La locura de Dios (16 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

Ella había señalado su habitación con un candil encendido. Trepé por una enredadera hasta la ventana, y me introduje en su alcoba. Ella me esperaba junto a la cama, cubierta tan sólo por un sutil camisón. El corazón latía feroz en mis sienes.

—Aquí estoy —le dije—. No puedes imaginar cuántas veces he soñado con vivir este momento.

—Lo sé —respondió ella—; acerca esa luz, ¿quieres, Ramón?

Tomé el candil, y lo acerqué a su rostro. ¡Dios, qué hermosa era!

—Te amo —murmuré con el deseo estrangulando mi voz.

Ella desabrochó su camisón, y empezó a bajarlo por sus hombros. Yo no podía apartar mis ojos de los suyos.

—Mírame bien, Ramón… —dijo—. Mírame bien.

Yo sonreí lascivo. Mis ojos descendieron por su rostro perfecto, sus labios, su delgado y hermoso cuello; hasta sus pechos…

Sus pechos…

Retrocedí horrorizado, la luz casi escapó de mis manos.

—¡Dios! —exclamé. Su pecho izquierdo era apenas un despojo consumido por el cáncer. Era como una flor reseca y marchita aplastada entre las páginas de un libro. El tejido negro, corrupto, se extendía destructor hasta su axila. Quizá no le quedaban muchos meses de vida. Sentí pena por ella y por mí. Todo giraba a mi alrededor.

—¡Fíjate, Ramón —exclamó entre sollozos—, en la vileza de este cuerpo por el que estabas dispuesto a condenarte!

Desperté en medio de un grito, empapado por un ácido sudor helado.

Los gog dormían a mi alrededor, roncando como puercos. A lo lejos aquel fuego infernal seguía ardiendo. Pensé en el cuerpo del pobre Ahmed consumiéndose lentamente en aquel aceite ardiente. Todo había acabado para él; dolorosamente, con horror; pero quizás había sido más afortunado que yo.

Saludé al nuevo día como a un resplandor divino que tuviera el poder de limpiar mi alma y mis ojos de todo cuanto había contemplado.

Pero, pobre de mí, aquellos nauseabundos horrores no habían hecho más que empezar, el futuro me deparaba cosas mucho peores.

5

A la hora prima levantamos el campamento, y seguimos nuestro camino hacia el Levante. Al cabo de unas horas, la humedad empezó a reverdecer el suelo y supuse que andábamos cerca de un oasis, cuando alcanzamos la ciudad de los gog.

Era una enorme ciudad nómada, con más de quinientas tiendas de fieltro negro a las que los tártaros llamaban
yurtas
. Todas estaban dispuestas de la misma manera, con las entradas de las tiendas orientadas hacia el mediodía, tensadas con cuerdas, y rodeadas de campos y riachuelos, sin ninguna empalizada que las protegiera.

Muchos gog, machos y hembras, deambulaban entre las tiendas ocupándose de sus faenas, ajenos a nuestra presencia. Las hembras vestían con paños de colores claros y sus cuerpos debían de estar tan cubiertos de pelo como el de los machos; ascendía por sus cuellos hasta enmarcar el óvalo de sus rostros oscuros, y descendía por sus piernas hasta los tobillos. Rostro, manos y pies parecían casi completamente desprovistos de pelo negro y tenían unos rasgos simiescos. Eran incluso más menudas que los machos, pero cabalgaban sus pequeños caballos con la misma habilidad, y parecían ocuparse del cuidado de los rebaños de ovejas y camellos que pastaban tranquilamente entre las
yurtas
. Vi cómo las hembras también limpiaban y curtían las pieles de perros y ovejas, extendiéndolas al sol en unos bastidores de madera, y cómo preparaban el fieltro con pelo, leche y grasa de animales. Los machos fabricaban flechas y arcos y templaban el acero en pequeñas hogueras encendidas aquí y allá.

La primera sensación que me produjo aquella ciudad-campamento era la de un inmenso hormiguero con todos sus miembros atrapados por una febril actividad. Ni uno de ellos levantó la cabeza a nuestro paso, ni apartó la mirada de lo que estaba haciendo; ni siquiera las jaurías de cachorros sucios y andrajosos, que correteaban como pequeños simios, saltando con habilidad los riachuelos entre las
yurtas
. Aquel comportamiento subrayaba el carácter inhumano de aquellos seres, pues es bien sabido que la curiosidad es la primera característica de toda criatura humana. Cruzamos como espectros ante aquellos seres laboriosos pero de miradas vacías y nos encaminamos hacia el centro de la ciudad donde se asentaban las
yurtas
de la nobleza.

El olor de aquel lugar era nauseabundo; un penetrante hedor a cuero mal curtido, sebo y putrefacción. Y aumentaba conforme nos íbamos internando en los círculos centrales de tiendas. Entonces vi una gran jaula de hierro a mi derecha, y sentí que gran parte del olor a corrupción provenía de aquel lugar. Un grupo de perros negros y feroces ladraban y se peleaban en el mismo borde de la jaula.

Me acerqué con precaución a ella, y mis guardianes no trataron de impedírmelo.

