante y apretó el acelerador. Fue un error.

El camión y el coche chocaron de frente.

4

Los extranjeros tienen espías; Inglaterra tiene un Servicio de Inteligencia Militar. Como si esa denominación no fuera lo suficientemente eufemística, se abrevia MI. En 1940, MI formaba parte de la War Office. Crecía como la maleza —lo cual no causaba sorpresa—, y sus diferentes secciones eran conocidas por un número: MI9 controlaba las diversas vías por las que a través de las cuales los prisioneros de guerra podían escapar de los campos a través de la Europa ocupada hacia países neutrales; MI8 se encargaba de interceptar las comunicaciones radiofónicas del enemigo, y era más valiosa que seis regimientos; MI6 enviaba agentes a Francia.

El profesor Percival Godliman se unió al MI5 en el otoño de 1940. Se presentó a la Oficina de Guerra en Whitehall en una fría mañana de setiembre, tras una noche tratando de extinguir incendios en todo el East End; los ataques aéreos arreciaban y él era bombero auxiliar.

El Servicio de Inteligencia en época de paz estaba en manos de los militares, cuando —en opinión de Godliman el espionaje no tenía mayor importancia; pero ahora, según él, estaba lleno de aficionados, y a él le encantaba descubrir que conocía la mitad de la gente del MI5. Durante su primer día de trabajo se encontró con un abogado que pertenecía a su club, un historiador del arte que había ido con él a la Universidad, un archivero de su propia Universidad y su escritor favorito de novelas policíacas.

A las diez de la mañana le acompañaron hasta la oficina del coronel Terry, quien hacía varias horas que estaba allí; en la papelera había dos paquetes de cigarrillos vacíos. Godliman dijo:

—¿Consideras que debo tratarte de usted?

—No nos andamos con mucho protocolo aquí, Percey, de modo que si me llamas «tío Andrew» estará muy bien. Siéntate.

De todos modos había en Terry cierto tono cortante que él no había advertido cuando estuvieron almorzando en el «Savoy». Godliman advirtió que no sonreía y que su atención estaba centrada en una pila de mensajes sin leer que se encontraba sobre su escritorio. Terry miró su reloj y dijo:

—Ya te haré una breve descripción del asunto, pero antes quiero terminar de leer esto que empecé después del almuerzo.

—Esta vez tendré paciencia —dijo Godliman sonriendo. Terry encendió otro cigarrillo.

Los espías de Canaris en Inglaterra eran unos inútiles, volvió a decir Terry, como si su conversación hubiera acontecido hacía cinco minutos y no tres meses atrás. Dorothy O'Grady era un caso típico.

—La pescamos cortando los hilos telefónicos en la isla de Wight. Escribía cartas a Portugal con una clase de tinta invisible que se compra en las tiendas de artículos de magia.

En setiembre había llegado una nueva ola de espías. Su tarea consistía en hacer un reconocimiento de Inglaterra para facilitar la invasión. Debían hacer un reconocimiento de las playas aptas para aterrizar, de campos y carreteras que pudieran servir para transportar los planeadores, de trampas contra carros de combate y de los obstáculos que bloqueaban los caminos o de los lugares rodeados por alambre de espino.

Al parecer, habían sido seleccionados indiscriminadamente, estaban mal entrenados y mal equipados. Constituían casos típicos los cuatro que aparecieron en la noche del 2 al 3 de setiembre: Meier, Kieboom, Pons y Waldberg. Kieboom y Pons aterrizaron cerca de Hythe al amanecer, y fueron arrestados por Private Tollervey del Somerset Light Infantry, que les pescaron en las dunas tratando de comerse una gran salchicha mugrienta.

Waldberg se las ingenió para enviar un mensaje a Hamburgo:

LLEGADO A SALVO. DOCUMENTOS DESTRUIDOS. PATRULLA INGLESA A DOSCIENTOS METROS DE LA COSTA.

PLAYAS CON REDES DE CAMUFLAJE Y GENTE DURMIENDO EN VÍA FÉRREA A INTERVALOS DE CINCUENTA METROS.

NO HAY MINAS. POCOS SOLDADOS. EDIFICIO SIN TERMINAR. CAMINO NUEVO.

WALDBERG.

Evidentemente, no sabía dónde estaba, ni tenía siquiera un nombre de código. La calidad de su información se evidencia por el hecho de que no sabía nada sobre las medidas de seguridad inglesas. Se metió en un pub a las nueve de la mañana y pidió una botella de sidra.

(A Godliman esto le hizo gracia y se echó a reír. Terry dijo: «Espera a que se vuelva más gracioso.»)

El dueño le dijo a Waldberg que volviera a las diez. Podría pasarse la hora que faltaba echando una mirada a la iglesia del pueblo, le sugirió. Para su sorpresa, Waldberg estuvo de regreso a las diez en punto, hora en que dos policías en bicicleta le arrestaron.

—Parece un guión de Una Vez Más Ese Hombre —dijo Godliman.

Meier fue hallado unas pocas horas más tarde. Once agentes más fueron apresados durante las últimas semanas, la mayoría a las pocas horas de aterrizar en suelo inglés. Casi todos al cadalso.

—¿Casi todos? —preguntó Godliman.

—Sí. Un par de ellos fueron entregados a nuestra sección, Bl(a). Volveré a hablarte de esto en un minuto.

Otros habían aterrizado en Irlanda. Uno era Ernst Weber-Drohl, un conocido acróbata que tenía dos hijos ilegítimos en Irlanda. Se había presentado en todos los musichalls del lugar como «el hombre más fuerte del mundo». Le detuvieron en el «Garde Siochana», le impusieron una multa de tres libras, y lo entregaron a la Bl(a).

Otro era Hermann Goetz, quien por equivocación se lanzó en paracaídas en el Ulster en lugar de Irlanda; el IRA le asaltó, atravesó a nado el Boyne, en desnudo, y en un momento dado se tragó la pildorita y se suicidó. Tenía una cámara «made in Dresden».

«Si es tan fácil pescar a estos salteadores —dijo Terry—, ¿para qué vamos a buscar tipos sesudos como tú, por ejemplo, para hacerlo? Hay dos razones. Primero: no sabemos cuántos son los que no hemos pescado. Segundo: lo que importa es qué hacemos con los que no mandamos al cadalso. Aquí es donde entra a actuar la Bl(a). Sin embargo, para explicártelo debo remontarme a 1936.»

Alfred George Owens era un ingeniero electrónico que trabajaba en una compañía con unos cuantos contratos gubernamentales. Durante la década de los años treinta visitó varias veces Alemania, y de modo espontáneo comunicó al Almirantazgo ciertas informaciones técnicas que había recogido en aquel país. Con el tiempo, el Servicio de Inteligencia de la Marina lo asignó a la MI6, que comenzó a prepararle como agente. El Abwehr lo reclutó más o menos en la misma época, según descubrió la MI6 cuando interceptó una carta que él enviaba a un conocido alemán. Estaba claro que se trataba de un hombre sin lealtad; que simplemente quería ser un espía. Nosotros le llamábamos Snow; los alemanes lo llamaban Johnny.

En enero de 1939, Snow recibió una carta con instrucciones: 1) para usar un transmisor y 2) un comprobante de equipaje para ser presentado en la consigna de la estación Victoria.

Fue detenido el día después que estalló la guerra, y él y su transmisor (que había retirado en su correspondiente maleta en la estación Victoria ante la sola presentación del comprobante) fueron encerrados en la cárcel de Wandsworth Prison. Siguió comunicándose con Hamburgo, pero ahora todos los mensajes estaban escritos por la sección B1(a) de MI5.

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