La Mano Del Caos (8 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

Haplo abrió los ojos. La nave sobrevolaba tranquilamente una tierra a media luz, bañada por un sol que nunca terminaba de alzarse, que nunca se ponía por completo.

Estaba en casa.

No perdió un segundo. Tan pronto como hubo posado la nave, se encaminó directamente a la morada de su señor en el bosque para presentarle su informe. Caminaba deprisa, abstraído, absorto en sus pensamientos y sin apenas prestar atención a su entorno. Estaba en el Nexo, un lugar libre de peligros para él. Por eso se sobresaltó bastante cuando el gruñido agresivo del perro lo sacó de sus meditaciones.

El patryn dirigió automáticamente la vista hacia los signos mágicos de su piel y observó con sorpresa que despedían un leve fulgor azulado.

Ante él, en el camino, había alguien.

Haplo calmó al perro posando sobre su testuz una mano cuyas runas brillaban con más fuerza a cada momento. Notó el calor y el hormigueo de los signos mágicos tatuados en su piel y aguardó, inmóvil, en mitad del camino.

De nada servía esconderse. El desconocido, fuera quien fuese, ya lo había visto y oído. Haplo decidió quedarse, averiguar qué peligro acechaba tan cerca de la mansión de su señor y ocuparse de él, si era preciso.

El perro tensó las patas. Se le erizó el pelaje del cuello y lanzó desde lo más hondo un gruñido amenazador. La figura en sombras avanzó sin molestarse en ocultarse, pero cuidando de evitar los escasos charcos de luz que se filtraban por los huecos entre el follaje. Tenía la forma y la altura de un hombre y se movía como tal, pero no era un patryn. La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado nunca de aquella manera a uno de su propia raza.

Su desconcierto aumentó. La idea de que pudiera existir un enemigo de cualquier clase en el Nexo era impensable. Lo primero que le vino a la cabeza fue Samah. ¿Acaso el jefe del Consejo Sartán había penetrado en la Puerta de la Muerte y había llegado hasta allí? Cabía tal posibilidad, aunque no era muy probable. ¡Aquél era el último lugar al que viajaría Samah! Con todo, a Haplo no se le ocurría otra explicación. El desconocido se acercó más, y Haplo observó, con asombro, que sus temores habían sido infundados. El hombre era un patryn.

Haplo no lo reconoció, pero no había nada de insólito en ello. Haplo había estado ausente bastante tiempo; su señor habría rescatado del Laberinto a muchos patryn, mientras tanto.

El desconocido mantuvo la mirada baja, observando a Haplo bajo unos párpados entornados. Tras un gesto seco y austero de saludo con la cabeza como es costumbre entre los patryn, que son gente solitaria y poco expresiva, pareció disponerse a continuar su camino sin una palabra. El desconocido venía en dirección contraria a la de Haplo, es decir, alejándose de la casa de su señor.

De ordinario, Haplo habría respondido con igual reserva y habría olvidado al desconocido. Pero la comezón y el ardor de los signos mágicos de su piel casi lo volvieron loco. El resplandor azul iluminó las sombras. Los demás tatuajes del patryn no habían alterado su aspecto y permanecían apagados. Haplo observó las manos del desconocido y percibió algo raro en sus tatuajes.

El extraño había llegado a su altura. Haplo tuvo que sujetar al perro y obligar al animal a permanecer donde estaba pues, de lo contrario, se habría lanzado a la garganta del individuo. Era otra cosa muy extraña.

—¡Espera! —exclamó—. ¡Tú, espera! No te conozco, ¿verdad? ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu Puerta?
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Haplo preguntaba por preguntar; de hecho, casi no prestó atención a lo que decía. Lo único que quería era echar una mirada más detenida a las manos y los brazos del individuo, a los signos tatuados en ellos.

—Te equivocas. Ya nos hemos encontrado —dijo el desconocido con una voz susurrante que le resultó familiar. No conseguía recordar dónde la había oído, pero pronto tuvo algo más preocupante en qué pensar.

Los signos mágicos en las manos y en los brazos del individuo eran falsos; garabatos sin sentido que cualquier chiquillo patryn habría dibujado mejor. Cada signo individual estaba formado correctamente, pero no encajaba con los demás como era debido.

Los tatuajes en los brazos del hombre deberían haber sido runas de poder, de defensa, de curación, pero eran, por el contrario, un trabalenguas sin inteligencia. De pronto, Haplo recordó el juego de las tabas rúnicas practicado por los sartán de Abarrach, en el que se arrojaban las runas al azar sobre una mesa. Las de aquel individuo habían sido arrojadas al azar sobre su piel.

Haplo se abalanzó sobre el falso patryn con la intención de reducirlo y averiguar quién o qué estaba intentando espiarlos.

Sus manos se cerraron en el aire.

Desequilibrado, Haplo trastabilló y cayó al suelo de bruces. Al instante, se incorporó y miró en todas direcciones.

