La lanza sagrada (11 page)

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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

Un hombre gritó desde la zona de espera: «¡Viva Jack!». Algunas personas sonrieron. Después, en el televisor apareció una fotografía borrosa sacada de una grabación de seguridad en la que Chernoff salía con Jack Farrell del hotel Royal Meridien de Hamburgo. Los rostros quedaban ocultos por las sombras, y ella llevaba el cuerpo tapado por un abrigo y muy pegado al de Farrell. Según la periodista, el análisis de ADN de los restos encontrados en la habitación del hotel probaba que eran amantes, no solo jefe y empleada.

Un grupo de jóvenes con aspecto de comerciales lanzaron un grito al unísono, mientras las ancianas sonreían:

—¡Jack, Jack, Jack!

La periodista siguió diciendo que se buscaba a Chernoff para interrogarla en al menos... Malloy se perdió el número, ahogado por la fraternidad de amigos del Millonario Fugitivo. Después oyó:

—...hombres de negocios rusos y europeos relacionados con el crimen organizado.

No comentaron nada sobre sus actividades en Occidente.

Le dio la espalda a la pantalla y se tomó un momento para reflexionar sobre la gran simpatía despertada por Jack Farrell. Jane estaba en lo cierto: con la aparición de Chernoff, la historia se inflaba. No desaparecería después de la detención, los medios iban a seguir buscando cosas nuevas, material polémico. ¿Una conspiración de la CÍA para ponerle una trampa a un icono estadounidense? Eso serviría.

Y cuando ocurriese, Jane estaría acabada... junto con cualquier otra persona que encontrasen agarrada a sus faldones.

Durante el vuelo a Hamburgo, que resultó tener escala en Londres, Malloy repasó los resúmenes del FBI que le había enviado Gil.

Farrell desapareció de su vivienda de Manhattan treinta y seis horas antes de que la policía de Nueva York se pusiera en contacto con el FBI. No había rastro de violencia, tan solo una cama deshecha y ropa por el suelo. Examinó las fotos digitales del lugar. Jack Farrell vivía bien. Malloy hojeó todo el material hasta encontrar a Irina Turner, la ayudante que había compartido los primeros días de la huida de Farrell. Encontró su imagen y su biografía: solo llevaba un par de meses como secretaria de Farrell, era guapa, rubia, de treinta y dos años, sin datos sobre su educación. Natural de Lituania con nacionalidad estadounidense desde el 2000. La ciudadanía la consiguió al casarse con Harry Turner, un empresario que viajaba con frecuencia a los países bálticos. Se divorció cuatro años después, y no había nada más sobre él...

Regresó a la descripción de los movimientos de Farrell. No habían sabido nada de su teléfono móvil desde que había huido, aunque tampoco lo habían encontrado. No había usado la tarjeta de crédito. Doce horas después de la búsqueda del apartamento de personas desaparecidas, un equipo de apoyo del FBI descubrió que Farrell se había embolsado las reservas e efectivo de tres compañías de seguros de su propiedad. Curiosamente, lo había hecho seis semanas antes de la huida.

Malloy meditó un momento sobre eso. Hacía siete semanas, la Comisión de Valores y Bolsa estaba preparándose para las entrevistas y le pidió a Farrell que proporcionara ciertos registros de contabilidad. Farrell empezaba a sentir la presión, pero no tenía razón para asustarse. Reunió sesenta millones, una cantidad de dinero seria, aunque resultó no ser más que el principio.

