La Momia (20 page)

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Authors: Anne Rice

Una cosa era cierta: si él hubiera visto a aquella criatura salir del sarcófago, como Henry decía, no se habría comportado como él. Un hombre sin imaginación, eso era Henry. Quizá la falta de imaginación había sido siempre su gran debilidad. Se le ocurrió pensar que Henry era un hombre que no captaba las
implicaciones
de las cosas.

Al contrario que Henry, que había elegido huir del misterio, Elliott se había sumergido en él.

Si se hubiera quedado un poco más en la casa de Julie, si hubiera sido más inteligente...

Podría haber examinado las jarras de alabastro. Podría haber intentado leer los rol os. La pobre Rita se hubiera conformado con cualquier explicación.

Deseó haberlo intentado. Y también deseó que su hijo Alex no estuviera sufriendo. Aquél era el único aspecto desagradable de aquel apasionante misterio.

Alex se había pasado el día llamando a Julie. Estaba muy preocupado por su invitado, al que apenas había visto a través de las puertas del invernadero.

—Un hombre enorme, bueno, muy alto, con ojos azules. Un tipo... muy bien parecido, pero desde luego demasiado mayor para cortejar a Julie —había dicho sin mucho convencimiento.

A las ocho de la noche había recibido una llamada de uno de esos buenos amigos que disfrutan haciendo circular rumores. Habían visto a Julie bailando en el Hotel Victoria con un extranjero imponente y atractivo. ¿No estaban comprometidos Alex y Julie? Alex estaba muy preocupado. Aunque había llamado a Julie cada hora durante toda la tarde, no había obtenido respuesta. Al fin había suplicado a su padre que interviniera pues deseaba llegar al fondo de aquel asunto.

Elliott también quería llegar al fondo del asunto. Incluso se sentía curiosamente rejuvenecido por los últimos acontecimientos. Se sentía casi joven, soñando todo el tiempo con Ramsés el Grande y su elixir escondido entre venenos.

Se levantó de su sillón frente al fuego haciendo caso omiso del familiar dolor de las piernas, y se sentó a su mesa para escribir una carta.

«Querida Julie:

»Ha llegado a mis oídos que tienes un huésped, un amigo de tu padre, según creo. Me produciría un gran placer conocer a ese caballero. Quizás incluso pueda serte de ayuda durante su estancia y, desde luego, no me gustaría perder tal oportunidad.

»Me gustaría invitaros mañana a una cena familiar...»

En pocos minutos terminó la nota. La metió en un sobre, lo cerró y lo dejó sobre una bandeja de plata en el recibidor para que Walter, su factótum, la entregase por la mañana.

Estaba haciendo lo que su hijo le había pedido, pero él sabía que no lo hacía por Alex. Y sabía que, si aquella cena tenía lugar, Alex sufriría mucho más de lo que ya había sufrido. Por otra parte, cuanto antes comprendiera... En realidad no sabía qué era lo que Alex tenía que comprender. Elliott sólo sabía que él mismo se sentía inflamado por un misterio que se estaba desarrollando lentamente ante él.

Se acercó cojeando a la percha del vestíbulo, se puso su pesado abrigo de sarga y salió a la calle. Había cuatro automóviles aparcados delante de la casa. Pero el Lancia Theta con arranque eléctrico era el único que solía conducir personalmente. Y ya había pasado un año desde la última vez que había disfrutado de tan extraordinario placer.

De repente lo entusiasmó la idea de salir solo, sin tener que contar con un mozo, cochero, mayordomo o chofer. Era extraordinario que una invención tan compleja pudiera devolver a la vida la simplicidad.

Lo peor fue subir sin ayuda al asiento delantero, pero lo consiguió. Entonces apretó el pedal de arranque, bombeó gasolina al motor y pronto estuvo de nuevo galopando en libertad, como cuando era joven, hacia Mayfair.

Tras dejar a Ramsés, Julie subió a su habitación y cerró la puerta tras de sí. Se quedó un momento apoyada contra la puerta con los ojos cerrados. Podía oír a Rita moverse por la casa.

Percibió el fragante olor de las velas que Rita siempre encendía junto a su cama. Era una pequeña costumbre nostálgica que Julie conservaba de su niñez, antes de la aparición de la luz eléctrica, cuando el olor de las lámparas de gas le producía mareos.

No podía pensar más que en lo que había ocurrido: llenaba su mente de tal modo que no había sitio para la reflexión o la evaluación. Aquella sensación de aventura era la única actitud que podía identificar dentro de sí; excepto, por supuesto, una atracción física hacia Ramsés casi dolorosa.

No, no era meramente física: estaba enamorándose totalmente de él.

Al abrir los ojos, vio el retrato de Alex en el tocador. Y distinguió entre las sombras a Rita, que acababa de dejar su camisón sobre la cama. Poco a poco se dio cuenta de que la habitación estaba repleta de flores: ramos de flores en floreros de cristal, sobre la mesa, en las mesillas de noche, en su mesa...

—Son del vizconde, señorita —explicó Rita—. Todos esos ramos. No sé lo que va a pensar de todo esto, señorita. Con tantas idas y venidas... yo misma no sé qué pensar, señorita.

