La jota de corazones (28 page)

Read La jota de corazones Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

—Un deportivo, entonces —señaló Marino.

—Según cómo se mire. Para mí, un Corvette es un deportivo. Un Thunderbird o un Cougar son de capricho.

—¿Pudo ver cuánta gente iba en el coche? —le pregunté.

Meneó la cabeza.

—Ni idea, la verdad. Estaba muy oscuro, y no me quedé mirándolo.

Marino se sacó del bolsillo una libreta de notas y empezó a hojearla.

—Señor Joyce —comenzó—, Jim Freeman y Bonnie Smyth desaparecieron el 29 de julio, un sábado por la noche. ¿Está usted seguro de que vio ese coche antes de que desaparecieran? ¿Seguro que no fue más tarde?

—Tan seguro como que estoy aquí sentado. Lo sé porque estuve enfermo, como acabo de decirles. Empecé a encontrarme mal la segunda semana de julio. Me acuerdo porque el cumpleaños de mi mujer es el 13 de julio. Siempre voy al cementerio el día de su cumpleaños y le llevo flores. Acababa de hacerlo, y nada más llegar a casa empecé a encontrarme raro. Al día siguiente estaba demasiado enfermo para levantarme de la cama. —Fijó la mirada en la lejanía durante unos instantes—. Debió de ser el 15 el 16 cuando salí a recoger el correo y vi el coche.

Marino sacó sus gafas de sol, listo para marcharse.

El señor Joyce, que no había nacido ayer, le preguntó:

—¿Creen que lo de esas parejas asesinadas tiene algo que ver con la muerte de mi perro?

—Estamos comprobando muchas cosas. Y es mejor que no hable de esta conversación con nadie.

—No diré ni una palabra; no, señor.

—Se lo agradecería.

Nos acompañó hasta la puerta.

—Vuelvan cuando quieran —nos invitó—. En julio estarán maduros los tomates. Ahí detrás tengo un huerto con los mejores tomates de Virginia. Pero no hace falta que esperen hasta entonces para visitarme. Cuando quieran. Yo siempre estoy aquí.

Permaneció en el porche, mirándonos, mientras nos alejábamos.

Marino me dio su opinión mientras seguíamos la pista de tierra hacia la carretera principal.

—El coche que vio un par de semanas antes de que mataran a Jim Freeman y Bonnie Smyth allá en el bosque me parece sospechoso.

—Y a mí también.

—En cuanto al perro, tengo mis dudas. Si lo hubieran matado unas semanas antes de que Jim y Bonnie desaparecieran, o incluso unos meses, creería que hemos dado con algo. Pero, diablos, a Joder se lo cargaron cinco años antes de que muriese la primera pareja.

«Zonas de matanza», pensé. Quizás habíamos dado con algo, de todos modos.

—Marino, ¿ha pensado que tal vez nos las vemos con alguien para quien el lugar de la muerte es más importante que la elección de las víctimas?

Me miró de soslayo, atento a mis palabras.

—Es posible que el asesino se pase mucho tiempo buscando el lugar perfecto proseguí —. Cuando lo encuentra, captura a su presa y la lleva a ese punto cuidadosamente elegido. Lo más importante es el lugar, y la época del año. Al perro del señor Joyce lo mataron a mediados de agosto. La época más calurosa del año, pero fuera de temporada en lo que a la caza se refiere, exceptuando a los cuervos. Todas las parejas han sido asesinadas fuera de temporada. En todos los casos, los cuerpos fueron encontrados por cazadores semanas o meses más tarde, una vez abierta la veda. Es sistemático.

—¿Sugiere acaso que el asesino estaba explorando los bosques en busca de un lugar donde cometer sus asesinatos cuando se presentó el perro y le estropeó los planes? Me miró con expresión ceñuda.

—Sólo sopeso ideas.

—No se ofenda, pero creo que ésta puede tirarla directamente por la ventana. A no ser que ese pájaro se pasara años enteros fantaseando sobre los asesinatos antes de ponerse manos a la obra.

—Yo diría que el individuo en cuestión tiene una vida fantástica muy activa.

—Tal vez debería dedicarse a trazar perfiles psicológicos —comentó—. Empieza usted a hablar como Benton.

—Y usted empieza a hablar como si ya hubiera descartado a Benton.

—No es eso. Es sólo que en estos momentos no estoy de humor para tratar con él.

—Aún sigue siendo su compañero de VICAP, Marino. Usted y yo no somos los únicos que estamos bajo presión. No sea demasiado duro con él.

—Últimamente parece que se le da bien eso de repartir consejos gratis —rezongó.

—Alégrese de que sean gratis, Marino, porque necesita usted todos los consejos que pueda conseguir.

—¿Quiere cenar algo?

Eran casi las seis de la tarde.

—Esta noche tengo ejercicio —respondí, contrariada.

—Jesús. Supongo que eso será lo próximo que me aconseje.

La mera idea nos hizo a los dos sacar nuestros cigarrillos.