Menos de una semana después de llevarse las reservas de las aseguradoras, una de las empresas europeas de Farrell compró poco más de cincuenta millones de dólares en platino y lo vendió inmediatamente después a un fabricante de automóviles alemán. Se trataba de una transacción rutinaria, pero el dinero recibido se transfirió a un nuevo fondo de reservas, desde donde se envió a diferentes cuentas, para después perderse su rastro. Se produjeron otros movimientos similares en la misma empresa durante las dos semanas siguientes, y lo mismo en algunas de las empresas de materias primas en las que Farrell tenía el interés mayoritario. Diez por aquí, treinta por allá... Nadie se preocupaba demasiado, esas cosas pasaban, algunos millones se escurrían por las rendijas. Era la clase de robo que cualquier persona de negocios podía realizar, aunque la desventaja era que resultaba sencillo descubrir al culpable; a no ser, claro, que se pensara huir.

Malloy no se había dado cuenta de que Farrell llevaba semanas preparándose para desaparecer, y debería haberlo hecho. No se pueden meter quinientos millones de dólares en una maleta o fundir diez toneladas de oro y llevárselos en el maletero del coche, y no se puede conseguir que todo se desvanezca con tan solo pulsar un botón. Hay que trabajárselo; hay que pensar los movimientos financieros; hay que evitar despertar demasiadas sospechas durante todo el tiempo posible; hay que pedir un préstamo que no pretendes pagar, olvidar un pago y perder el papeleo de una transferencia; hay que hacer que la gente busque en el sitio equivocado, crear problemas con un envío, negarte a pagar hasta que se soluciona el problema y después transferir los fondos a una cuenta de haberes. Desde allí a las Caimán, a la Ciudad de Panamá, a Nicosia, a Beirut, a Liechtenstein o a cualquier otro país en el que los directivos de los bancos tengan autoridad para decidir si permiten el acceso de las policías occidentales. Un poquito por allí, otro poquito por allá y, mientras tanto, el reloj sigue marcando las horas. El mundo de Farrell estaba listo para caérsele encima en cuanto los empleados de sus distintas empresas empezasen a hablar entre ellos sobre los problemas que, de repente, estaban teniendo.

En Montreal, Farrell consiguió nuevas identidades para Irina Turner y él mismo. Después fue en jet privado a Barcelona, aunque se suponía que el vuelo era a Irlanda. Menos de una semana después de la desaparición de Farrell, Irina Turner sale de nuevo a la luz y la detiene la policía española acusada de llevar documentación falsa. Invitan al FBI a España para realizar el interrogatorio. Malloy no tenía las transcripciones, pero leyó los resúmenes: Turner cooperó y les dio los detalles suficientes para que el FBI siguiera el rastro de Farrell desde Nueva York a Barcelona. Así que sabían dónde había estado, aunque no dónde había conseguido los documentos falsos, ni tampoco lo más importante: cuál era su destino.

Poco después de la aparición de Irina, la policía de Hamburgo recibió una llamada anónima de un teléfono público avisándoles de que Jack Farrell estaba en el Royal Meridien. El Royal Meridien era un hotel de cinco estrellas en el centro de la ciudad. La policía realizó una incursión a medianoche en la suite de Farrell pocos minutos después de la llamada. Encontraron vapor en los espejos, una cartera masculina en el escritorio, pasaportes y tarjetas de crédito, de todo menos a Farrell. Al cabo de unas horas, la policía ya había identificado a la nueva novia del fugitivo: Helena Chernoff.

Los agentes especiales del FBI Josh Sutter y Jim Randall cogieron el primer vuelo que salía de Barcelona y llegaron a Hamburgo a mediodía.

Malloy cerró el portátil e intentó dormirse, aunque sin éxito. Había muchas cosas que no le gustaban de la huida de Farrell. Lo cierto era que ni siquiera debería haber sabido lo de la acusación sellada y la inminente detención, pero, aun así, había salido pitando pocas horas después de que todo se pusiera en funcionamiento. Peor todavía era la decisión de empezar a mover dinero de empresas legítimas para guardarlo en cuentas secretas justo cuando la Comisión empezó a escarbar en los procedimientos de su compañía. Si los directivos huyeran cada vez que pasaba algo semejante, ¡todos serían fugitivos!

