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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (30 page)

Vadinio me explicó que la principal diferencia entre el aeróstato y los balones que yo había visto en Apeiron era que éste poseía una estructura rígida; es decir, su forma no venía dada por la presión interna de un gas, sino por un armazón de viguetas de metal ligero.

—Esto nos permite construirlos mucho mayores, como puedes ver —dijo Neléis.

—¿Para qué necesitáis algo tan grande? —pregunté.

—Para transportar a mucha gente —fue su respuesta—; lejos de la ciudad.

Yo empezaba a comprender el objetivo de aquellos enormes vehículos.

—Esto es la bodega —siguió diciendo el genovés—, una vez montadas las literas, aquí podremos albergar a cien infantes, con todas sus armas y equipamientos. Ven.

Vadinio abrió una trampilla en el suelo y vi otra escalerilla metálica extendiéndose hacia abajo. El genovés descendió por ella, y Neléis y yo le seguimos.

Estábamos en una sala de menor tamaño, con las paredes completamente cubiertas de cristales engarzados en delgadas guías metálicas. Vista desde el exterior, era como una barcaza, con el suelo de madera, que colgaba debajo de la curva del leviatán. Estaba llena de complejos instrumentos de metal dorado.

—Éste es el puente —me explicó el marino, sin poder ocultar su emoción ante todo aquello—; cada aeróstato puede ser gobernado desde aquí por sólo diez aeronautas.

A través de los cristales que nos rodeaban, se tenía una perfecta visión del interior del
tinglado
; los otros leviatanes alineados, y los obreros trabajando. Pasé mi mano por aquellos
cristales
y descubrí que su tacto era extraño.

—Son de materia sintética —explicó Neléis—; una solución de nitrato de celulosa en alcanfor… bueno, eso no importa, lo interesante es que tiene las mismas características de transparencia que el cristal, pero son mucho más ligeros y resistentes.

Aquello me sonaba a alquimia; y si era así, si era posible transformar mediante combinaciones químicas unos materiales en otros, eso representaría un nuevo revés a mis creencias. Pero estaba dispuesto a aceptarlo; intentaba mantener mi mente abierta a todo lo que veía, pues veía que todo aquello tenía un único objetivo. Y éste era combatir contra el Mal. Una nueva cruzada hasta el
Remoto Norte
a bordo de estos leviatanes, como si de galeras voladoras se tratase, con un ejército de setecientos hombres en su interior.

Recorrimos el puente, observando con cuidado cada uno de los instrumentos allí reunidos. Reconocí una preciosa brújula con la rosa de los vientos pintada, y una gran rueda de timón, sin duda para dirigir el aeróstato como si se tratara de un navío en el mar. Pero uno de los aparatos no supe reconocerlo, y pregunté de qué se trataba.

Era una gran caja de metal negro. De la que sobresalían cordones y tubos dorados.

Neléis se acercó, y tomando una especie de orejeras, unidas a la máquina por un cordón, me las entregó indicándome que las colocase sobre mis oídos.

Extrañado, obedecí; y la consejera tomó entonces un manubrio situado a un lado de la máquina, y lo hizo girar varias veces. La mujer acercó su boca a una trompetilla que también se unía a la máquina con un grueso cordón, y dijo:

—Atención. Alguien que me dé una señal de respuesta.

Y una voz sonó directamente en mis oídos:

—Se te escucha fuerte y claro, consejera.

Aparté asustado aquellas orejeras, y casi di un salto hacia atrás.

—He oído una voz salir del interior de eso —dije. Escuchar voces salidas de la nada tenía un nuevo significado para mí después de mi experiencia con el
rexinoos
.

Neléis contuvo la risa, y me explicó que se trataba del mismo principio que comunicaba al
rexinoos
con el
Adversario
. Y que los científicos de Apeiron aprendieron a construir esas máquinas estudiando el funcionamiento interno de los
rexinoos
.

—Entonces debe de ser un instrumento básicamente malvado —aseguré.

—Sólo es un telecomunicador; nos permite hablar a distancia —dijo—, sólo eso.

Abandonamos el puente, atravesamos la cubierta de la bodega, y, tras subir otra escalerilla, desembocamos en un gran espacio, de trescientas varas de longitud, repleto de un confuso entramado de viguetas y cables metálicos. Diez enormes balones se alineaban a cada lado de una estrecha pasarela central. Cada uno de ellos sería tan grande como el que sustentaba el vehículo volador que nos había llevado hasta allí, y estaban aprisionados por una densa red de finísimos tubos.

—A este lugar le llamamos la sentina —explicó Vadinio—; siguiendo la idea de que el aeróstato es como un barco invertido, ésta es la parte más alta. Quiero mostrarte algo que te agradará, especialmente a ti que sientes un gran interés por las máquinas.

