Y donde Víctor era eso: un benemérito de la comprensión humana.
San Lucas era ya conocida como la Universidad del Crimen en Costa Rica. La carrera criminal de un hombre se iniciaba así: reformatorio de menores; penitenciaría o cárcel de provincias y al final San Lucas.
De cada cien reos que recobraban la libertad, ochenta y cinco regresaban por el mismo delito y a veces peores. Cuando un hombre salía de San Lucas no encontraba trabajo en ninguna parte, ni siquiera cuando iba con buenas intenciones; y al no encontrar amistad, manos buenas que se le extendieran, afrontaba uno de los más graves problemas que un ex presidiario puede encontrar: no lograr hacerse de nuevo al ambiente de la libertad.
Un detalle insignificante y terriblemente expresivo muestra todo el horror que el nombre de San Lucas engendra en la mente de los pueblos y es que en toda la distribución geográfica de Costa Rica no existe una escuela, una iglesia o un pueblo que lleve el nombre de.
San Lucas. Y no hay personas con ese nombre. Es un nombre tabú en el pensamiento de todos y de ahí que a nosotros se nos mirara como salidos del mismo infierno. Y casi siempre los más repulsivos crímenes eran cometidos por ex presidiarios de San Lucas.
Decía don Víctor que su idea era hacer de la isla un lugar de prueba.
Hoy han pasado muchas cosas. Y una a una le pido que ponga en su libro mis palabras, porque tengo mucho interés en que don Víctor Manuel se entere hoy y se ponga contento al saber que la colonia por él pregonada fue al final una realidad y que de cada cien hombres que hoy salen solamente tres vuelven a tener problemas con la justicia.
Don Víctor ideó una selección de reclusos no por delitos sino por grados de readaptación o posibilidad de la misma; y una cosa linda de verdad: se permitió que los reos fueran a la playa para conseguir madera echada afuera por el mar y en esa forma se pudieron hacer como cien casitas que remedaban tugurios, remiendos de miseria, pero que daba al reo la oportunidad de habitar fuera del penal, en los aledaños cercanos al monte. Y en esa forma el reo de buen comportamiento se liberaba del pabellón infernal donde el calor, olores fétidos y la mugre eran pan nuestro de cada instante.
Al reo que se le permitió una de esas casitas, hizo su jardín y hasta se rumoraba que iban a dar permiso para que vinieran nuestras madres, esposas, hijas, amigas o lo que fuera, a pasar cinco días en cada mes haciéndonos compañía.
La visita periódica también se iba a iniciar.
Fue permitido escribir cuantas camas quisiera hacer el reo y poco a poco el penal se fue convirtiendo, en vez de un lugar lleno de cosas terribles, en una isla donde para ingresar, debía tener buena conducta en otros penales.
Pero don Víctor Manuel hizo más: enterado por el director de lo que nosotros hacíamos con la mula «Margarita» en un tiempo pasado, dijo que iba a permitir que las mujeres vinieran libremente a la isla una vez cada semana.
Desde San José empezaron a llover las órdenes que lo cambiaron todo.
Los buenos fueron separados de los malos y los menores de los adultos.
Se empezó a pagar la suma de un colón por cada día de labor y en esa forma en una quincena los reos recibíamos sueldo y el trabajo se mejoró.
Los rebeldes, sodomos, marihuanos, fueron enviados a la penitenciaría de San José.
Existe en el penal una playa que los reos no conocían sino en tarjetas postales y ahora se abrió para que nos fuera posible bañarnos. La isla entera se abrió sin restricciones al turismo en los meses del verano.
Desde lo alto del infinito, Dios tenía puesto cada uno de sus ojos en los corazones y soplaba a poquitos en el alma sencilla y llena de fe que tenía don Víctor Manuel Obando.
El látigo recibio un punto final.
El inhumano calabozo, la tortura física o mental llegó a su fin.
Los hombres de la vieja guardia que fueron reconocidos como verdugos se les dio de patitas en la calle y en su lugar llegaron hombres sinceros, honestos, más humanos. Guardias en vez de soldados.
Don Víctor Manuel Obando creía que la Revolución de 1948 tenía que dar los primeros pasos, en lo cual él citaba la Reforma Penitenciaria y en verdad así fue.
Los guardias al trabajar ahí ya sabían que el reo no es un hombre al que hay que llenarle el corazón de odio, sino brindarle aliento, enseñarle un camino nuevo, mostrarle que es capaz de buscar también por sí mismo una vida mejor cuando recobra la libertad.
Se fundaron talleres de sastrería y el uniforme dejó de ser a rayas como el vestido de gusano que tantos años usamos hasta caer a pedazos. Y hubo taller de mecánica, carpintería, luz eléctrica y un hospital todo nuevo donde poco a poco empezaron a llegar los campesinos de los alrededores de la isla en las costas del Golfo de Nicoya, por la fama de lo bien que se atendía en nuestro centro médico y por lo sabiamente que lo dirigía el enfermero don Miguel Elizondo.
