La madre (38 page)

Read La madre Online

Authors: Máximo Gorki

Habló mucho tiempo, tan pronto en tono quedo que impedía a la madre oír sus palabras, como poniéndose repentinamente a charlar tan alto que su mujer lo detenía:

—¡Más bajo! Vas a despertarla.

La madre se durmió con un sueño pesado, que cayó sobre ella como una nube asfixiante, que la envolvía y arrastraba.

Tatiana la despertó cuando un alba gris, aún ciega, miraba por la ventana de la choza, mientras que sobre la ciudad, el sonido de cobre de la campana de la iglesia planeaba adormecido y moría en el frío silencio.

—He hecho té, bébaselo, porque tendrá frío en el carro, apenas despierta.

Peinando su enmarañada barba, Stefan, en tono práctico, preguntó a la madre cómo podría volver a encontrarla en la ciudad. A ella le pareció que la fisonomía del campesino había madurado, que era más simpática que la víspera. Mientras tomaban el té, dijo él riendo:

—¡Qué pintoresco fue todo!

—¿El qué? —preguntó Tatiana. —Bueno, el conocernos… tan sencillamente.

—En nuestras cosas hay siempre una extraña sencillez —dijo la madre en tono pensativo, pero convencido.

Se despidieron de ella sin efusiones, avaros en palabras pero pródigos en mil pequeñas atenciones y recomendaciones para su viaje.

En el coche, Pelagia pensó en aquel campesino que iba a ponerse a la tarea con prudencia, sin ruido y sin tregua, como un topo. La voz melancólica de la mujer seguía vibrando en su oído; siempre recordaría la ardiente mirada de sus ojos verdes, y mientras ella viviera, viviría en ella también el dolor vindicativo, el dolor de loba de la madre que llora a sus hijos muertos.

Recordó a Rybine: su sangre, su rostro, los ojos ardientes, sus palabras; y el amargo sentimiento de su impotencia frente a las fieras, le oprimió el corazón. Durante todo el camino se alzó ante sus ojos, sobre el fondo marchito del día gris, la silueta robusta de Michel, con su barba negra, la camisa desgarrada, las manos atadas a la espalda, los cabellos revueltos, el rostro iluminado por la cólera y la fe en su verdad. Pensaba en las innumerables aldeas medrosamente clavadas en la tierra, en las gentes que esperaban en secreto la llegada de la justicia y en los millares de seres que trabajaban, sin esperanza y en silencio, durante toda su existencia, sin ilusión por nada.

La vida se le apareció como una llanura monótona y salvaje que esperaba a los cultivadores, muda, contraída, pareciendo prometer a las manos libres y sanas:

—¡Fecundadme con la simiente de la razón y la verdad, y os la devolveré al ciento por uno!

Recordó el éxito de su viaje y sintió, en el fondo de su corazón, una dulce palpitación de alegría que reprimió modestamente.

XIX

Nicolás le abrió la puerta, despeinado, un libro en la mano.

—¿Ya? —gritó alegremente—. ¡Se ha dado prisa!

Sus ojos vivos parpadeaban afectuosamente bajo los lentes; la ayudó a quitarse el abrigo y le dijo, mirándola con amistosa sonrisa:

—¿Sabe que esta noche han venido a registrar? Me pregunto por qué. Temí que le hubiese sucedido a usted algo. Pero no me detuvieron. Seguramente que si la hubiesen cogido a usted, no me habrían dejado a mí…

La condujo al comedor y continuó animadamente:

—De todos modos, me han despedido. No me preocupa. Estaba ya cansado de hacer listas de aldeanos que no tienen caballos.

Al ver el aspecto de la habitación, habríase dicho que un coloso, en un estúpido acceso de travesura, había golpeado las paredes de la casa hasta volver su contenido patas arriba. Los retratos estaban en el suelo, las cortinas habían sido arrancadas y colgaban en jirones, una tabla del piso había sido levantada, el marco de la ventana estaba roto y había cenizas junto a la estufa. La madre movió melancólicamente la cabeza, al ver en tal estado el cuarto familiar, y miró a Nicolás sintiendo que en él había nacido algo nuevo.

