La mejor venganza (9 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—Deja de quejarte o te joderé la otra.

Calvito seguía echado en el suelo, sin decir nada. Nariz Roja ya no se quejaba de su pierna.

—¿Así que querías mis botas? —Escalofríos dio un paso y le propinó otra patada en las pelotas, para luego levantarle del suelo y reírsele en la cara—. ¡Pues ya te dado una de ellas, bastardo! —miró a la recién llegada, con la sangre latiéndole por detrás de los ojos y sin estar muy seguro de si no saldría de aquello con algo de acero entre las tripas. Tampoco estaba muy seguro de poder irse. Aquella mujer no tenía pinta de traer buenas noticias—. ¿Qué quiere? —preguntó.

—Nada por lo que tenga que preocuparse —podía ver un asomo de sonrisa en el rabillo de sus ojos, lo único de ella que asomaba por la capucha—. Quizá pueda ofrecerle un trabajo.

Un plato grande lleno de carne, vegetales y algún tipo de salsa, a cuyo lado había varias rebanadas de pan apelmazado. Escalofríos no sabía qué pensar de lo sucedido, porque estaba demasiado atareado en llevarse todo aquello a la boca para emitir un juicio correcto. Debía de parecer un auténtico animal, sin afeitarse durante dos semanas, demacrado y sucio por dormir en los incómodos portales. Pero estaba muy lejos de preocuparse por su apariencia, aunque una mujer le estuviera mirando.

Ella ya se había quitado la capucha, porque se encontraban en un lugar cerrado. Se apoyaba en la pared, al amparo de las sombras. Cuando alguien pasaba cerca, ladeaba la cabeza hacia delante, de suerte que aquellos cabellos suyos, tan negros como la pez, quedaban colgando encima de una de sus mejillas. Pero él, aprovechando los escasos momentos en que podía apartar los ojos de la comida, ya se había hecho una idea de su rostro, y le parecía interesante.

Rasgos duros, con huesos muy salientes, una mandíbula recta y orgullosa y un cuello largo, con una vena azul muy marcada en uno de sus lados. Pensó que era peligrosa, lo que no era nada nuevo después de haber visto cómo le había cortado a un hombre la parte posterior de la rodilla sin apenas miramientos. Pero había algo en su manera de entornar los ojos que le ponía nervioso. Aplomo y frialdad, como si le hubiera tomado la horma y supiese lo siguiente que iba a hacer. Lo sabía mejor que él. Tenía tres cicatrices largas en una de sus mejillas, unos cortes antiguos que aún se estaban curando. Se cubría con un guante la mano derecha, que apenas movía. También había descubierto su cojera. Aunque ella se hubiera visto envuelta en algún asunto turbio, Escalofríos tenía tan pocos amigos que no podía permitirse perder uno nuevo. De acuerdo, quienquiera que le alimentase contaría con su lealtad al completo.

Ella seguía mirando cómo comía.

—¿Hambriento?

—Un poco.

—¿Muy lejos de casa?

—Un poco.

—¿Ha tenido mala suerte?

—Más de la que me correspondía. Pero también porque no supe escoger bien.

—Los dos estamos igual.

—Ya lo veo —dejó cuchillo y tenedor encima del plato vacío—. Debería haberme dado cuenta antes —enjugó la salsa con la última rebanada de pan—. Pero siempre he sido mi peor enemigo —se hizo una pausa, ambos sentados uno delante del otro, mientras masticaba—. No me ha dicho su nombre.

—No.

—Esto le gusta, ¿verdad?

—Yo soy la que paga, ¿verdad? Pues será lo que yo diga.

—¿Por qué me paga? Un amigo mío… —carraspeó, porque ya no estaba seguro de que Vossula hubiese sido realmente un amigo—. Un hombre al que conocía, me dijo que no esperase encontrar en Styria nada gratis.

—Fue un buen consejo. Quiero algo de usted.