Y desde ese tiempo empezó una buena costumbre y era que a los reos más sobresalientes en agricultura, cuando venía el tiempo de la siembra del maíz, se les repartía tierras y se les brindaba la semilla; luego, lo que ellos sembraban, se convertía en parte de sus ahorros.
Uno que otro interno empezó a recibir dinero de sus casas y compraron radios. Se hicieron «ventas», y para el colmo del lujo, se nos permitió tener una refresquería en la que vendían refrescos como en la libertad, con hielo y todo. Fuimos conociendo adelantos como el cine, los jugos en lata, los refrescos de botella, la radio.
Y hasta se llegó a fundar un Comisariato con un plan de servicio social donde se vendía al reo a precios de costo todo lo que había en las pulperías de Puntarenas. También se hizo una plaza de deportes donde cada domingo se permitió ir a jugar con equipos de lugares lejanos que nos visitaban.
Claro que con el tiempo las casitas de madera se convirtieron en ladrillos y hasta una hermosa biblioteca se fundó.
También tuvimos escuela para aprender a leer y escribir, pero de verdad todo eso salió gracias al impulso del ideal que un día germinó en el corazón del señor Obando.
La mujer es alegría.
Después de María Reina, la mujer más linda de mi pueblo era Merceditas, la de Guadalupe.
Merceditas era la maestra de la escuela que usaba un diente de oro y los domingos se ponía zapatillas de charol. También ella vivía en la Calle de las Solteras y yo decía cuando pasaba: «Es tanto así de linda como el reír de María Reina.»
Y seguramente que sí porque la mujer es alegría cuando entera suele ser así y así…
Como Merceditas, la maestra de la escuela, que usaba zapatillas de charol para ir a misa y un diente de oro entre sus labios.
Pero yo creo que tiene usted razón.
Y es verdad que todos nos pusimos muy contentos cuando se dio permiso para que nos visitaran las mujeres.
Y es que muchas mujeres es igual a una cantidad inmensa de alegrías.
Ya para entonces yo tenía una de esas casitas que fabriqué con mis propias manos con la ayuda de dos compañeros.
Cuando se permitieron las visitas, unos meses atrás, con la excepción de una que otra mujer familiar del comandante, solamente entraban hombres.
Ahora se trataba de que podían ingresar las mujeres todas.
Un enviado de la comandancia visitó clubes de Puntarenas y dejó invitadas a más de 50 muchachas.
Todas aceptaron. Y bueno: que nosotros los reos nos llenamos de contento.
Teníamos tantos años de no conocer una mujer que en nuestro pensamiento danzaba como un cuento para niños, la imagen de las muchachas que iban a llegar el próximo sábado.
Según lo rezaba el permiso, podrían pasar todo el domingo en la isla y el lunes en la mañana las dejarían de nuevo en el puerto.
¿Cómo serían?
Pensaba yo que eran bonitas, de piernas rollizas, de senos buenos y grandes como jícaras y con unas manos acariciadoras.
Yo, de verdad, jamás había tenido relaciones con una mujer de amigos y creía que todas las mujeres eran en sus relaciones como lo fue mi María Reina, puesto que antes nunca había sabido lo que es un besar callado y bonito de mujer.
Hasta me dio un poco de vergüenza asociar el nombre de mi amada con estas mujeres que ya iban a venir.
Se nos dijo sobre el precio convenido con ellas y que por lo tanto pagaría cada reo la suma de tres colones, quedando a voluntad del interno dar más.
Y se advertía con sumo cuidado que el pensar en una jugada sucia a una de esas muchachas, era malo, ya que traería consecuencias.
Desde seis meses antes se nos pagaba un colón cada día por nuestro trabajo y por eso hasta un modesto ahorro tenía uno que otro.
Esa fue la semana en que todos nosotros, centenares, sacamos la mejor ropa que teníamos.
Esa ropa fue engomada, planchada, remendada y los que podían, pues se vistieron mejor que los que teníamos muy poco.
¡Había que vernos!
Ya se había abandonado la costumbre de pelarnos coco y de modo que algunos lucían bigote pintado, patillas negras, cabellos llenos de aceite untado en tal cantidad que les resbalaba por la frente como si de tanto pensar en las mujeres se les hubiesen derretido los sesos.
Algunos tenían hasta su buena palmada de brillantina fina en la cabeza y sobre la camisa unas gotas de un perfume que estaba muy en moda dentro del penal y que se llamaba «Perfecto Amor».
Los únicos que estaban un poco cariacontecidos eran los maricones, que preveían con sumo tino que el negocio llevado por ellos con tanto éxito iba a morir para siempre.
Se avisó a los guardias (pues ya he dicho que la soldadesca desapareció después de la Revolución del 48) que ellos no podían hacer uso de las mujeres y que estaban destinadas nada más que para los reos.
