—¡Mirad eso!
Era Neléis quien había hablado, pero casi al instante escuché la voz de Vadinio exclamar: «¡Por el perro!».
Se trataba de un ser inconcebible. Una desviación de todos los principios conocidos de la naturaleza. Todos en el puente, Joanot, Herófilo y los aeronautas del
Teógides
, contuvimos un grito de asombro al verlo acercarse hacia nosotros.
Tenía un único miembro, semejante a un largo y huesudo brazo con una doble articulación; al final de este brazo, cinco dedos larguísimos, y tan delgados como las patas de una araña, se disponían radialmente, como las varillas de un parasol. Estos dedos estaban unidos entre sí por una membrana traslúcida, como la de las alas de los murciélagos, de color sonrosado y con algunos pelos en su superficie. Esta membrana se abría y cerraba, interceptando más o menos aire al hacerlo, para controlar la posición de la bola de pelo que estaba al otro extremo del
brazo
.
Esta bola, de al menos una vara de diámetro, debía de ser el cuerpo del animal, pero carecía de rasgo alguno, con la única excepción de dos grandes ojos marrones que parpadeaban lentamente.
Unos ojos inquietantemente humanos en mitad de aquel ser de pesadilla.
Vimos al menos una docena más de aquellas criaturas acercarse a nosotros, arrastradas por el viento, abriendo y cerrando su mano parasol, para dirigir con precisión sus movimientos por aquel vendaval. Nos miraban con curiosidad, sin hacer nada que pudiera ser considerado como hostil, aunque dado lo limitado de su estructura corporal, esto pudiera hacérseles más bien difícil.
Por supuesto pensé que estaba en presencia de almas en pena, condenados que purgaban sus pecados terrenales vagando eternamente en aquellos cuerpos monstruosos; errantes, impelidos por la furia ciega de un huracán. Escuchamos voces de terror por parte de los almogávares desde la bodega. Joanot y yo subimos para estar con ellos y tranquilizarlos.
—Ese sacerdote afirmó que éste no es lugar para ser visitado por los vivos —dijo Guzmán; un hombre de valentía probada, pero que ahora parecía al borde del pánico.
—Ese hombre no es un sacerdote de Dios —le dije con firmeza—; sino del diablo. Y nos dirá cualquier cosa que Satanás quiera que creamos.
Pero interiormente estaba muy lejos de sentir una firmeza tal. No es que, por supuesto, creyera en las palabras del hereje nestoriano, pero cada nervio de mi cuerpo me gritaba para que saliéramos de allí, para que huyéramos con rapidez de aquel tétrico lugar.
Quizás ésta fue la causa de que mis palabras no tuvieran ningún efecto en aquellos hombres, que siguieron mirando con ojos desencajados de terror a través de las portillas, a aquella manada de criaturas de pesadilla.
Joanot de Curial desenvainó entonces su espada, y la alzó gritando:
—¡Aragón! ¡Aragón!
Sólo eso, pero su efecto fue inmediato. Los cincuenta almogávares allí presentes, desenvainaron a su vez sus armas, y respondieron al unísono:
—¡Aragón! ¡Aragón!
Los
dragones
nos miraron entre asombrados y divertidos por aquel ritual, incapaces de comprender cómo la simple pronunciación del nombre de nuestra patria podía ejercer un efecto tan catártico sobre los miedos de aquellas gentes.
El temor se había esfumado como por arte de magia de los ojos de todos y cada uno de los valientes almogávares. En aquel momento se podrían haber enfrentado a cualquier cosa. Pero mi estancia en la ciudad me había vuelto lo suficientemente escéptico como para preguntarme cuánto duraría el efecto.
Herófilo apareció entonces en la trampilla que comunicaba con el puente.
—Vamos a capturar a uno de esos monstruos para estudiarlo —dijo—. ¿Quién de vosotros, almogávares, es el mejor con el arco?
Guillem, que ya se había recuperado la herida en el costado que había recibido en la expedición a Samarcanda, se adelantó preparando su arco. Herófilo le pidió una de sus flechas, y le ató un delgado cordel que llevaba con él.
—¿Crees que serás capaz de hacer blanco con esto?
Guillem sopesó la flecha de punta de acero y respondió afirmativamente. Ambos salieron a la balconada exterior que rodeaba la bodega y Guillem se afianzó apoyando su espalda contra la cobertura del aeróstato, y empujando con sus piernas contra la barandilla de la balconada. Las ráfagas de viento que parecían querer arrancar a ambos hombres de su posición penetraban por la puerta abierta por la que habían salido a la plataforma, y creaban remolinos en el interior de la bodega.
Guillem disparó, y falló el tiro.
El monstruo flotaba apenas a unas cincuenta varas de él, y estaba casi inmóvil manteniéndose milagrosamente en esa posición mediante el ejercicio de abrir y cerrar aquella especie de parasol con aspecto de alas de murciélago.