Encima de la mesa, junto al samovar apagado, había cacharros sucios, salchichón y queso, sobre un papel en lugar de plato, mendrugos y migas de pan se veían por todas partes, entre los libros y las brasas extinguidas del samovar. La madre sonrió, y Nicolás lo hizo también, confusamente.

—Fui yo quien completó este cuadro de desolación, pero no importa nada, Nilovna, no importa. Creo que volverán, por eso he dejado todo así. Bien, ¿y el viaje?

Sintió la pregunta como un golpe en el corazón. Vio de nuevo ante sí la imagen de Rybine, y el no haber hablado ya de él le produjo una sensación de culpabilidad. Se acercó a Nicolás y comenzó a referirle todo, esforzándose en conservar la calma y temiendo olvidar algún detalle.

—Lo prendieron…

Nicolás se estremeció:

—¿Cómo ha sido?

La madre detuvo su pregunta con un gesto de la mano, y continuó como si hubiese estado frente a un tribunal, y hubiese ido a pedir justicia por el suplicio de un hombre. Nicolás se reclinó en el respaldo de la silla, escuchaba pálido. Luego, se quitó despaciosamente los lentes, los dejó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, como para quitar una invisible tela de araña. Sus rasgos se agudizaron, los pómulos parecieron de pronto extrañamente marcados, le temblaban las ventanas de la nariz. Era la primera vez que Pelagia lo veía así, y le produjo un ligero miedo.

Cuando ella terminó su relato, Nicolás se puso en pie, y dio unos pasos, silencioso, los puños apretados dentro de los bolsillos. Luego, masculló entre dientes:

—Es un hombre duro. Pero sufrirá en la prisión; no está hecha para seres como él.

Hundió todavía más las manos en los bolsillos, esforzándose en reprimir una emoción, que la madre adivinaba y cuyo contagio sentía. Sus pupilas contraídas, eran como la punta de un cuchillo. Paseándose, decía con fría cólera:

—Mire qué cosa tan horrible. Un puñado de imbéciles golpean, ahogan, aplastan para defender su funesto dominio sobre el pueblo. El salvajismo aumenta, y la crueldad se convierte en la ley de la existencia. ¡Reflexione! Unos hieren y se desbordan como fieras, seguros de la impunidad; están poseídos por una voluptuosa sed de torturar. Es la repugnante enfermedad de los esclavos, a los que se permite manifestar sus instintos serviles y sus bestiales costumbres en toda su extensión. Los otros están envenenados por la venganza; otros, embrutecidos por los malos tratos, parecen ciegos y mudos. ¡Se ha pervertido a todo el pueblo!

Se detuvo y calló, apretando los dientes:

—Inconscientemente, todos se vuelven feroces en esta lucha feroz —dijo luego dulcemente.

Pero dominó su exaltación, recuperando casi enteramente la calma. Sus ojos brillantes, de sereno resplandor, miraron a la madre; sobre su rostro corrían lágrimas silenciosas.

—No tenemos tiempo que perder, Nilovna. Vamos, querida camarada, tranquilicémonos.

Se acercó a ella con sonrisa triste, le cogió una mano y Preguntó:

—¿Dónde está su maleta?

—En la cocina.

—La casa está rodeada de espías; no conseguiríamos sacar de aquí tal cantidad de papeles sin que lo notasen. No sé dónde esconderlos, y creo que volverán esta noche. Así que, por más que nos cueste, vamos a quemarlo todo.

—¿El qué? —preguntó la madre.

—El contenido de la maleta.

Ella comprendió, y por grande que fuese su tristeza, el orgullo de haber cumplido bien su misión hizo subir a sus labios una sonrisa.

—En la maleta no hay nada, ni una hojita —dijo, y animándose gradualmente, se puso a contarle su encuentro con Tchoumakov.

A Principio, Nicolás la escuchó frunciendo inquietamente las cejas, luego con asombro, y al fin exclamó interrumpiendo el relato:

—¡Pero es maravilloso! Tiene usted una suerte asombrosa. Le estrechó la mano y dijo dulcemente:

—No sabe cómo me conmueve su fe en el pueblo… En verdad, la quiero como a mi propia madre.