No tenía sentido. Además, si Jack Farrell de verdad temía lo que pudiese encontrar la Comisión y sabía que lo estaban observando, debería haberse largado a algún sitio que no concediese extradiciones. Tenía acceso a, como mínimo, cuarenta o cincuenta millones en fondos legítimos y relativamente líquidos. Eso, más el idioma y la habilidad empresarial para ganar más dinero cuando se volviese a instalar, tendría que haber bastado. Había países a los que no les importaban las infracciones «menores» y recibían con los brazos abiertos a los multimillonarios y sus fortunas, pero, si había dinero robado de por medio, los mismos países dejaban de proteger frente a la extradición.

Llegados a ese punto, las opciones de Farrell eran limitadas y, en su conjunto, poco atractivas. Podía contratar los servicios de un país delincuente y arriesgarse con un dictador sin leyes, o cambiarse de identidad y ocultarse en la sombra en alguna nación del segundo o tercer mundo. «¿Por qué se pondría un hombre inteligente en una posición tan poco envidiable?», se preguntó Malloy.

E
L
L
ANGUEDOC

V
ERANO DE 1931
.

Dieter Bachman encontró a Rahn en su pensión a primera hora de la mañana siguiente a su cena juntos. Bachman parecía un hombre a punto de hacer una proposición desagradable, pero, de hecho, solo le preguntó a Rahn si querría hacer de guía durante unos días. Rahn, que no entendía del todo qué esperaban de él, vaciló.

—Hay muchas cosas que ver —explicó Bachman con una sonrisa incómoda—, y, para no andarme con rodeos, le diré que, aunque no habíamos planeado visitar la región, usted ha despertado nuestro interés... ¡por los cataros, me refiero!

Añadió que correrían con todos los gastos de Rahn y, naturalmente, le pagarían por las molestias. La cantidad que ofrecía era muy superior a las tarifas que cobraban los locales, y Rahn se tomó un momento antes de responder. Al fin y al cabo, no era bueno parecer demasiado ansioso.

—Hay muchos guías disponibles —respondió—. ¿Ha Preguntado sus tarifas?

—Estoy seguro de que no sería difícil conseguir un descuento si lo que se quiere es una visita superficial. Sin embargo, nosotros no estamos interesados en ese tipo de cosas, sino que estoy pensando en una semana o dos, según lo que permita su agenda. Algunos castillos, unas cuantas de las cuevas más importantes, y un poco de historia por el camino y durante la cena con un académico para aderezarla, de modo que podamos beneficiarnos de la experiencia.

—Supongo que podría hacerlo. Sin duda. En realidad, parece bastante divertido —concedió Rahn, y se dieron la mano.

Una vez a solas, Rahn meditó sobre el intercambio. Las palabras de herr Bachman no sugerían nada indebido, pero su actitud le había resultado extraña, como si le estuviese proponiendo algo más que una visita guiada por los Pirineos. A pesar de que el instinto le pedía precaución, Rahn dejó a un lado sus temores, porque estaba claro que Bachman no era de los que disfrutaban con las infidelidades de sus esposas. En realidad, la observaba con atención. Quizá solo quisiera conocer la sensación, flirtear con el desastre, por decirlo de alguna manera. Y flirtear con Frau Bachman no le costaría nada en absoluto, Frau Bachman... Elise... era extraordinaria, una belleza oscura, más alta que la media, con un cuerpo esbelto y atlético, y la sonrisa insolente de una mujer que seguía disfrutando de los placeres del mundo. ¡No le costaría nada, eso estaba claro! Además, ella parecía interesada en todo lo que él decía; no se trataba de una cara bonita con la cabeza hueca. Calculó que tendría la misma edad que él o que, al menos, había nacido en aquel mismo siglo, de modo que la Gran Guerra no era más que un recuerdo de infancia para ella. Varios años, quizá un par de décadas más joven que su marido, que tampoco era mal tipo, aunque sí algo pretencioso.

