La mecánica del corazón (9 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

Vuelo hasta su camerino y le deslizo una nota por debajo de la puerta:

A medianoche, detrás del tren fantasma, póngase gafas para no tropezarse con la luna y espéreme. Le prometo que le daré tiempo de que se las quite antes de mirarla.

—¡Anda, hombre! ¡Anda! —repite Méliès en español—. Es hora de mostrarle tu corazón.

—Tengo miedo de impresionarla con las agujas y todo eso. La idea de que me rechace me aterroriza… Hace mucho que empecé a soñar con este momento, ¿entiendes lo que me juego?

—Muéstrale tu verdadero corazón, acuérdate de lo que te he dicho, es el único truco de magia posible. Si ella ve tu verdadero corazón, tu reloj no la va a asustar, ¡créeme!

Mientras espero a que llegue la medianoche como si fueran a sonar las doce campanadas de Navidad, la paloma destartalada de Luna se posa en mi hombro. Esta vez no ha perdido la carta. La despliego nervioso por saber cómo está Madeleine.

Mi pequeño Jack:

Esperamos que te las estés arreglando bien y que te cuides. Debemos tener paciencia ya que la policía todavía anda buscándote.

Con cariño,

Doctora Madeleine

La llegada de la paloma me ha llenado de alegría, pero el contenido de la carta me ha frustrado terriblemente. Es curiosa la firma: DOCTORA Madeleine. Y además me habría imaginado que sería más charlatana. Sin duda, no habrá querido abusar de su mensajero. Les reenvío inmediatamente el ave:

Envíame cartas largas por el correo normal, puede ser que me quede un tiempo aquí. Te echo de menos. Necesito leer algo más que unas cuantas palabras atadas a la pata de una paloma. Por aquí todo va muy bien; viajo con un relojero-prestidigitador que revisa el buen funcionamiento de mi corazón. ¿La policía no te deja tranquila? ¡Respóndeme pronto!

Un beso,

Jack

P.D.: Extraordinarium, calle Pablo Jardim 7, La Cartuja, Granada.

Ya es medianoche y espero en un estado de felicidad tranquila. Llevo un jersey azul eléctrico con la intención de hacer resaltar el verde de mis ojos. El tren fantasma está en silencio.

Las doce y veinte, nada. Las doce y media, aún sin Miss Acacia. La una menos veinte, mi corazón se enfría, el tic-tac disminuye.

—¡Eh!

—Estoy aquí…

Plantada en el rellano, como en equilibrio sobre el felpudo. Hasta su sombra contra la puerta es sexy. Me habría bastado con ella para entrenarme a besarla.

—¡Me he disfrazado de ti sin saberlo!

Lleva un jersey casi idéntico al mío.

—Lo siento, no he tenido tiempo de encontrar un atuendo apropiado para la cita, ¡pero ya veo que a ti te ha sucedido lo mismo!

Asiento con una sonrisa, aunque personalmente me encuentro muy sofisticado.

No puedo evitar fijarme en el movimiento untuoso de sus labios. Percibo que ella lo advierte. Los silencios entre las palabras se espacian, los ruidos producidos por mi reloj empiezan a atraer sus oídos.

—Tienes mucho éxito en el tren fantasma, todas las muchachas salieron con una sonrisa en los labios —dice ella de repente, decapitando el ángel que pasaba.

—No es buena señal, se supone que debería
asustar para existir
… quiero decir, para conservar mi empleo.

—Poco importa si haces reír o llorar mientras produzcas una emoción ¿no?

—Esa vieja lechuza de Brigitte me ha dicho que no era bueno para la imagen del tren fantasma que la gente saliera partiéndose de risa. Me parece que voy a tener que asustar si quiero seguir trabajando en esto.

—Asustar es una manera de seducir como otra cualquiera, y en lo que concierne a la seducción, parece que tú te las arreglas muy bien.

Me dan ganas de decirle que tengo una prótesis en lugar de un corazón y que no sé nada del amor, quiero que sepa que lo que está ocurriendo es singular para mí. Sí, he seguido algunos cursos de brujería amorosa, pero tan solo con el objetivo de conseguirla a «ella». Quisiera seducirla sin que me tomara por un seductor. Y encontrar la medida justa es delicado. De repente no puedo contenerme y le digo:

—Me gustaría que nos abrazáramos.

Silencio, nueva mueca de muñeca enfurruñada y párpados cerrados.

—Luego podremos charlar de todo eso, pero ¿podríamos abrazarnos para empezar?

Miss Acacia suelta un pequeño «de acuerdo» que apenas atraviesa sus labios. Un tierno silencio se abate sobre nuestros gestos. Se aproxima contoneante. De cerca es aún más hermosa que su sombra. Mucho más intimidatoria también. Le rezo a un dios que ni siquiera conozco para que mi reloj no arranque con su carrillón.

Nuestros brazos se funden con mucha naturalidad. Mi reloj me molesta, no me atrevo a estrechar demasiado mi pecho contra el suyo. No hay que asustarla con este corazón remendado. Pero ¿cómo no asustar a esta muchacha polluelo si te salen unas agujas puntiagudas del pulmón? El pánico mecánico se pone otra vez en marcha.