Guillem recogió con cuidado la flecha tirando del cordel a la que estaba atada. Volvió a prepararla, tensó el arco, y desvió su blanco teniendo en cuenta la enorme presión que el viento ejercía sobre la flecha y el cordel.
Disparó y esta vez alcanzó al monstruo justo entre los dos ojos.
Herófilo le ayudó a cobrar su presa tirando a la vez que Guillem del cordel, y los dos hombres entraron de nuevo en la bodega con su extraño trofeo con ellos.
Todos nos congregamos alrededor del médico para contemplar de cerca aquel capricho de la naturaleza: una cabeza sin cuerpo, y con un único brazo surgiendo de ella, rematado por una especie de ala circular de murciélago.
Yo sentí a mi alrededor el alivio de mis compañeros almogávares al comprobar que aquellas criaturas podían ser muertas por sólo una flecha.
Neléis, que también había subido a la bodega, se inclinó sobre el cadáver del monstruo, y apartó con una mano el pelaje alrededor de aquellos ojos, tan humanos, que ahora estaban fijos y vidriosos por la muerte. Apenas manaba sangre de la herida.
—¡No tiene boca! —exclamó la consejera atónita.
Y era cierto, ni boca ni ningún otro rasgo en aquella pelota de pelo, con la excepción de aquellos dos ojos. Herófilo volvió a cargar con el monstruo y dijo que lo iba a diseccionar. Pidió ayuda a Neléis, y la mujer me preguntó si deseaba acompañarles.
Asentí. Aquel ser me repugnaba, pero sentía una gran curiosidad por él.
Entramos en la enfermería que había sido delimitada en el interior de la bodega con sólo tres mamparas apoyadas contra la cubierta de lona, y el médico de Apeiron depositó su monstruosa carga sobre la camilla que estaba situada en el centro. Rebuscó entre su instrumental, ordenado en varios cajones sujetos a las mamparas, y se inclinó sobre la criatura con un afilado escalpelo entre sus dedos.
—Bien —dijo Herófilo—, ahora sabremos cómo estás hecho por dentro.
Llevado por un súbito presentimiento, le retuve la mano cuando estaba a punto de empezar a cortar.
—¿Qué sucede? —dijo el médico, elevando sus ojos hacia mí.
Les pregunté a ambos si estaban seguros de lo que iban a hacer.
—No podemos estarlo, Ramón —me respondió Neléis—. Nada de lo que hemos hecho aquí se ajusta a nuestras leyes científicas. Hemos matado a esta criatura sin saber si era un ser racional o no. Si esto podía perjudicarnos o no. Pero nuestra situación es excepcional; estamos en el mismísimo hogar del
Adversario, y
nuestra única oportunidad, nuestra única opción más bien, es actuar rápidamente. Cada instante cuenta antes de que nuestra incursión sea descubierta por él y tengamos que enfrentarnos a todo su poder. Debemos aprender cuanto podamos sobre este lugar antes de que eso suceda, y si ello supone abandonar toda precaución, bueno, me temo que no podremos evitarlo.
Comprendí los argumentos de la consejera y asentí mientras Herófilo volvía a acercar el escalpelo a la peluda piel del monstruo; pero no pude alejar los temores que hormigueaban en mi interior. Temores que se vieron inmediatamente confirmados cuando el médico clavó su instrumento en el cuerpo de aquella criatura.
Herófilo gritó, y saltó hacia atrás como impulsado por una fuerza demoníaca.
El médico rebotó contra la mampara que estaba tras él y cayó de bruces al suelo.
Neléis y yo nos quedamos paralizados por la sorpresa durante un instante; pero inmediatamente acudimos a socorrerle.
No estaba herido, tan sólo un poco conmocionado. Se puso en pie rápidamente.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntamos.
—Una descarga de energía —respondió él sacudiendo la mano que había sujetado el escalpelo y que ahora parecía dolerle—. Muy intensa, pero muy breve.
—¡Por el perro! —exclamó Neléis—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy a intentarlo de nuevo —dijo Herófilo recogiendo el escalpelo del suelo.
Yo iba a protestar, pero Neléis me hizo callar con un gesto. Era evidente que ese asunto era responsabilidad de Herófilo, pero yo seguía sintiéndome aterrorizado.
El médico clavó su instrumento en el mismo punto que antes, y sajó longitudinalmente la piel del monstruo. Esta vez no sucedió nada. Después tomó una especie de tenazas cortantes, y partió con varios chasquidos unos huesos en forma de costillas circulares que protegían el interior del animal.
—Ayúdame ahora, Neléis —dijo, señalando uno de los labios del corte.
El médico y la consejera tiraron con fuerza y la criatura se abrió por la mitad como una concha, mostrándonos sus entrañas. Apenas había sangre, y no pude reconocer ninguno de los órganos que colgaban dentro de la cavidad central del monstruo.