Ese primer sábado todo fue amarillo como las flores de un árbol de cortés.
El día estaba muy lindo.
Lindo como empezaron a ser los días desde que terminó la tortura de la cadena para los reos.
Yo puedo decir que en lo que a mí respecta el carácter caminó con el tiempo que iba.
Si llovía me ponía muy triste.
Sobre todo si llovía en las madrugadas antes de marcharnos para el trabajo.
Una visión del tiempo que ya pasó se me quedaba en el cerebro: una llovizna fría que iba poco a poco horadando la mañana; una fila de reos entumecidos esperando la revisión de sus cadenas y luego una marcha hasta los destinos cruzando pedregales fríos o pantanos donde la cadena se hundía. Amaneceres tristes porque cuando llueve, los cocuyos y las luciérnagas no existen, y ni siquiera se escucha el canto del pájaro diablo que casi siempre a esas horas empieza a picotear sobre la mañana con un graznar de tristeza que parece un llamado de los infiernos.
Pero si hacía bonito y no llegaba la lluvia, mi corazón se ponía lindo como caracol de playa. Entonces un viento empieza por hamacar las palmeras y conforme avanza, se van cayendo los cocos desde lo alto y ese mismo viento revoloteaba sobre mi cabello blanco con gris hasta hacerme reír.
Los reos habíamos aprendido a reír de nuevo.
Lo primero que hice ese sábado fue bañarme.
Un mes hacía que no me bañaba. Lo recuerdo muy bien porque ese día iba a tener un significado especial para mi vida.
Luego me vestí de limpio: una camisa blanca con puños almidonados que por arreglarla me había cobrado el nica Brown, dueño de la lavandería, quince reales. Lavarla no me costó un cinco ya que yo mismo lo hice en una de las recién estrenadas pilas de la lavandería. Como mi camisa tenía unos hoyos por donde anduvieron mordiendo las cucarachas, la remendé lo mejor que me fue posible proponiéndome que cuando la guardara de nuevo le iba a poner unas pelotas de naftalina para hacer correr los bichos que se la habían comido.
Además de camisa limpia me puse un pantalón verde con una línea al centro que ni hecha con un cordel de lo bien que estaba.
A las nueve de la mañana se vino una tormenta desde el mar que llenó de polvo el penal entero. Era una tormenta de ventarrones.
No era bueno recibir a una amiga con tierra en el pescuezo, por lo que acudí a bañarme otra vez.
Recuerdo que el agua estaba muy tibia.
Uno de los compañeros de apellido Pinto tenía un banco de carpintería donde hacía guitarras con incrustaciones de carey y de concha muy bonitas. A Pinto le compré en un cinco dos pliegos de papel de lija ya gastada y con ella me di a lijar un poco mi pata de palo que se encontraba tan negra por el polvo y el barro acumulados por mucho tiempo. Cuando terminé, ya estaba limpia y pulida. Lo mismo hice con las correas que con sebo quedaron así de limpias y lucientes.
La casita que yo tenía era de un solo cuarto.
Detrás de ella estaba un fogón donde a veces cocinaba y adentro un armario, una cama, la mesa, tres bancos y dos cajas de cartón para guardar mis pertenencias. Al frente, un pequeño jardín sembrado con enredaderas, amapolas y tres matas de geranio que se negaban rotundamente a dar flor. Los geranios no daban flor, seguro, por estar presos o por ser flores traídas desde Alajuela y que aquí se ahogan por el calor y la arena.
Aunque yo siempre pensé que no daban flor por estar dentro de un penal donde no existe la libertad.
Cuando salí de mi casita para dirigirme al frente del muelle, ya estaban muchos hombres esperando. Todos muy aseados con su mejor ropa, chorreando brillantina, empolvado el rostro, muy serios, con ambas manos metidas en cada uno de los bolsillos del pantalón. Las bromas de uno para con el otro señalaban el nerviosismo.
¡Mujeres en el presidio!
La palabra tenía para nosotros un encanto que no era fácil de resistir y de ahí que todos, jóvenes, viejos, inválidos o no, estábamos muy seguros de ser el preferido por una de las muchachas lindas que iban a venir. Se nos anunció que esa lancha cargada de mujeres iba a llegar a las diez de la mañana. Uno que otro de buenos recursos y que habitaban su casita, hasta mataron una gallina y la tenían en el horno en espera de la visita.
Porque es bueno decir, antes de que se me olvide, que por esos días también se nos permitía tener un patiecito de gallinas, uno que otro cerdo y hasta un perro.
No tenía yo tanto dinero como para comprar una gallina entera, pero buscando en el fondo de mis cajas de cartón me encontré unos reales escondidos y con ellos acudí a una cocina donde un compañero hacía negocio vendiendo bocados de comida y compré dos piernas de pollo.