Llegué tarde a la clase de tenis, a pesar de que hice todo lo posible, menos saltarme los semáforos en rojo, para llegar a tiempo a Westwood. Se me rompió uno de los cordones de las zapatillas, el mango de la raqueta me resbalaba de entre los dedos y había un bufete mexicano en el piso de arriba, lo cual quería decir que la galería de observación estaba llena de gente sin nada mejor que hacer que comer tacos, beber margaritas y contemplar mi humillación. Después de mandar cinco reveses seguidos mucho más allá de la línea de fondo, empecé a flexionar las rodillas y golpear la pelota más despacio.

Los tres tiros siguientes fueron a dar en la red. Las voleas eran patéticas, las dejadas, horrorosas. Cuanto más me esforzaba, peor lo hacía.

—Se abre usted demasiado pronto y golpea demasiado tarde. —Ted pasó a mi lado de la red—. Demasiado balanceo hacia atrás y demasiado poco acompañamiento. ¿Y qué pasa entonces?

—Que empiezo a pensar en dedicarme al bridge —respondí, mientras mi frustración se convertía en ira.

—La cara de la raqueta queda abierta. Lleve la raqueta hacia atrás enseguida, gire el hombro, apoye el pie y golpee la pelota hacia delante. Y manténgala pegada a las cuerdas tanto tiempo como pueda.

Me acompañó a la línea de fondo e hizo una demostración, enviando varias pelotas por encima de la red mientras yo lo contemplaba presa de los celos. Ted tenía una definición muscular como dibujada por Miguel Ángel y una coordinación excelente, y además era capaz de dar a la pelota el efecto que quisiera sin esforzarse en absoluto, de manera que rebotara sobre mi cabeza o quedara muerta a mis pies. Me pregunté si los grandes deportistas se daban cuenta de cómo nos hacían sentir a los demás.

—Casi todo su problema es de cabeza, doctora Scarpetta —me explicó—. Se presenta usted aquí y quiere ser Martina, cuando le iría mucho mejor ser usted misma.

—Bien, lo que es evidente es que no puedo ser Martina —mascullé.

—Se esfuerza demasiado por ganar puntos, cuando debería tratar de no perderlos.

Juegue con inteligencia, coloque bien la pelota y procure mantener el juego hasta que su oponente cometa un fallo o le dé una ocasión clara de marcar un tanto. Es así como se juega aquí. Los partidos en un club no se ganan, se pierden. Si alguien la derrota no es porque haya ganado más puntos que usted, sino porque usted ha perdido más. —me dirigió una mirada reflexiva y añadió—: Apuesto a que en su trabajo no es tan impaciente. Apuesto a que devuelve todas las pelotas, por así decirlo, y puede seguir haciéndolo toda la jornada.

Yo no estaba tan segura, pero las recomendaciones de Ted ejercieron el efecto contrario al que pretendía. Apartaron mis pensamientos del tenis. Jugar con inteligencia. Más tarde, en la bañera, reflexioné detenidamente sobre ello.

No venceríamos nunca al asesino. Sembrar casquillos y artículos en los periódicos eran tácticas ofensivas que no habían dado resultado. Era tiempo de utilizar un poco de estrategia defensiva. Los criminales que escapan a la justicia no son perfectos, sino afortunados. Cometen errores. Todos los cometen. El problema está en reconocer esos errores, comprender su significado y determinar lo que es deliberado y lo que no.

Pensé en las colillas que habíamos encontrado junto a los cadáveres. ¿Las había dejado el asesino intencionadamente? Era lo más probable. ¿Constituían un error? No, porque eran inútiles como prueba y no podíamos averiguar la marca. Las jotas de corazones encontradas en los vehículos se habían dejado de forma deliberada, y tampoco eran un error. No habíamos encontrado huellas dactilares en ellas y, en todo caso, su propósito podía ser el de hacernos pensar lo que la persona que las había dejado quería que pensáramos.

Disparar contra Deborah Harvey, estaba segura, había sido un error. Luego estaba el pasado del asesino, que era lo que en aquellos momentos ocupaba mi atención. No pudo pasar de ciudadano respetuoso de la ley a asesino consumado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué pecados había cometido antes, qué actos de maldad?

Para empezar, podía haber matado el perro de un anciano hacía ocho años. Si yo estaba en lo cierto, había cometido otro error, porque ese incidente permitía suponer que residía en la zona, que no era un recién llegado. Y eso hizo que me preguntara si no habría matado antes.

A la mañana siguiente, nada más terminar la reunión con el personal, hice que mi analista informática, Margaret, me proporcionara un listado con todos los homicidios que se habían producido en ochenta kilómetros a la redonda de Camp Peary en los últimos diez años. Aunque no buscaba necesariamente un homicidio doble, eso fue exactamente lo que obtuve.

Los números COIO4233 Y COIO4234. Nunca había oído hablar de estos casos, relacionados entre sí, que databan de varios años antes de mi llegada a Virginia.

Regresé a mi despacho, cerré las puertas y estudié los expedientes con creciente excitación. Jill Harrington y Elizabeth Mott habían sido asesinadas ocho años antes, en septiembre, un mes después de la muerte del perro del señor Joyce.