En el interior de la jaula, hacinados como alimañas, al menos un centenar de hombres extendieron sus manos implorantes hacia mí suplicándome ayuda. Aquellos desdichados se mantenían de pie en un espacio diminuto, apretados unos contra otros, levantándose y resbalando sobre los cadáveres putrefactos de sus compañeros que habían ido muriendo incapaces de resistir aquel horroroso tormento. Los perros introducían sus hocicos a través de los barrotes de la jaula y arrancaban los miembros de los cadáveres para luego disputárselos unos a otros con ferocidad.

Estuve a punto de dar la vuelta y alejarme lo antes posible de aquel nuevo horror, pero uno de aquellos desdichados, uno que parecía un anciano marchito, pero que por su voz deduje que no debía de contar con más de treinta años, me gritó en
sarraïnesc
:

—¡Hermano del Libro, no nos abandones, ten piedad de nosotros!

Me volví hacia aquel hombre sin poder apartar el horror de mis ojos, pues me costaba respirar el aire corrompido que provenía de aquel lugar, y le pregunté si eran turcos. Él me respondió llamándome nuevamente
hermano del Libro
y rogándome que les ayudara o les diera, al menos, una muerte digna. Yo sólo pude decir, conteniendo el llanto que atenazaba mi garganta, que rezaría por ellos.

—Rezaré por vosotros —repetí mientras obligaba a mi montura a dar media vuelta y me alejaba al trote de aquel lugar de muerte. Mis peludos captores me siguieron silenciosos y sonrientes en todo momento.

Aquellos hombres, adoradores de Mahoma, habían sido nuestros enemigos durante incontables generaciones. Habíamos luchado encarnizadamente contra ellos, y ellos contra nosotros, nos habíamos infligido mutuamente terribles torturas y sufrimientos, pero nada podía compararse a lo que sucedía en aquel lugar.

¿De dónde había salido aquella raza espantosa de seres impíos, de monstruos que no tenían nada de humano?

Frente a ellos, los turcos parecían más humanos, y las diferencias de nuestras razas y nuestra fe me parecían ahora ridículas y fútiles disputas entre hermanos. Aquellos seres eran ajenos a toda humanidad; eran algo más que maléficos, estaban poseídos por una maldad que sólo podía describirse como enfermiza. En aquellos momentos no tuve ninguna duda de estar rodeado de demonios surgidos de las profundidades de la Tierra.

Con mi mente nublada por estos y otros pensamientos fui conducido como un pelele por aquellos seres hasta el centro mismo del campamento. Una
yurta
enorme, cubierta de pieles de león y leopardo, y con las cuerdas hechas de seda trenzada, ocupaba la amplia explanada central, elevándose sobre una sólida tarima de madera.

Nueve tridentes de los que colgaban nueve colas de algún gran animal, estaban clavados frente a la entrada. Mis captores me obligaron entonces a desmontar de mi caballo y arrodillarme frente a aquellos tridentes cuyo significado desconocía. Después subimos las escalinatas hasta lo alto de la tarima, y me arrastraron al interior de la tienda. Era amplia, de cincuenta codos o más de diámetro; en su centro ardía una hoguera cuyo humo escapaba por una abertura situada en el ápice de la
yurta
, donde se cruzaban las maderas que eran el esqueleto sustentador de la tienda. A pesar de ese orificio, el interior de la
yurta
estaba enturbiado por el humo y el aire era sofocante y levemente narcótico.

La cabeza empezó a dolerme casi al instante de penetrar en aquel ambiente denso.

Siempre arrastrado por dos de mis captores, rodeé el fuego central, y me dirigí al estrado situado en el otro extremo de la tienda. El suelo estaba alfombrado con pieles de armiño y marta, y alrededor de aquel estrado brillaban lámparas de oro que quemaban incienso. Un gog enorme se sentaba en un trono dorado presidiendo aquel lugar.

Era gigantesco, mayor y más pesado que dos hombres juntos (lo que resultaba extraño cuando todos los miembros de su raza que yo había visto eran tan diminutos), e iba completamente vestido de seda y adornos dorados, con sus manos y su rostro cubiertos de pelo negro e hirsuto. La expresión de sus ojillos era verdaderamente maligna. Sujetaba entre sus manos una pierna de carnero, casi cruda, que chorreaba sangre y grasa sobre su pecho, arrancándole grandes pedazos de carne a dentelladas, que tragaba rápidamente.

A su alrededor, y a sus pies, habría unas veinte hembras completamente desnudas, sin otra cosa sobre sus peludos cuerpos que algunos collares y diademas de oro y piedras preciosas. Las hembras se contoneaban indecentemente en alguna especie de danza blasfema que hacía sonar sus adornos dorados. Tan sólo sus rostros, sus manos y pies, y una zona alrededor de los pezones, estaban libres de aquel vello oscuro que las cubría completamente.

Aparté mis ojos de aquellos cuerpos indecentes sólo para ver algo que, de alguna forma, me resultó aún más repulsivo.