—Claro que no lo sabes —repuso Julie—. Pero, Rita, no debes decir una palabra a nadie,

¿comprendes?

—¡Nadie me iba a creer, señorita! —aseguró Rita—. Pero no lo entiendo, señorita. ¿Cómo se escondió en esa caja? ¿Por qué come tanto?

Por un momento Julie no supo qué responder. ¿Qué estaría pensando la muchacha?

—Rita, no hay nada de que preocuparse —declaró con firmeza. La tomó de las manos—.

Debes creerme si te digo que es un hombre bueno y que hay una explicación a todo.

Rita miró a Julie sin comprender. Sus pequeños ojos azules se ensancharon de repente.

—¡Pero, señorita Julie! —susurró—. Si es un buen hombre, ¿por qué ha tenido que esconderse así para entrar en Londres? ¿Y cómo es que no se ha ahogado?

Julie reflexionó un instante.

—Rita, mi padre sabía todo el plan —afirmó muy seria—. Y lo aprobaba.

Julie pensó si se estaría condenando al infierno por decir mentiras. Llegó a la conclusión de que no, si contribuían a calmar a alguien.

—Incluso te diré —añadió Julie— que ese hombre está cumpliendo una misión muy importante. Y sólo algunos miembros del gobierno saben que está aquí.

—Ohhh... —Rita estaba impresionada.

—Desde luego, también algunos altos cargos de Stratford Shipping lo saben, pero es muy importante que no digas ni una palabra; en especial a Henry, al tío Randolph, a lord Rutherford o a cualquiera que venga por aquí.

Rita asintió.

—Muy bien, señorita. Yo no sabía que era eso.

Cuando se cerró la puerta, Julie se echó a reír y tuvo que taparse la boca con la mano como una colegiala. Pero la verdad era que la explicación quedaba muy bien. Y para Rita era mucho más verosímil que lo que en realidad había sucedido.

Lo que había sucedido. Se sentó delante del espejo y comenzó a quitarse las horquillas del pelo perezosamente. La visión se le nubló mientras contemplaba su propio reflejo y vio la habitación como a través de un velo: las flores, las cortinas de encaje blanco de la cama, todo su mundo, remoto y ya carente de importancia.

Con gran lentitud se cepilló el cabello, se desnudó, se puso el camisón y se metió en la cama. Las velas seguían ardiendo. La habitación estaba bañada por un suave resplandor anaranjado, y las flores la inundaban con su perfume.

Al día siguiente lo llevaría a los museos, si él quería. También podían hacer una excursión al campo en tren. O podían ir a la Torre de Londres. Había tantas cosas que quería enseñarle...

Sin darse cuenta, todos sus pensamientos se detuvieron y cayó dormida. Lo vio a él. Y se vio a sí misma a su lado.

Hacía casi una hora que Samir estaba sentado ante su mesa. Se había bebido media botella de Pernod, un licor que había descubierto en un café francés de El Cairo y que le gustaba tener. Pero no estaba bebido; simplemente había conseguido amortiguar la agitación que se había apoderado de él poco después de salir de la casa de los Stratford. Pero cuando intentaba pensar fríamente en lo que había ocurrido, los temblores volvían a aparecer.

Unos leves golpes en el cristal de la ventana lo sobresaltaron. Su despacho estaba en la parte trasera del museo, y la única luz encendida en todo el edificio era la suya, y quizás otra en alguna habitación interior, donde los guardias nocturnos fumaban cigarrillos y tomaban café.

No pudo ver a la figura que había al otro lado de la ventana, pero adivinó de quién se trataba. Se levantó de un salto y salió a abrir la puerta que daba al callejón trasero.

Fuera, con un abrigo empapado de lluvia y la camisa abierta hasta la mitad del pecho, esperaba Ramsés el Grande. Samir salió a la oscuridad. Las paredes y el suelo brillaban por efecto de la lluvia, pero nada parecía resplandecer como aquel hombre alto e imponente.

—¿Qué puedo hacer por ti, mi señor? —preguntó Samir—. ¿Qué servicio puedo prestarte?

—Quiero pasar, honesto Samir —repuso Ramsés—. Si me lo permites, me gustaría ver los restos de mis antepasados y de mis hijos.

Samir sintió un agradable estremecimiento al oír aquellas palabras. Las lágrimas brotaron en sus ojos. Hubiera sido incapaz de explicar a nadie aquella felicidad agridulce.

—Con gusto, mi señor —dijo—. Déjame ser tu guía. Es un gran privilegio.

Elliott vio luz en la biblioteca de Randolph. Aparcó el coche junto a la casa, descendió de él trabajosamente y, tras subir los escalones de la entrada con lentitud, pulsó el timbre.

Randolph, en mangas de camisa y con el agrio olor del vino en el aliento, salió a abrirle.

—Dios santo, ¿pero sabes qué hora es? —preguntó. Se volvió e invitó a Elliott a seguirlo a la biblioteca. Era una sala grande y lujosamente decorada, con las paredes cubiertas de grabados de perros y caballos y mapas que nadie miraba—. Te voy a hablar claro, pues estoy demasiado cansado para andar con rodeos —dijo Randolph—. Has llegado en el momento apropiado para responderme a una pregunta de la mayor importancia.