Sonriendo, ella lo siguió con mirada curiosa, tratando de comprender de dónde venían aquella claridad y viveza inusitadas.

—¡Es realmente magnífico! —dijo él, frotándose las manos, y con una ligera risa, añadió—: Estos días los he pasado de una forma muy extraña; he estado todo el tiempo con los obreros, les he leído cosas, les he hablado, les he observado. Y de ellos he recogido algo bueno y puro. ¡Qué admirables gentes, Nilovna! Hablo de la juventud obrera; son sólidos, sensibles, llenos de un entusiasmo por comprenderlo todo. Cuando los veo, me digo que Rusia será la democracia más deslumbrante de la tierra.

Alzó el brazo en signo afirmativo, como si prestase juramento, y tras un silencio, continuó:

—Vivía encerrado, escribía y, en cierto modo, me he ido agriando; me he enmohecido entre el papeleo y las cifras. Casi un año de semejante vida es una monstruosidad. Porque yo estaba acostumbrado a vivir entre los trabajadores, y cuando me alejo de ellos no estoy a gusto, ya sabe. Tengo que esforzarme en cualquier otro medio. Ahora, otra vez puedo vivir libremente, podré verlos y ocuparme de ellos. ¿Comprende? Estaré cerca de la cuna del nuevo pensamiento, al lado de la juventud, de la energía creadora. Es asombrosamente simple, hermoso y excitante; uno se vuelve joven y fuerte, ¡se enriquece como ser humano!

Se echó a reír alegremente, un poco confuso, y su alegría se comunicaba a la madre, que la comprendía.

—Y además, ¡usted es una mujer extraordinaria! De qué vívida manera describe a la gente…, con qué claridad la ve…

Se sentó a su lado, volviendo el jubiloso rostro y alisándose el pelo para ocultar su confusión, pero en seguida volvió a mirar a la madre y escuchó ávidamente el resto de su relato, que corría con sencilla claridad.

—¡Qué admirable intuición! —dijo—. Tenía usted nueve probabilidades sobre diez de que la detuviesen, y de pronto… Sí, se percibe que el campesino despierta…, lo que es natural, por otra parte. A esa mujer puedo verla perfectamente. Nos hace falta gente que se ocupe del campo, en exclusiva. ¡Gente! Carecemos de ella. La vida exige centenares de brazos.

—Si Paul pudiese recuperar la libertad… ¡Y Andrés! —dijo la madre en voz queda.

—Escuche, Nilovna: sé que voy a causarle una pena, pero de todos modos necesito decírselo: conozco bien a Paul y no se escapará de la cárcel. Quiere ser juzgado y mostrarse en toda su fuerza; no renunciará a esto. ¡Ni debe! Se escapará de Siberia.

La madre suspiró y respondió con dulzura:

—Peor para mí… El sabe lo que es conveniente.

—¡Hum! —dijo Nicolás, un instante después, mirándola a través de sus lentes—. ¡Si su campesino viniese pronto a vernos! Mire, es imprescindible escribir una hoja sobre Rybine, destinada al campo. Esto no le perjudicará a él, que se conduce tan valerosamente. Voy a escribirla hoy mismo y Ludmila la imprimirá en seguida. Pero el caso es hacérsela llegar.

—Yo las llevaré.

—¡No, gracias! —replicó vivamente Nicolás—. Pero creo que Vessovchikov sería capaz, ¿no?

—¿Hay que hablarle?

—Sí, inténtelo. Y explíquele cómo debe hacerlo.

—¿Y qué haré yo?

—Oh, no se preocupe…

Se sentó y se puso a escribir. Recogiendo la mesa, la madre lo miraba y veía que la pluma temblaba en su mano, cubriendo el papel con gran cantidad de palabras. A veces, un estremecimiento recorría su nuca, levantaba la cabeza y cerraba los ojos, convulsa la barbilla. Pelagia se sintió emocionada.

—Bueno, ya está —dijo él, levantándose—. Guarde usted el Papel. Aunque si los gendarmes vienen, la registrarán también.

—Que se vayan al diablo —dijo ella tranquilamente.

Por la noche vino el doctor.