Escalofríos se pasó la lengua por la boca y sintió un sabor amargo. Tenía una deuda con aquella mujer y estaba por asegurar que acabaría pagándola. Por la mirada de ella, supo que podría costarle caro.

—¿Qué quiere?

—Lo primero de todo, que se dé un baño. Nadie va a tratar con usted con esa pinta.

En aquel momento, el hambre y el frío se habían ido, dejando un poco más de sitio para la vergüenza.

—Lo crea o no, me siento más a gusto si no apesto. Aún me queda un poco de mi jodido orgullo.

—Mejor para usted. Estoy por apostar a que no puede esperar el momento de estar jodidamente limpio.

Movió los hombros, un tanto incómodo. Tenía la sensación de estar a punto de meterse en una piscina cuya profundidad ignoraba.

—Y después, ¿qué?

—Poca cosa. Irá a un fumadero y preguntará por un individuo llamado Sajaam. Le dirá que Nicomo exige su presencia en el lugar acostumbrado. Y me lo traerá.

—¿Por qué no va usted en persona?

—Necio, porque le pago a usted para que vaya —sostenía una moneda en su mano enguantada. La plata relució bajo la luz, revelando un diseño de escamas estampadas en el brillante metal—. Usted me trae a Sajaam y se gana una escama. Luego decidirá si aún quiere seguir pescando, porque podrá comprarse un barril lleno de peces.

Escalofríos frunció el ceño. ¿Una mujer elegante que sale de la nada, que te salva la vida y que luego te hace una magnífica oferta? Su suerte jamás había sido tan buena. La comida no había hecho más que recordarle lo mucho que disfrutaba con la buena mesa.

—Puedo hacerlo.

—Bien. Pero podría hacer algo más y ganarse cincuenta.

—¿Cincuenta? —la voz de Escalofríos era un graznido de ansiedad—. ¿Es una broma?

—¿Acaso me estoy riendo? He dicho cincuenta y, si aún sigue queriendo pescar, podrá comprarse su propio barco y disponer de ropa decente, ¿qué le parece?

Escalofríos sintió que ponía cara de vergüenza al ajustarse la raída casaca. Con todo aquel dinero podría regresar a Uffrith en el siguiente barco y patalear el huesudo trasero de Vossula a todo lo largo del pueblo. Un sueño que había sido su único consuelo en los últimos días.

—¿Y qué quiere a cambio de las cincuenta escamas?

—No gran cosa. Irá a un fumadero y preguntará por un hombre llamado Sajaam. Le dirá que Nicomo exige su presencia en el lugar acostumbrado. Y me lo traerá —hizo una breve pausa—. Y luego, y ésta es la novedad, me ayudará a matar a un hombre.

Para ser sincero consigo mismo, aquello no le sorprendió. Sólo había un tipo de trabajo en el que era realmente bueno. Aunque fuese la primera vez que iba a recibir cincuenta escamas por hacerlo. Había llegado hasta allí para ser mejor persona, pero era como decía el Sabueso: una vez que te manchas las manos de sangre, ya no es fácil tenerlas limpias.

Algo le empujó en el muslo por debajo de la mesa, haciéndole casi dar un brinco en la silla. La empuñadura de un cuchillo bastante largo descansaba encima de sus rodillas. Un cuchillo de combate, cuya empuñadura relucía con un color anaranjado mientras su hoja, aún envainada, seguía en la mano enguantada de aquella mujer.

—Será mejor que lo coja.

—No he dicho que vaya a matar a alguien.

—Ya sé lo que ha dicho. La hoja sólo es para que Sajaam vea que usted quiere negociar.

Tuvo que admitir que no se sentía intimidado por el hecho de que una mujer le sorprendiera metiéndole un cuchillo entre los muslos.

—No he dicho que vaya a matar a alguien.

—Y yo no he dicho que lo haya dicho.

—Entonces, de acuerdo. Sólo llegaré hasta donde usted ya sabe —cogió el cuchillo y lo guardó dentro de su casaca.