El falso patryn había desaparecido. Se había esfumado sin dejar rastro. Haplo miró al perro. El animal soltó un gañido y se estremeció de hocico a rabo.

Haplo tuvo ganas de imitarlo. Buscó sin ánimo entre los árboles y matorrales que bordeaban el camino, convencido de no hallar nada y no muy seguro de querer descubrirlo. Fuera lo que fuese, la misteriosa aparición se había ido. Las runas de sus brazos empezaban a apagarse y la sensación ardiente de alarma se enfriaba.

El patryn reemprendió la marcha sin perder más tiempo. El misterioso encuentro era una razón añadida para darse prisa. Evidentemente, la aparición del desconocido y la apertura de la Puerta de la Muerte no eran coincidencia. Ahora, Haplo sabía dónde había oído aquella voz y lo sorprendía cómo no había conseguido reconocerla.

Quizás había querido olvidarla.

Por lo menos, ahora podía dar un nombre al desconocido.

CAPÍTULO 5

EL NEXO

—Serpientes, mi señor —dijo Haplo—. Pero no como las que conocemos. ¡El áspid más mortífero del Laberinto es una lombriz comparada con éstas! Son bestias antiguas; tanto, creo, como el propio hombre. Tienen la astucia y el conocimiento de su edad. Y tienen un poder, señor... Un poder que es vasto y... y...

Haplo vaciló e hizo una pausa.

—¿Y qué, hijo mío? —lo estimuló Xar con suavidad. —Todopoderoso —respondió Haplo.

—¿Un poder omnipotente? —Musitó Xar—. ¿Sabes qué estás diciendo, hijo mío? Haplo percibió el tono de advertencia de su voz.

Ten mucho cuidado con tus pensamientos, tus conjeturas y tus deducciones, hijo mío
, lo prevenía el tono.
Ten cuidado con tus afirmaciones y con tus juicios. Porque, al calificar ese poder como «todopoderoso», lo estás colocando por encima de mí
.

Haplo tuvo cuidado. Permaneció largo rato sentado sin responder, con la mirada fija en el fuego que calentaba el hogar de su señor, contemplando el juego de luces de las llamas sobre las runas azules tatuadas de manos y brazos. Evocó una vez más las runas de los brazos del falso patryn: caóticas, ininteligibles, sin orden ni concierto. La visión le trajo el recuerdo del miedo torturador, debilitante, que había experimentado en el cubil de las serpientes en Draknor.

—Jamás he experimentado un miedo igual —dijo de pronto, dando voz a los pensamientos de su mente.

Y, aunque las palabras correspondían a la conversación mental de Haplo, Xar comprendió a qué se refería. El señor de los patryn siempre comprendía.

—Un miedo que me hizo desear esconderme en algún rincón oscuro, mi señor. Quise hacerme un ovillo y quedarme allí encogido, acurrucado. Tuve miedo... del propio miedo que sentía. No podía entenderlo, ni superarlo. —Haplo sacudió la cabeza—. Y eso que he nacido y he crecido en el espanto del Laberinto. ¿Por qué esa diferencia, mi señor? No lo entiendo.

Reclinado en su asiento, imperturbable, Xar no respondió. El Señor del Nexo era un oyente silencioso y atento; jamás revelaba una emoción, su atención jamás se desviaba y su interés siempre estaba concentrado por entero en el interlocutor. Ante un tipo de oyente tan especial, la gente suelta la lengua; habla con vehemencia, a menudo incautamente, y concentra sus pensamientos en lo que está diciendo, en lugar de en quien las escucha. Y así Xar, con su poder mágico, era capaz de captar a menudo lo que no se decía, además de lo que se hablaba. La gente volcaba su mente en el pozo vacío del señor de los patryn.

Haplo cerró el puño, observó cómo los signos mágicos se estiraban uniformes y protectoramente en su piel y respondió a su propia pregunta:

—Yo sabía que el Laberinto podía ser derrotado —dijo en un susurro—. Ahí está la diferencia, ¿verdad, señor? Incluso cuando creí que iba a morir en ese terrible lugar, me acompañaba en mi última hora la certeza de un amargo triunfo. Había estado muy cerca de derrotarlo y, aunque yo hubiese fracasado esta vez, me seguirían otros que finalmente triunfarían. El Laberinto, pese a todo su poder, es vulnerable. —Haplo alzó la cabeza y miró a Xar antes de proseguir—: Tú lo demostraste, mi señor. Tú lo venciste. Y has seguido derrotándolo una y otra vez. Incluso yo acabé por vencerlo... con ayuda.

Bajó la mano y rascó la testuz del perro. El animal yacía a sus pies, dormitando al calor de las llamas. De vez en cuando, entreabría los ojos y los fijaba en Xar.