Las dos mujeres contaban menos de veinticinco años en el momento de su desaparición, ocho años antes, la noche del viernes 14 de septiembre. Sus cuerpos se hallaron a la mañana siguiente en el cementerio de una iglesia. No encontraron el Volkswagen de Elizabeth hasta el día siguiente, en el aparcamiento de un motel, junto a la carretera 60, en Lightfoot, muy cerca de Williamsburg.

Empecé a estudiar los informes de las autopsias y los diagramas de los cuerpos.

Elizabeth Mott había recibido un disparo en el cuello, tras el cual, se conjeturaba, fue apuñalada una vez en el pecho y degollada. Estaba completamente vestida, sin indicios de asalto sexual, no se recuperó ninguna bala y tenía marcas de ligaduras en torno a las muñecas. No había lesiones defensivas. Los informes de Jill, sin embargo, eran harina de otro costal. Presentaba cortes defensivos en ambas manos y antebrazos, y contusiones y laceraciones en la cara y el cuero cabelludo, como si la hubieran golpeado con una pistola. Además, tenía la blusa desgarrada. Por lo visto había presentado una tremenda resistencia, hasta que terminó con once puñaladas.

Según los recortes de periódico incluidos en el expediente, la policía del condado de James City declaró que las mujeres habían sido vistas por última vez bebiendo cerveza en el Anchor Bar and Grill de Williamsburg, donde permanecieron aproximadamente hasta las diez de la noche. Se suponía que habían conocido allí a su atacante, que habían salido con él y lo habían seguido hasta el motel donde más tarde se encontró el coche de Elizabeth. En algún momento, el atacante las secuestró, acaso en el aparcamiento, y las obligó a conducirlo al cementerio, donde las asesinó.

En esta teoría había muchos puntos que no parecían encajar. En el asiento trasero del Volkswagen la policía encontró rastros de sangre que carecían de explicación. El grupo sanguíneo no coincidía con el de ninguna de las dos mujeres. Si la sangre era del asesino, ¿qué había podido ocurrir? ¿Luchó con una de las mujeres en el asiento de atrás? De ser así, ¿cómo no se había encontrado también sangre de ella? Si las dos mujeres viajaban delante y él atrás, ¿cómo recibió la herida? Tampoco era lógico suponer que se hubiera cortado mientras luchaba con Jill en el cementerio. Después de asesinarlas, tuvo que llevar su coche desde el cementerio hasta el motel, de modo que la sangre hubiera debido estar en el asiento del conductor y no detrás. Finalmente, si el individuo pensaba asesinar a las mujeres tras mantener relaciones sexuales, ¿por qué no se limitó a matarlas en la habitación del motel? ¿Y por qué los exámenes físicos de las mujeres daban negativo en cuanto a semen? ¿Habían mantenido relaciones sexuales con aquel individuo y se habían lavado luego?

¿Dos mujeres con un hombre? ¿Un ménage a trois? Bueno, me dije, no había mucho que yo no hubiera visto ya en mi trabajo.

Llamé al despacho de la analista informática y contestó Margaret.

—Necesito que me hagas otro favor —pedí—. Quiero una lista con todos los casos de homicidio investigados por el inspector R. P. Montana, del condado de James City, que dieran positivo en cuanto a drogas.

—Enseguida. —oí el tableteo de los dedos sobre el teclado.

Cuando recibí el listado comprobé que el inspector Montana había investigado seis casos positivos en cuanto a drogas. Los nombres de Elizabeth Mott y Jill Harrington aparecían en la lista, porque la autopsia había revelado la presencia de alcohol en su sangre. En ambos casos se trataba de niveles insignificantes, inferiores a un 0,05. Por otra parte, Jill había dado positivo en cuanto a clordiazepóxido y clinidio, medicamentos activos que se encuentran en el Librax.

Descolgué el teléfono, llamé al departamento de policía del condado de James City y pregunté por el inspector Montana. Me dijeron que ahora era capitán en Asuntos Internos y pasaron mi llamada a su oficina.

Pensaba ser muy cautelosa. Si Montana se daba cuenta de que yo creía que los asesinatos de las dos mujeres podían estar relacionados con las muertes de las otras cinco parejas, temía que se echara atrás, que no quisiera hablar.

—Montana —respondió una voz gruesa.

—Soy la doctora Scarpetta —me presenté.

—¿Qué tal, doctora? Parece que en Richmond siguen matándose a tiros, por lo que veo.

—La cosa no mejora —asentí—. Estoy estudiando una serie de homicidios positivos en cuanto a drogas —le expliqué—, y me gustaría hacerle un par de preguntas sobre unos cuantos casos antiguos que he encontrado en el ordenador.

—Dispare. Pero hace tiempo de eso. No sé si recordaré todos los detalles.

—Básicamente me interesa la situación, los detalles que rodean cada muerte. La mayor parte de sus casos se produjeron antes de que llegara yo a Richmond.

Other books

Identity X by Michelle Muckley
The Dance of the Seagull by Andrea Camilleri
Storm at Marshbay by Clara Wimberly
A Long Strange Trip by Dennis Mcnally
Red Harvest by Dashiell Hammett
Man with the Dark Beard by Annie Haynes
Dream Man by Linda Howard