El cuchillo le golpeaba en el pecho al caminar, achuchándole como si fuese la antigua amante que regresa a por más. Escalofríos sabía que no era algo de lo que tuviera que sentirse orgulloso. Cualquier necio puede ir por ahí con un cuchillo. A pesar de eso, no estaba seguro de que le gustase sentir su peso contra sus costillas. Sentirse como si volviera a ser alguien.

Había llegado a Styria para encontrar un trabajo decente. Pero, cuando la bolsa comienza a quedar floja, no hay más remedio que dedicarse a los trabajos indecentes. Le pareció que nunca había visto un sitio más indecente que aquél. Una puerta pesada en una pared sucia y sin ventanas, con dos grandullones que montaban guardia a uno y otro lado de ella. Por la postura que adoptaban, Escalofríos podía asegurar que llevaban armas encima y que estaban dispuestos a emplearlas. Uno de ellos era un meridional de piel oscura, con cabellos lacios que le rodeaban la cara.

—¿Quieres algo? —preguntó, mientras el otro le clavaba los ojos a Escalofríos.

—Ver a Sajaam.

—¿Llevas armas? —Escalofríos sacó el cuchillo, cogiéndolo por la punta, y el otro lo cogió—. Ven conmigo —los goznes de la puerta rechinaron cuando se abrió.

Al otro lado, el aire estaba brumoso, cargado por un humo dulzón. Escalofríos sintió un picor en la garganta que le hizo toser, y un arañazo en los ojos que le hizo llorar. Todo estaba en silencio y a oscuras, demasiado calor para el frío que hacía fuera. Unas lámparas de cristal de colores diferentes arrojaban unas siluetas sobre las paredes manchadas… destellos verdes, rojos y amarillos que resaltaban en la lobreguez. Aquel sitio parecía una pesadilla.

Tenía cortinas, seda mugrienta que se estremecía en la penumbra. La gente estaba tirada encima de los cojines, semidesnuda y medio despierta. Un hombre estaba echado de espaldas, con la boca abierta y la pipa a punto de caérsele de la mano, una voluta de humo aún retorciéndose en su cazoleta. Una mujer se apretujaba contra uno de sus costados. Los rostros de ambos estaban perlados de sudor, tan inexpresivos como cadáveres. Daban una impresión de deleite y desespero, más bien de lo último.

—Por aquí —Escalofríos siguió a su guía a través de la penumbra y luego por un pasillo medio a oscuras. Una mujer que se apoyaba en el quicio de la puerta le miró con sus ojos muertos mientras pasaba. Alguien se quejaba, «Oh, oh, oh», en algún sitio cercano, como si estuviese aburrido.

Atravesó una cortina de cuentas tintineantes y otra habitación espaciosa, con menos humo pero más inquietante. En ella había unos cuantos hombres de todos los tipos y colores. A juzgar por sus miradas, todos estaban acostumbrados a la violencia. Ocho de ellos se sentaban junto a una mesa llena de copas, botellas y calderilla, mientras jugaban a las cartas. Varios más se agazapaban en las sombras. La mirada de Escalofríos fue a parar a una pequeña hacha de feo aspecto que estaba al alcance de la mano de uno de ellos, la única arma que había visto en aquel sitio. En lo alto de la pared había un reloj que enseñaba las entrañas, cuyo péndulo iba de un lado para otro, haciendo
tic, tac, tic, tac
con un sonido tan alto que le puso aún más nervioso.

Un grandullón se sentaba en el extremo de la mesa que en el Norte le habría correspondido al jefe. Era un hombre mayor, con una cara tan llena de cicatrices como el cuero viejo. Su piel tenía el color del aceite oscuro, y sus cortos cabellos y barba estaban surcados de canas. Jugueteaba con una moneda de oro que se pasaba de una a otra mano por encima de los nudillos. El guía se agachó para murmurarle algo al oído y le entregó el cuchillo. Para entonces, los ojos de los presentes se posaban en Escalofríos. Entonces pensó que, a fin de cuentas, una simple escama no fuera una gran recompensa.