Mera vigilancia
, parecía decir. Desde su posición, Haplo no advirtió la cauta y atenta observación de su perro. Xar, sentado frente a él, sí se fijó.

Haplo cayó en un completo silencio, con la vista fija en el fuego y la expresión sombría y desconsolada.

—Estás diciendo que ese poder no puede ser derrotado, ¿no es eso, hijo mío?

Haplo se revolvió, inquieto e incómodo. Dirigió una mirada preocupada a su señor y volvió a fijarla en las llamas rápidamente. Sus mejillas se sonrojaron, y su mano soltó y volvió a agarrar el brazo del asiento.

—Sí, señor. Eso es lo que estoy diciendo —respondió por fin con voz grave y pausada—. Creo que ese poder puede ser desafiado, detenido, controlado y forzado a retroceder, pero jamás puede ser vencido. Jamás puede ser destruido definitivamente.

—¿Ni siquiera por nosotros, los tuyos, fuertes y poderosos como somos? — Xar hizo la pregunta con suavidad. No discutía sus palabras; sólo pedía más información.

—Ni siquiera por nosotros, señor. Por muy fuertes y poderosos que seamos. — Algún pensamiento secreto hizo asomar en sus labios una sonrisa sarcástica.

El Señor del Nexo se enfureció al verla aunque, para un observador casual, su expresión se mantuvo tan plácida y tranquila como antes. Haplo no se percató, perdido en una maraña de negros pensamientos. Pero había alguien más pendiente de su conversación, escuchando a escondidas lo que decían. Y este alguien no era un observador casual, sino que sabía perfectamente qué le rondaba por la cabeza al Señor del Nexo.

Aquel observador, oculto en una estancia a oscuras, idolatraba a Xar y por ello había llegado a reconocer hasta la más leve expresión de su rostro. Y el observador invisible advertía en aquel instante, a la luz de la chimenea, el mínimo entrecerrar de ojos de Xar, el levísimo ensombrecimiento de ciertas arrugas entre la telaraña de ellas que le cubría la frente. El observador invisible sabía que su señor estaba furioso y que Haplo había cometido un error. Sabía ambas cosas, y estaba complacido de conocerlas.

Tal era su regocijo que, imprudente, se estremeció al pensarlo, con el resultado de que el taburete donde estaba sentado se movió de sitio. El perro levantó la cabeza al instante, atento al ruido, con las orejas muy erguidas.

El observador permaneció paralizado. Conocía al perro, lo recordaba y lo respetaba. Lo quería. No volvió a moverse y se mantuvo quieto hasta el punto de contener el aliento, temiendo que incluso su respiración fuera a delatarlo.

Al no oír nada más, el perro pareció llegar a la conclusión de que había sido una rata y reanudó su intermitente duermevela.

—Tal vez piensas —apuntó Xar como si tal cosa, acompañándose de un leve gesto de la mano— que los sartán son los únicos capaces de derrotar a este «poder todopoderoso».

Haplo movió la cabeza y dirigió una sonrisa hacia los rescoldos del fuego agonizante.

—No, señor. Ellos están tan ciegos como... —midió las palabras, asustado de lo que había estado a punto de decir.

—... como yo, ¿no es eso? —terminó la frase Xar, en tono adusto.

Haplo alzó enseguida la vista, y el rubor de sus mejillas se acentuó. Era demasiado tarde para volverse atrás, para decir que no. Cualquier intento de explicarse lo haría parecer un chiquillo lloriqueante tratando de escabullirse de un castigo merecido.

Así pues, se puso en pie y plantó cara al Señor del Nexo, que permaneció sentado y lo miró con ojos sombríos e insondables.

—Mi señor, es cierto que hemos estado ciegos. E igual les ha sucedido a nuestros enemigos. A ambos nos han cegado las mismas cosas: el odio y el miedo. Las serpientes, o la fuerza que representan, sea cual sea, se han aprovechado de ello. Se han hecho fuertes y poderosas. «El caos es la sangre de nuestra vida», decían. «La muerte, nuestra comida y nuestra bebida.» Y, ahora que han penetrado en la Puerta de la Muerte, pueden extender su influencia a lo largo y ancho de los cuatro mundos. Esas criaturas buscan el caos, el derramamiento de sangre. ¡Desean que vayamos a la guerra, señor!

—¿Y por eso aconsejas que no la emprendamos, Haplo? ¿Dices de veras que no debemos buscar venganza por los siglos de padecimientos infligidos a nuestro pueblo? ¿Que no venguemos la muerte de nuestros padres? ¿Que no intentemos derrotar al Laberinto y liberar a los aún atrapados en él? ¿Hemos de permitir que Samah continúe su tarea donde la dejó? Eso es lo que hará, hijo mío, bien lo sabes. Y esta vez no nos encarcelará. ¡Esta vez nos destruirá, si se lo permitimos! ¿Y aun así nos aconsejas, Haplo, que no nos opongamos?

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