La evito por el flanco izquierdo como si tuviera un corazón de cristal. Eso complica nuestra danza, sobre todo visto la campeona mundial de tango que parece estar hecha la muchacha. El volumen de mi tic-tac aumenta. Las recomendaciones de Madeleine acuden a mi mente por flashes. ¿Y si muriera antes mismo de abrazarla? Sensación de salto al vacío, felicidad del vuelo, miedo a estrellarse.

Sus dedos languidecen detrás de mi cuello, los míos se pierden agradablemente en algún lugar por debajo de sus omóplatos. Intento soldar el sueño a la realidad, pero trabajo sin máscara. Nuestras bocas se aproximan. El tiempo se ralentiza, en los relevos más melodiosos del mundo. Se mezclan, delicada e intensamente. Su lengua transmite sabores y miles de impresiones, pero la mejor es que su lengua sabe a fresa.

La observo esconder los ojos inmensos tras sus párpados-sombrilla y me siento como si volara. Soy como un dios y Atlas es un enano miserable a mi lado; ¡un gozo gigante me inunda! El tren hace resonar sus fantasmas con cada uno de nuestros gestos. El ruido de sus talones sobre el suelo nos envuelve.

—¡Silencio! —grita una voz agria.

Nos despegamos con un sobresalto. Hemos despertado al monstruo del Lago Ness.

—¿Eres tú, enano? ¿Qué tramas a estas horas por aquí?

—Busco ideas para asustar.

—¡Busca en silencio! ¡Y no toques mis cráneos nuevos!

—Sí, sí…

Alarmada, Miss Acacia se ha acurrucado un poco más en el hueco de mis brazos. El tiempo parece haberse detenido, y no tengo ganas de que retome su curso habitual. A tal punto que me olvido de mantener mi corazón a distancia. Se le escapa una mueca al poner su cabeza contra mi pecho.

—¿Qué hay ahí debajo? ¡Pincha!

No doy ninguna respuesta, pero me recorren los sudores fríos del farsante desenmascarado. Considero la posibilidad de mentir, de inventar, de engañar, pero hay una sinceridad tan ingenua en su pregunta que no lo consigo. Abro lentamente mi camisa, botón a botón. Aparece el reloj, el tic-tac se hace más sonoro. Espero la sentencia.

—¿Qué es esto? —susurra mientras acerca su mano izquierda.

La compasión que emana de su voz da ganas de enfermar hasta el fin de nuestros días para tenerla al lado como enfermera. El cuco repica. Ella se sobresalta. Dando una vuelta a la llave, murmuro:

—Lo siento mucho. Es mi secreto, habría querido confiártelo antes, pero tenía miedo de que te llevaras un buen susto.

Le explico que este reloj me sirve de corazón desde el día de mi nacimiento. No menciono que el amor —al igual que la cólera— me han sido vivamente desaconsejados por incompatibilidad orgánica. Ella me pregunta si mis sentimientos podrían variar en caso de sustitución del reloj, o simplemente se trata de un procedimiento mecánico. Una extraña malicia ilumina su voz, todo eso parece divertirla demasiado. Yo le respondo que la mecánica del corazón no puede funcionar sin emociones, sin aventurarme más allá, de todos modos, en este terreno pantanoso.

Sonríe como si le estuviera explicando las reglas de un juego delicioso. Nada de gritos de horror, nada de risas, hasta el momento, solo Arthur, Anna, Luna y Méliès han reaccionado sin escandalizarse ante mi reloj-corazón. Es un acto de amor muy importante para mí este modo que tiene ella de darme a entender «Llevas un cuclillo entre los huesos, ¿y qué?». Simplemente, así de simple…

Pero, aun así, no dejo de precipitarme. Puede que a través de sus ojos maltrechos el reloj resulte menos repugnante.

—Es práctico este aparato. Si, como todos los hombres, te cansas, podrías intentar reemplazarte tu corazón antes de que seas tú quien me reemplace por otra.

—Nos hemos besado por primera vez hace treinta y siete minutos en el reloj de mi corazón, creo que aún nos queda un poco de tiempo de tener que pensar en todo eso.

Incluso sus accesos de «Yo no me dejo torear» comienzan a tomar un cariz divertido.

Acompaño a Miss Acacia hasta su casa con paso de lobo, la estrecho como un lobo, desaparece tomándome por un lobo.

Acabo de besar a la muchacha de lengua de sabor de fresa y ya nada volverá a ser como antes. Mi relojería palpita como un volcán impetuoso. Sin embargo, no me duele nada. Bueno, tal vez sí, siento una punzada en el costado. Pero me digo que tras tal embriaguez de gozo, ese es un precio muy pequeño a pagar. Esta noche, me encaramaré a la luna, me instalaré en su cruasán como si estuviera en una hamaca y no tendré ninguna necesidad de dormir para soñar.

8

A la mañana siguiente, Brigitte Heim me despierta con su voz de bruja.

—¡En pie, enano! Hoy, o te esmeras en asustar a la gente o te echo.

De buena mañana, su voz de vinagre me provoca náuseas. Tengo resaca amorosa y no me conviene un despertar tan violento.