—¿Eres Sajaam? —entre todo aquel humo, su voz sonaba más chillona de lo que hubiera deseado.

—Así me llaman, como todos mis queridos amigos te confirmarán. Esta arma tuya revela muchas cosas del hombre que la lleva —la sonrisa del viejo era como una curva amarilla en su rostro.

—¿Si?

Sajaam sacó el cuchillo de su vaina y lo mantuvo en alto, mientras la luz de las lámparas se reflejaba en su hoja, diciendo:

—No es una hoja barata, pero tampoco cara. Apropiada para el trabajo y sin adornos en los bordes. Afilada, pesada, buena para lo suyo. ¿Me voy acercando al blanco?

—Estás bastante cerca —como era evidente que a aquel tipo le gustaba hablar, no se atrevió a mencionar que el cuchillo ni siquiera era suyo. Cuanto menos hablase, antes estaría de vuelta.

—Y, ¿cómo debo llamarte, amigo? —eso de «amigo» no le parecía muy convincente.

—Caul Escalofríos.

—Brrr —Sajaam se estremeció como si estuviese helado, lo que divirtió mucho a sus hombres. Parecía bastante contento de ver cómo se iban desarrollando las cosas—. Estás muy, pero que muy lejos de casa, amigo.

—Eso me importa un carajo. Tengo un mensaje para ti. Nicomo exige tu presencia en el lugar acostumbrado.

El buen humor que reinaba en la estancia desapareció tan deprisa como la sangre que se pierde por una cuchillada en la garganta.

—¿Dónde?

—En el lugar acostumbrado.

—¿Y lo exige? —dos de los hombres de Sajaam salieron de las sombras y retorcieron las manos—. Es tremendamente osado por su parte. Y, ¿por qué mi viejo amigo Nicomo querría enviar a un grandullón paliducho del Norte para hablar conmigo? —Escalofríos pensó que, por alguna razón desconocida, la mujer acababa de hacerle aterrizar en la mierda. Era más que evidente que ella no era el tal Nicomo. Pero él no sólo había agotado durante las últimas semanas su provisión de sarcasmos, sino que la muerte podía llegarle antes de abrir la boca.

—Pregúntaselo en persona. Yo no he venido aquí para intercambiar preguntas, viejo. Nicomo exige tu presencia en el lugar acostumbrado, y eso es todo. Ahora, levanta tu negro culo antes de que pierda los modales.

Hubo una larga pausa, bastante tensa, mientras todos pensaban en aquellas palabras.

—Me gusta —dijo Sajaam con un gruñido—. ¿A ti te gusta? —preguntó a uno de sus estranguladores.

—Creo que sí, si a ti te gusta este tipo de cosas.

—Sólo de vez en cuando. Las palabras mayores, las bravatas, la virilidad de pelo en pecho. También me aburren enseguida, pero en ocasiones me hacen sonreír. Así que Nicomo exige mi presencia, ¿no?

—Sí —dijo Escalofríos, sin más salida que dejarse llevar a donde la corriente quisiera llevarle, esperando que fuese algo parecido a una playa.

—Pues entonces, de acuerdo —el viejo tiró sus cartas encima de la mesa y se levantó lentamente—. Que nunca se diga que el viejo Sajaam no cumple una deuda. Si Nicomo me llama… iré a donde dice —y agarró el cuchillo que Escalofríos había llevado al cinto—. Creo que me quedaré con esto. Al menos por el momento.

Ya era tarde cuando llegaron al lugar que la mujer le había indicado, un jardín casi pelado y tan oscuro como un sótano. Y también vacío, por lo que Escalofríos alcanzaba a ver. Sólo unos papeles rotos se retorcían en el aire de la noche, noticias antiguas que colgaban de los mugrientos ladrillos.

—Y bien —dijo Sajaam de repente—, ¿dónde está Cosca?

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