—¿De qué se trata? —inquirió Elliott.

Randolph se sentó a su mesa, un monstruoso escritorio de caoba profusamente tallado, cubierto de papeles y libros de cuentas. Había montones de facturas, un enorme y horrible teléfono y cajas de cuero para plumas y papel.

—Los antiguos romanos —dijo Randolph, arrellanándose en su sillón y dando un sorbo a su copa de vino sin pensar en ofrecerle algo a Elliott—. ¿Qué hacían cuando eran deshonrados, Elliott? Se cortaban las venas, ¿no es así? Y se desangraban con una sonrisa en los labios.

Elliott lo miró con atención. Tenía los ojos enrojecidos y las manos le temblaban. Se levantó apoyándose en el bastón, caminó despacio hasta el mueble bar y se sirvió una copa de vino.

Llenó también la de Randolph y volvió a su sillón.

Randolph lo observó todo el tiempo con gesto indiferente. Apoyó los codos en la mesa y se pasó las manos por los cabellos grises, con los ojos fijos en las pilas de papeles.

—Si la memoria no me falla —contestó Elliott—, Bruto se dejó caer sobre su espada. Marco Antonio intentó algo parecido, pero fracasó. Entonces subió por una cuerda a los aposentos de Cleopatra, y allí consiguió de alguna manera matarse, o morir. Ella eligió el veneno de una serpiente. Pero sí, respondiendo a tu pregunta, los romanos se cortaban las venas de vez en cuando, eso es cierto. Pero, si quieres mi opinión, ninguna suma de dinero vale la vida de un hombre. Y deberías dejar de pensar en ese tipo de soluciones.

Randolph sonrió. Elliott probó el vino: estaba delicioso. Los Stratford siempre bebían buen vino. Casi siempre había en su casa una botella abierta de las que otros reservan para las ocasiones especiales.

—¿Eso crees? —repuso Randolph—. Ninguna suma de dinero. ¿Y dónde voy a conseguir la suma de dinero que necesito para evitar que mi sobrina comprenda mi perfidia en toda su extensión?

El duque sacudió la cabeza lentamente.

—Si te quitas la vida, lo descubrirá todo con seguridad.

—Sí, pero yo no tendré que responder a sus preguntas.

—Un detalle sin importancia. Y que yo no cambiaría por los años que me quedan de vida.

Estás diciendo tonterías.

—¿Ah, sí? Julie no se va a casar con Alex, y tú lo sabes. Y, aunque lo hiciera, no daría la espalda a los asuntos de Stratford Shipping. No hay nada que pueda evitarme el desastre final.

—Sí, claro que lo hay.

—¿Qué es?

—Espera unos días y verás que tengo razón. Tu sobrina acaba de encontrar una nueva distracción: su invitado de El Cairo, el señor Reginald Ramsey. Alex lo está pasando mal, desde luego, pero se recobrará. Y es muy probable que este señor Ramsey aparte a Julie de Stratford Shipping igual que la va a apartar de mi hijo. Y tus problemas podrían resolverse muy fácilmente. Puede que te perdone todo.

—¡Yo vi a ese hombre! —exclamó Randolph—. Lo vi esta mañana cuando Henry hizo el ridículo. No querrás decirme que...

—Tengo el presentimiento de que Julie y ese hombre...

—¡Henry debería estar en esa casa!

—Olvídalo. Eso no importa.

—Bien, todo esto parece divertirte mucho. Pensé que te sentaría peor que a mí.

—No tiene importancia.

—¿Desde cuándo piensas así?

—Desde que empecé a reflexionar seriamente en lo que nos ofrece esta vida. La vejez y la muerte nos esperan a todos. No podemos hacer frente a esa simple verdad, y por eso estamos siempre buscando distracciones.

—Dios mío, Elliott. No estás hablando con Lawrence, sino conmigo. Me gustaría poder compartir tu filosofía. Por el momento, yo vendería mi alma por cien mil libras. Y no soy el único.

—Yo no —replicó Elliott—. Y no tengo cien mil libras, ni las tendré. Si las tuviera, te las daría.

—¿De verdad?

—Sí, creo que sí. Pero déjame que cambie de tema. Puede que Julie no quiera responder preguntas sobre su amigo el señor Ramsey. Quizá prefiera que la dejen tranquila un tiempo, ser verdaderamente independiente. Y tú podrías encontrarte con que todo vuelve a estar en tus manos.

—¿Hablas en serio?

—Sí, y ahora me voy a casa. Estoy cansado, Randolph. No te cortes las venas. Bebe todo lo que quieras, pero no nos hagas a todos algo tan terrible. Mañana por la noche te espero en mi casa a cenar. He invitado a Julie y a este misterioso caballero. No me falles. Y, después, quizá se nos ocurra una forma mejor de arreglar las cosas. Puede que consigas lo que quieres, y que yo encuentre la solución a un misterio. ¿Puedo contar contigo para mañana?

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