Caminamos por la pasarela que era tan estrecha que dos personas no podían situarse una junto a otra y que tenía una barandilla con pasamanos a ambos lados.

Al llegar al centro de la sentina, la pasarela se dividía en dos para rodear una enorme máquina de aspecto pesado. Era una caldera de vapor como las que yo había visto trabajando en la ciudad; reconocí los quemadores y las chimeneas por la que escapaban los humos, que eran dos tubos de metal oscuro que atravesaban la piel de lona del leviatán. Pero había un entramado mucho más complejo de tubos y conducciones entrando y saliendo de la máquina de vapor.

—Fíjate en esas correas —dijo Vadinio señalando unas gruesas cintas de cuero que salían de la máquina de vapor y atravesaban las dos paredes laterales de la sentina—; su función es transmitir la fuerza del motor a las dos hélices que están en el exterior.

El genovés rodeó la máquina de vapor y se acercó al lugar por el que desaparecía una de las correas. Allí la pared era sólo una especie de cortina de lona. Tiró de unas cuerdas y una sección de la pared se plegó mostrando una de las hélices que habíamos visto desde el exterior. La correa salía, rodeaba el cilindro que sujetaba la hélice, y regresaba a las grandes ruedas de la máquina de vapor.

Vadinio me explicó que, puesto que aquellas naves habían sido diseñadas para funcionar durante mucho tiempo lejos de la ciudad, su sistema de impulsión tuvo que ser cuidadosamente estudiado para conseguir una mayor autonomía.

—Fíjate en esos tubos, Ramón.

El genovés me señalaba unas gruesas mangueras que salían desde unos grandes depósitos de cobre laterales, y entraban en la máquina de vapor.

—Esos depósitos contienen agua, que sirve tanto para alimentar la caldera de vapor, como para ser usada como lastre. Y fíjate en todo ese circuito —Vadinio lo señaló cuidadosamente—; el agua se transforma en vapor al pasar por la caldera y, tras ser usada su fuerza para impulsar las hélices, se hace discurrir el vapor por esas redes de tubos que rodean los balones de gas.

Se trataba de un gas más ligero que el aire al que Vadinio llamó
gas del Sol
, o algo así. Era ésta una substancia muy difícil de conseguir, y Vadinio me explicó que los apeironitas se veían obligados a viajar hasta un desconocido continente situado en las mismísimas antípodas para conseguir aquel
gas del Sol
.

El vapor de agua calentaba el gas en el interior de los balones y, puesto que el gas caliente pesa aún menos que el frío, le transmitía su fuerza ascensorial a los aeróstatos. Tras cederle su calor a los balones, el vapor volvía a transformarse en agua, y como tal regresaba nuevamente a los depósitos de cobre para reiniciar el ciclo. El combustible era aquel
aceite de piedra
del que la ciudad parecía tener una reserva inagotable, y que estaba contenido en grandes depósitos metálicos.

—Aunque no lo creas —intervino Neléis—, hemos probado muchos otros métodos antes de decidirnos por éste. Intentamos calentar los balones directamente con el aire expulsado por el motor de aceite, sin necesidad de usar agua y vapor, pero resultó menos efectivo porque el circuito de vapor-agua mantiene mejor el calor, y comprobamos que era posible recorrer más millas con menos combustible.

Yo escuchaba atentamente las palabras de ambos, admirado por todo el ingenio que los apeironitas habían empleado en la construcción de aquellos navíos voladores.

Sería inconcebible que tanto esfuerzo no fuera a servir para algo.

Abandonamos el leviatán por el mismo lugar por el que habíamos entrado, y Neléis recitó los nombres de cada una de las siete naves señalándolas:
Teógides, Ieragogol, Demetrio, Paraliena, Salaminia, Delíaca y Ammón
.

Todo estaba dispuesto para el gran viaje.

virtutes

Iustitia, Prudentia, Fortinudo, Temperantia, Fides, Spes,

Charitas, Patientia, Pietas

1

La
Salaminia
había sido cuidadosamente pertrechada para el viaje hacia el
mediodía
, hasta la ciudad de Samarcanda. Aquélla iba a ser la prueba de fuego para los aeróstatos, que hasta entonces se habían limitado a cortos vuelos por los alrededores de Apeiron, sin alejarse nunca más de unas decenas de leguas de la ciudad.

En esta ocasión el vuelo duraría varias horas, para recorrer una distancia que a pie nos hubiera llevado varias jornadas.

Diez almocadenes almogávares, entre los que estaban Sausi Crisanislao y Ricard de Ca n', realizarían el vuelo junto a una pequeña falange formada por veinte
dragones
de la ciudad. Aquél era un viaje de reconocimiento, para comprobar la información dada por Ibn-Abdalá sobre la concentración de tártaros en los alrededores de Samarcanda, por lo que los ocupantes del aeróstato se habían reducido al mínimo.