Pero Neléis y el médico sí que reconocieron algo; una especie de racimo de uvas bulboso, cubierto por una especie de gelatina espumosa, y al señalarlo, recordé a los
rexinoos
que la consejera me había mostrado en el hospital de la ciudad. Éstos poseían este mismo órgano, pero de tamaño mucho menor. Neléis me había dicho entonces que era una especie de colonia de seres microscópicos que generaban energía para que el
rexinoos
pudiera comunicarse con el
Adversario
.
—Eso es lo que me causó la sacudida eléctrica —dijo Herófilo.
Ambos parecían ahora muy asustados; pero yo no entendía nada.
—¿Tenéis ya una idea de lo que es esa cosa? —les pregunté.
Herófilo levantó la vista de la cavidad interior del animal, y dijo:
—Son los ojos del
Adversario
. Nuestra incursión ya no es un secreto para él.
Escuchamos gritos procedentes de la bodega y abandonamos rápidamente la enfermería y el cadáver del monstruo.
Las puertas que daban a la balconada, situadas a ambos extremos de la bodega, estaban abiertas y el aire entraba como un huracán por ellas. Entrecerré los ojos intentando comprender lo que allí estaba sucediendo. Almogávares y
dragones
preparaban sus armas mientras Joanot impartía órdenes a gritos para hacerse oír por encima del bramar del viento. Me acerqué a él y le pregunté. Joanot, sin apenas mirarme, señaló hacia el exterior a través de una de las portillas.
Me acerqué a ella. Los hombres tomaban posiciones en la balaustrada, desafiando el ímpetu del viento. Al fondo, ascendiendo por el mismo centro del tornado, una miríada de formas vagamente humanas, pero dotadas de unas enormes alas, como ángeles o demonios, ganaban rápidamente altura empujadas por el flujo de vapor.
—¡Los
kauli
! —exclamó Herófilo, junto a mí.
Neléis cogió un tubo comunicador y le informó rápidamente a Vadinio de lo que habíamos averiguado sobre el monstruo capturado.
—Esto es un ataque del
Adversario
—concluyó—, no hay duda sobre eso, pues él ya sabe de nuestra presencia aquí.
—Muy bien, consejera —escuché la voz de Vadinio respondiéndole—; estamos preparados.
Las diabólicas figuras de las
langostas
—o los
kauli
, como llamaban los ciudadanos a aquellos seres— ya eran claramente visibles sobre nosotros. Habían ganado altura, planeando con sus inmensas alas plateadas, hasta situarse directamente encima nuestro.
Usando el catalejo, pude ver una de ellas con nitidez. Era tal y como mi sueño me había mostrado, o como son descritas en el Apocalipsis de san Juan; un cuerpo envuelto en una armadura plateada que reproducía fielmente una musculatura humana; un tórax enorme, desproporcionado con relación al resto del cuerpo, sin duda necesario para contener los poderosos músculos que debían accionar aquellas inmensas alas a su espalda; unas alas cuyas plumas parecían cuchillos de acero. Una cola de escorpión, compuesta por una docena de anillos articulados, se cimbreaba a la espalda del
kauli
. Su rostro podía pasar por el de una hermosa joven de largos cabellos agitados por el viento como una aureola negra; pero su boca, semejante a la de un león de largos y afilados colmillos, y labios finos y negros, deformaba horriblemente aquel bello rostro.
—¿Dónde debemos atacarles, Ramón? ¿Cuál es su punto débil?
Era Joanot de Curial. Me volví y le miré atónito.
—¿Cómo?
—¿Qué sabes de esos monstruos? —insistió—. ¿Son demonios voladores? ¿Pueden ser abatidos por nuestras armas?
—No… no lo sé —musité.
Joanot no perdió más tiempo conmigo; tomó su espada con una mano, y un
pyreion
con la otra, y salió a la balaustrada.
Los
kauli
se dejaron caer sobre nosotros como una bandada de fieros halcones.
Joanot disparó su
pyreion
contra el que volaba más cerca, después arrojó el arma a un lado, y tomó su espada con ambas manos. Un
kauli
había recibido la bala de Joanot en pleno pecho, y saltó hacia atrás, justo cuando estaba cerrando sus manos enguantadas de plata sobre la barandilla de la balaustrada. La bala había abierto un gran agujero en su armadura, lo que respondía a la pregunta de Joanot.
Aquel
kauli
se precipitó al abismo, girando incontroladamente sobre sí, pero otros muchos combates se estaban desarrollando alrededor del aeróstato, tantos que me resultaba imposible seguirlos todos.
Guillem disparó una flecha que rebotó inútil contra la coraza de otro
kauli
. El demonio saltó sobre el almogávar, y a punto estuvo de decapitarle con un solo golpe del filo cortante de sus alas. Pero Guillem evitó el tajo arrojándose al suelo y, desde allí, sin tiempo para desenvainar su espada, golpeó al monstruo con su arco en las corvas.