Era tan humano como yo, pero su cuerpo gordo y blanco parecía encontrarse en las últimas etapas de la más profunda degeneración. Vestía los harapos de lo que en alguna ocasión debió de ser una rica túnica bordada en oro, pero que ahora estaba destrozada y deshilachada. Su rostro era abotargado y sus grotescos y gruesos labios se abrían en una boca oscura y desdentada; sólo poseía una aureola de largos y grasientos mechones de pelo en torno a la cúpula calva de su cráneo, y éstos se derramaban sobre lo que quedaba de las hombreras doradas de su túnica. Me miró con sus ojos saltones y enrojecidos, parpadeando lentamente como si dudara de que yo fuera real.

El cacique gog le increpó con su bárbaro idioma gutural, y el gordo y pálido humano le miró con atención mientras hablaba; después se volvió hacia mí y pronunció algunas palabras con una voz afeminada e insegura, en algún idioma que yo no conocía pero cuyo acento no me resultaba completamente extraño. Pensé que quizás era siríaco. Yo le respondí en
sarraïnesc
, en griego y en latín que no podía comprenderle, y los ojos del hombre se agrandaron por la sorpresa.

—Jesús-Cristo es nuestro Señor —pronunció el hombre en un correcto griego.

—Él es nuestro Salvador —repliqué, inclinando levemente la cabeza—. ¿Eres cristiano católico?

—Por favor, atiéndeme —dijo él con su melosa voz—. Estás en presencia del Señor de todas estas tierras, cuyo nombre es Dorga. Debes guardarle el respeto que merece, y no apartar tus indignos ojos del suelo. No le mires directamente, porque al hacerlo le desafías, y en ese caso me temo que tu vida no durará mucho.

Bajé rápidamente mis ojos, y pregunté nuevamente al intérprete:

—Dime, ¿quién eres tú?

—Un humilde servidor de Cristo, tan indigno como tú —respondió él—; pero que hace mucho viajó hasta lejanas tierras para extender la Verdadera Fe de Nuestro Señor el Hijo de María…

Y utilizó la palabra griega
Khristotókos
, es decir, la «Madre de Cristo»; y no
Theotókos
, que hubiera significado: «La Madre de Dios», lo que era más correcto.

—¡Eres un sacerdote nestoriano! —comprendí.

El hereje me sonrió con su boca desdentada.

—Así es, pero no estás aquí para hablar de teología, sino para responder a las preguntas de mi señor Dorga.

Intenté arrinconar en mi mente la aversión que aquel tipo me producía. Miembro de un clero ignorante, supersticioso, simoníaco y blasfemo; que toleraba la poligamia y ordenaba sacerdotes a los niños desde la cuna. Peor aún, la Iglesia nestoriana se había dejado contaminar por los groseros ídolos de aquellas naciones bárbaras.

—Adelante —le dije—, he venido hasta aquí en paz. Dile esto a tu señor.

—No creo que ese detalle le preocupe lo más mínimo —replicó—; sí le interesa saber, en cambio, cuál es la naturaleza de tu viaje.

—Somos comerciantes; y sólo estamos de paso por estas tierras pues nuestro destino es mucho más lejano. Podemos pagaros generosamente por el derecho de cruzar.

El nestoriano tradujo mis palabras haciendo sonar en su garganta las gorjeantes sílabas del idioma gog.

Uno de mis captores, que había permanecido tras de mí en silencio hasta ese momento, habló rápidamente apenas el nestoriano terminó de traducir.

Entonces el gordo hereje se volvió hacia mí y dijo con evidente satisfacción:

—Yeda dice que mientes, que tus compañeros de viaje son lobos ocultos en pieles de comerciantes.

Así que el gog que hablaba
sarraïnesc
se llamaba Yeda.

—No queremos nada contra vuestro pueblo —dije con la voz más implorante que fui capaz de pronunciar. Al mismo tiempo le mostré al gordo caudillo mis manos desnudas, en lo que consideré que sería un aceptable gesto de buena voluntad.

Pero esto pareció, en cambio, enfurecerle. Dorga, arrojó a un lado lo poco que quedaba de la pierna de carnero, se puso en pie, y avanzó hacia mí profiriendo horribles gritos. Yo continué con la cabeza agachada, sin atreverme a mirarle, y él descargó una salvaje patada contra mis viejas costillas.

Durante un momento permanecí en el suelo cubierto de pieles, tumbado de costado, luchando por superar el dolor que sentía e inhalar una bocanada más de aire.

—Te aconsejo que no dirijas gestos hacia mi señor, ni le mires directamente.

—Acepto el consejo —tosí.

Dorga se plantó junto a mí, y me gritó con todas las fuerzas de sus pulmones. Yo me acurruqué aún más en el suelo, y cerré los ojos esperando un nuevo golpe en mis costillas. Pero el golpe no llegó, y el caudillo gog repitió su grito.

—Mi señor Dorga pregunta sobre tu papel en esa expedición. Dice que, desde luego, tú no pareces un guerrero; ni un comerciante.

Abrí los ojos, y vi el peludo pie del gordo caudillo a menos de un palmo de mi rostro. Estaba tan cerca, que pude distinguir las pulgas rojizas que correteaban por entre el pelo de sus tobillos.

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