Viajarían también el propio Ibn-Abdalá, y cinco sarracenos que afirmaban conocer la región tan bien como el
cadí
. Y también iría yo.

—La idea —me había explicado Neléis—, es experimentar las reacciones de los hombres al viajar a bordo de una nave voladora, además de comprobar el funcionamiento y la respuesta de la propia
Salaminia
.

Es posible, y yo no dudaba de que aquello tuviera su lógica, pero hubiera deseado no ir. Aún me asustaban aquellos gigantescos leviatanes voladores y, lo que era más importante, llevaba varios días estudiando y dibujando uno a uno todos los componentes de la maravillosa
máquina analítica
, y sentía que estaba cercano al momento en que podría comprender perfectamente su funcionamiento. No deseaba embarcarme precisamente entonces en un nuevo viaje, aunque fuera a durar sólo unas horas.

Pero Joanot me convenció:

—Los almocadenes que irán a bordo de ese barco volador te necesitan, Ramón.

—¿A mí? —Me extrañaron sus palabras.

—Precisamente a ti. Tú nos has traído hasta aquí; eso lo saben todos y confían en ti, anciano. Son unos hombres valientes, bien lo sabes, pero no es un secreto que ese viaje les asusta mortalmente.

—Lo entiendo, porque a mí también me asusta.

—Es normal, no parece una forma natural de viajar, parece cosa de brujas, pero si no es con esos navíos mágicos, no podremos alcanzar el
Remoto Norte
de ninguna forma. En un futuro, Ricard y los demás almocadenes, insuflarán valor al resto de los almogávares para que monten en esos aparatos, pero ahora necesitan de tu guía para tener la suficiente confianza como para ir ellos.

—¿Aunque esté completamente aterrorizado?

Joanot de Curial rió con ganas.

—Tú siempre pareces mortalmente asustado, anciano, pero te meterías de cabeza en un volcán si creyeras que eso iba a servir para algo.

De modo que no tenía muchas opciones, pensé mientras me echaba hacia atrás para contemplar la enorme envergadura del aeróstato.

Había sido sacado del interior del tinglado por un numeroso grupo de hombres que lo sujetaban y dirigían con ayuda de unas largas cuerdas, hasta que su proa quedó sujeta a una especie de torreta de madera. Estaban probando la máquina de vapor, y pude ver los dobles chorros de vapor surgir de los costados de la nave, exactamente igual que si de un leviatán se tratase.

Tenía que admitirlo una vez más: aquella máquina me daba pavor. Vi entonces al grupo de almogávares con Ricard y Sausi a la cabeza. Aunque intentaban demostrar valor, los conocía lo suficiente como para ver el miedo que les embargaba. Miraban la gigantesca nave flotante y hacían chistes para ahuyentar sus temores. Llegué a oír a uno de ellos comparar el tamaño de la
Salaminia
con el tamaño de su pene, y todos estallaron en carcajadas.

Los sarracenos formaban un compacto grupo un poco más allá. También observaban el aeróstato, pero ninguno de ellos reía. Hablaban su lengua en voz baja, y cuando me acerqué, enmudecieron. Ibn-Abdalá me salió al paso.

—¿Tú también vendrás con nosotros? —me preguntó el
cadí
.

—Eso parece —le respondí, mirando de reojo a los otros cinco sarracenos. Y añadí al cabo de un instante—: tu información sobre los tártaros en Samarcanda ha resultado valiosa para los ciudadanos. Te están muy agradecidos.

Ibn-Abdalá hizo un gesto de desinterés.

—Tan sólo dije la verdad.

—¿Has cambiado de opinión sobre los apeironitas?

—Sólo intento colaborar —dijo rápidamente el
cadí
—. No me gusta esta gente, pero los tártaros y los gog son los enemigos de mi pueblo.

—No pareces preocupado por subir a bordo de esa máquina —observé.

El sarraceno se volvió a mirarla antes de contestar.

—No va a ser la primera vez,
hermano del Libro
; yo viajaba a tu lado cuando inconsciente te llevaban hacia la ciudad. Entonces me sacié de todo el miedo posible.

Amanecía cuando llegó un vehículo de vapor arrastrando un flotador con los
dragones
a bordo. Descendieron por la escalerilla, cargados con todos sus pertrechos, y tuve entonces la oportunidad de observarlos de cerca por primera vez.

Sus armaduras les cubrían todo el cuerpo y eran de un vivo color escarlata. No parecían estar hechas de metal, sino de algún material semejante a la cerámica o al cristal, pero tan fuerte como el acero y tan ligero como la madera. Cuando pregunté sobre este material a la capitana de la falange —una altísima mujer de nombre Mirina—, ésta me explicó que, al igual que los falsos cristales de los aeróstatos, se trataba de un material sintetizado a partir del
aceite de piedras
.

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