¿No habré mezclado demasiado mis sueños con la realidad? ¿Tendré derecho a repetir tanta emoción y dicha si hay una próxima vez? La idea de un reencuentro me provoca un cosquilleo en el reloj. Sé perfectamente que voy en contra de las recomendaciones de Madeleine, pero jamás he sido tan feliz como ahora, aunque también estoy angustiado.

Voy a ver a Méliès para revisar mi reloj.

—Tu corazón nunca ha funcionado mejor, muchacho —me asegura—. Tienes que mirarte en el espejo cuando evoques lo que sucedió anoche, descubrirás en tus ojos que el barómetro de tu corazón marca buen tiempo y estable.

Durante todo el día, deambulo por el tren fantasma con el pensamiento de que a la noche podré aún jugar al alquimista.

Nos vemos solo de noche. Su orgullosa coquetería me avisa infalible de su llegada: siempre tropieza con algo. Es su modo de llamar a la puerta del tren fantasma.

Nos amamos con mucha intensidad, y la pasión aumenta con los días. Apenas hablamos pero nos emocionamos a cada instante. Mi cuerpo está mejor que nunca, me encuentro lleno de fuerza y energía. Mi corazón se escapa de su cubierta-prisión. Vuela por las arterias, instalándose bajo mi cráneo para convertirse en cerebro. ¡En cada músculo y hasta la punta de los deseos, el corazón! Sol feroz por todas partes. Enfermedad rosa de reflejos rojos.

Ya no puedo estar sin su presencia; el olor de su piel, el sonido de su voz, sus pequeñas maneras de representar a la muchacha más fuerte y a la más frágil del mundo. Su manía de no ponerse las gafas para ver el mundo tras el cristal ahumado de su visión lastimada; su forma de protegerse. Ver sin ver de verdad y, sobre todo, sin hacerse notar.

Descubro la extraña mecánica de su corazón. Funciona con un sistema de concha autoprotectora ligada a la falta de confianza que la habita. Una ausencia de autoestima peleándose con una determinación fuera de lo común. Los resplandores que produce Miss Acacia al cantar son los estallidos de sus propias fisuras. Es capaz de proyectarlos sobre el escenario, pero en cuanto la música se apaga, pierde el equilibrio. Aún no he descubierto qué engranaje tiene roto.

El código de acceso a su corazón cambia todas las noches. A veces, la concha es dura como la piedra. Por mucho que pruebe con mil combinaciones en formas de caricias y palabras de apoyo, apenas consigo quedarme en las puertas de su misterio. Sin embargo, ¡me gusta tanto hacer crujir esa concha! Escuchar ese pequeño ruido que produce al desactivarse, ver los hoyuelos que se marcan en la comisura de sus labios y que parecen decir «¡Sopla!». El sistema de protección volando en dulces pedazos.

—¡Cómo domesticar a una centella, he ahí el manual que necesitaría! —le digo a Méliès.

—Un compendio de alquimia pura, querrás decir… ¡Ja, ja! Pero las centellas no se domestican, muchacho. ¿Te imaginarías a ti mismo tranquilamente apoltronado en tu casa con una centella enjaulada? Ardería y te quemaría con ella, ni siquiera podrías acércate a sus barrotes.

—No quiero meterla en una jaula, solo querría darle un poco más de confianza en sí misma.

—¡La alquimia pura es eso exactamente!

—Digamos que yo soñaba con un amor grande como la colina de Arthur’s Seat y me encuentro con una cadena de montañas que crece directamente bajo mis huesos.

—Tienes una suerte excepcional, ¿lo sabes? Poca gente se acerca a ese sentimiento.

—Tal vez, ¡pero ahora que ya lo he probado, no puedo pasar sin él! Y en cuanto ella se encierra, me quedo completamente vacío.

—Conténtate con aprovechar los momentos en los que todo eso te atraviesa. Yo también conocí a una centella, y puedo decirte que ese tipo de muchachas son como el tiempo en las montañas: ¡imprevisibles! Aunque Miss Acacia te quiera, no lograrás controlarla jamás.

Nos amamos en secreto. Somos jóvenes, apenas tenemos treinta años sumando la edad de los dos. Ella es la pequeña cantante famosa desde la infancia. Yo soy el extranjero que trabaja en el tren fantasma.

El Extraordinarium funciona como un pueblo; todo el mundo se conoce y los cotilleos van y vuelan. Los hay celosos, tiernos, moralistas, mezquinos, valientes e invasivos bienintencionados.

No me molesta tener que aguantar los rumores si con eso puedo besarla durante más tiempo. Miss Acacia, en cambio, no se siente tan cómoda y rechaza categóricamente la idea de que nuestro secreto puede conocerse.

Esta situación de semiclandestinidad nos iba muy bien al principio —nos creíamos piratas—, y la sensación mágica de escapar del mundo nos permitía mantenerlo.

Pero a medida que la gran sensación amorosa se confirma más allá del primer fogonazo, desembarca como un paquebote en una bañera. Entonces, uno empieza a necesitar espacio… Por mucho que uno se deleite con la luna, también necesita del sol.

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