Por algunos comentarios que les había oído, sabía que llevaban algunos años de matrimonio. No eran recién casados. Lo más probable era que buscasen la chispa que les devolviese a su luna de miel. Al pensar en ello, Rahn se preguntó si Elise se habría casado por amor, seguridad o comodidad. Seguro que no había sido por pasión. Dieter Bachman no era un nuevo rico, por lo que daban a entender sus observaciones; era algo que la clase adinerada siempre procuraba dejar claro lo antes posible. ¿Había sido ella una chica pobre que le había llamado la atención? ¿O provenía Elise de una familia con dinero que deseaba un apellido mejor?

Rahn había trabajado duro para pagarse aquel verano en los Pirineos franceses. Vivía con un presupuesto ajustado, con la esperanza de estirar unas cuantas semanas hasta convertirlas en un mes o dos. Magre le había lanzado un caramelo al presentarle a los Bachman, y él, después de una agradable conversación nocturna, lo había convertido en una especie de banquete. Con el dinero que le ofrecía herr Bachman, en una semana de trabajo podría pagarse otro mes de estudio, por no mencionar un viaje gratis por todas las ruinas y fortalezas medievales de la región.

Si de camino se desarrollaba algún flirteo con Frau Bachman, ¿qué tenía eso de malo? Siempre que nadie se lo tomase demasiado en serio, todos podrían divertirse.

—Espero que quepamos todos.

Dieter Bachman señaló a un Mercedes Benz SSK de 1930. El vehículo era un largo descapotable lustroso de techo bajo. El guardabarros delantero parecían gigantescos trineos a ambos lados de un motor que ocupaba dos tercios del largo del automóvil. El diminuto maletero apenas tenía espacio para el equipaje de todos, pero Rahn consiguió atar el suyo al guardabarros trasero, para después encontrarse compartiendo asiento con la delicada Frau Bachman, a la que tenía prácticamente en el regazo. Herr Bachman bromeó diciendo que confiaba en que Rahn fuese un verdadero cátaro, y los tres se rieron con el nerviosismo de adolescentes que se van de excursión.

A Bachman le gustaba conducir deprisa, así que Elise, Frau Bachman, no dejaba de darse contra Rahn; al final, Rahn no podía pensar en otra cosa que no fuese ella, el elegante aroma de su lustroso pelo negro, la dulce piel almizclada tan cerca de sus labios, el delicado cuello, los ojos, oscuros y tentadores. Ella le preguntó una vez, sin insinuar de ningún modo ser consciente del efecto que tenía sobre él, si estaba molestándolo, y él respondió, valiente: «¡Claro que no!».

Se detuvieron para estirar las piernas por el camino y, antes de subirse de nuevo al coche, Bachman le preguntó con intención:

—Espero que por culpa de mi mujer no esté pasando más calor de la cuenta.

El hombre parecía divertirse.

Rahn los había dirigido al pueblo de Ussatles-Bains, donde quería enseñarles una de las grandes cuevas de Europa. Sugirió que comiesen en el Des Marronniers antes de bajar, así que se sentaron en el exterior, a la sombra de un bosquecillo de castaños, que era lo que le daba su nombre al hotel. Disfrutaron de un pato asado y una botella de Merlot del Languedoc. Mientras comían, Rahn les describió algunas de las familias más importantes de la región en los años que precedieron a la cruzada del Vaticano en aquel territorio. Como en la mayor parte de Europa por aquel entonces, los matrimonios cruzaban fronteras, incluso idiomas y culturas. Considerar a los cataros un solo pueblo era una equivocación, porque, en realidad, se trataba de una cultura. Les contó que, en vez de la región montañosa rural y bastante empobrecida de los años treinta, por aquel entonces el sur de Francia estaba más avanzado que el resto de Europa: tenía estabilidad política, prosperidad económica y, en general, se llevaba bien con sus vecinos. Según Rahn, era una rareza en la Europa feudal.

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