—¿Por qué las autoridades están, de pronto, tan inquietas? —dijo, paseando febrilmente por la habitación—. Siete registros esta noche… ¿Dónde está nuestro enfermo?

—Se ha marchado ayer —respondió Nicolás—. Hoy es sábado y ya comprenderás que no podía perder la sesión de lectura.

—Es una estupidez hacer eso, cuando se tiene la cabeza rota. —Se lo dije, pero sin éxito.

—Tenía ganas de presumir un poco ante los camaradas —observó la madre—, de decirles «mirad, yo ya he vertido mi sangre… ».

El doctor la miró, adoptó burlonamente un aire feroz y dijo, apretando los dientes:

—¡Oh! Es usted sanguinaria…

—Bueno, viejo, aquí no tienes nada que hacer y nosotros esperamos visita, conque vete. Nilovna, déle el papel.

—¿Otro papel?

—Toma. Cógelo y llévalo a la imprenta.

—Lo llevaré. ¿Eso es todo?

—Sí… Hay un vigilante cerca de la puerta.

—Ya lo he visto. En la mía también. Bueno, pues hasta la vista, mujer feroz. Sepan, amigos que, en definitiva, la pelea del cementerio ha sido una cosa buena. Toda la ciudad habla de ella. Tu artículo era muy bueno y llegó en el momento oportuno. Siempre dije que una buena pelea vale más que una mala paz.

—De acuerdo, vete.

—No es muy amable… Su mano, Nilovna…, y el chiquillo ha hecho una tontería. ¿Sabes dónde vive?

Nicolás le dio la dirección.

—Mañana será mejor ir a verlo. Buen chico, ¿no?

—Muy bueno.

—Hay que contar con él, no es tonto —dijo el doctor ya saliendo—. Justamente son estos muchachos los que formarán el verdadero proletariado cultivado, y nos reemplazarán cuando nos marchemos allá donde supongo que no hay lucha de clases.

—¡Qué charlatán te has vuelto!

—Porque estoy de buen humor. ¿Así que esperas ir a la cárcel? Deseo que reposes bien allí.

—Gracias, pero no estoy cansado.

La madre les escuchaba, contenta de verlos inquietarse así por el joven obrero. Cuando el médico se hubo marchado, Nicolás y Pelagia se sentaron a la mesa a esperar a sus nocturnos visitantes. Nicolás habló largamente de los camaradas que vivían en la deportación, de los que habían huido y continuaban la tarea bajo un nombre falso. Las desnudas paredes devolvían el sonido ahogado de su voz, como extrañas y escépticas de oír aquellas historias de héroes modestos y desinteresados que sacrificaban sus fuerzas a la vasta obra de la renovación del mundo. Sombras dulces y amistosas rodeaban a la madre, cuyo corazón se llenaba de una cálida ternura por aquellos desconocidos que en su imaginación se resumían en un sólo ser gigantesco, dotado de valor y fuerza inagotables. Lenta, pero infatigablemente, aquel ser recorría la tierra, arrancando con sus manos llenas de amor por su misión, la secular podredumbre de la mentira; descubriendo a los ojos de los hombres la sencilla y luminosa verdad de la vida. Y esta gran verdad que renacía, llamaba amistosamente a sí a todos los seres, sin distinción, prometiendo a todos por igual liberarlos de la envidia, el odio y la falsedad, esos tres monstruos que esclavizaban y aterrorizaban la tierra con su cínico poder… Esta imagen provocaba en el alma de la madre un sentimiento semejante al que en otro tiempo experimentaba al arrodillarse ante los iconos para terminar en una plegaria jubilosa y agradecida una jornada…que le había parecido menos penosa que las otras. Ahora había olvidado aquellos días, y los sentimientos que le inspiraban habían crecido, eran más claros y alegres, tenían en ella raíces más profundas, y cada vez vivía y se entusiasmaba más.

Other books

A Deceit to Die For by Luke Montgomery
Golden Hope by Johanna Nicholls
Tell Me Lies by Locklyn Marx
The Program by Hurwitz, Gregg
Secrecy by Rupert Thomson
Kids Are Americans Too by Bill O'Reilly
The Leopard's Prey by Suzanne Arruda
One Thousand Nights by Christine Pope