La monja que perdió la cabeza (27 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

¿Cirugía? No hay ningún placer comparable al instante en que las indagaciones se acercan a las sospechas, a la hipótesis del investigador.

—O sea —dije, reprimiendo mi entusiasmo—, que donde se ha utilizado Pavulón, ha habido una intervención quirúrgica.

—Probablemente. Como mínimo, ha habido una anestesia, sí.

¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!

—Otra cosa.

—Dígame.

—¿Qué función tendría un generador eléctrico, en una sala de operaciones?

—Bueno… Es aconsejable tenerlo por si hubiera un apagón. Un apagón, en el quirófano, durante una intervención delicada, podría ser fatal. Se trata de proteger la vida del paciente.

«Proteger la vida del paciente», pensé. En aquella casa no protegieron la vida de Eulalia, precisamente. ¿Qué sentido tendría aplicar anestesia a alguien a quien luego se quiere descuartizar? En un caso así, la anestesia más eficaz es un asesinato rápido. Pero allí hubo una operación en la que se habían tomado todo tipo de precauciones, incluyendo un generador eléctrico para la improbable eventualidad de un apagón. Entonces, ¿a quién habían operado? Y ¿para qué necesitaban a Eulalia?

Las dos preguntas traían implícita la respuesta. Si aquello, en lugar de una llamada telefónica, hubiera sido una videoconferencia, seguro que el doctor Marín me habría preguntado si me encontraba mal, viendo la cara que se me había puesto de repente.

—¿Señor Esquius?

—Sí. Sigo aquí.

—Si no tiene más preguntas…

—Espere. Sólo será un momento.

Quedé pensativo, estudiando las notas que llenaban mi cuaderno. Eulalia había tenido dos visitas de demonios. Una, el día seis de junio. Entraron y salieron, y ella tuvo las primeras alucinaciones. Evidentemente, le habían inyectado alguna potente droga para dormirla y que no recordara nada de la visita.

—Supongo que antes de un transplante —dije—, hay que hacer análisis de sangre del donante.

—¿Un transplante, dice? Hombre, naturalmente. Por mil razones. Para comprobar la compatibilidad, para asegurarse de que sus órganos están en buenas condiciones y que no tiene virus ni enfermedades infecciosas y para…

Durante un buen rato, el doctor Marín continuó arguyendo razones de peso para hacer análisis antes de una operación tan delicada como es un transplante, pero yo ya no le escuchaba.

Todo iba tomando forma y sentido.

Un trasplante era lo que explicaba aquel secuestro rocambolesco. Porque un transplante necesita un donante concreto, con unas características concretas. No es posible transplantar cualquier hígado, ni cualquier corazón, de cualquier persona a cualquier otra. Los asesinos secuestraron a Eulalia, se complicaron tanto la vida, porque la necesitaban a ella, exactamente a ella, y a nadie más.

Los demonios la visitaron el día seis de junio para chuparle la sangre y, una vez hecho el análisis, una vez comprobado que su corazón, su riñón, o su hígado, o lo que fuera, estaban en perfecto estado, avisaron al paciente. Y el día diecisiete se presentó en el quirófano de Villa Inés todo el equipo médico al completo, doctores, enfermeras, el paciente en ambulancia y el material quirúrgico en el camión de mudanzas. Y la verbena de San Juan, los demonios volvieron a visitar a la hermana Eulalia para llevársela. Directa al improvisado quirófano.

Después de aquello, no podían soltarla. Estaba condenada. Se deshicieron de ella descuartizándola y tirando sus pedazos a los contenedores, seguramente contenedores previamente elegidos en función de que sus residuos fueran directamente a la incineradora y, quién sabe, tal vez también en función de que en la zona no hubiera mendigos de los que hurgan en las basuras. Había sido necesaria una cadena de casualidades bastante improbable para que a un ciudadano normal y corriente se le ocurriera ir a hurgar en uno de estos contenedores.

Así fue como aparecieron los pies…

… y eso explicaba por qué me habían enviado la cabeza de la santita.

¿Por qué? Sí: ¿por qué me la habían enviado?

Pues (respondía a mis preguntas con una excitación que iba en aumento) me mandaron la cabeza porque querían impedir que la policía acudiera al registro de adopciones de Guinea.

Escena 3

Como aún disponía de tiempo, bajé tranquilamente en mi Golf hasta la Illa Diagonal dejándome llevar por la riada de automóviles de última generación, dotados con todo tipo de prestaciones, como 285 CV, llantas de 17 pulgadas con PZero, Navi Pcm Gps, manos libres, 5 puertas, 6 airbags, sensor de aparcamiento, ABS, SRS, cierre centralizado, dirección asistida, alzacristales eléctrico, climatizador, reposabrazos central, 6 velocidades, madera, cuero beige, doble clima, bluetooth, alarma, radio CD con cargador para 6 discos, espejos eléctricos, asientos deportivos, Diésel, Xenon, techo eléctrico, Partronic, antinieblas, volante multifunción, e incluso Harley Davidsons con el depósito de color granate.

Fui a la Fnac y compré el DVD de los Microclones para mis nietos.

Esta sencilla operación y la contemplación de los muñecos televisivos en la carátula alumbraron nuevas luces en mi cerebro. Muñecos idénticos, unos clones de los otros, gemelos, como mis nietos, pero más que gemelos, univitelinos, aquella palabra que les hacía tanta gracia a Roger y Aina. Univitelinos.

Cuando estás encajando un rompecabezas, se produce un momento en el que ya ves cuál será el dibujo definitivo, y dónde debes encajar cada una de las piezas que aún tienes en la mano. Ya está. En ese momento, experimentas un placer muy especial, una especie de euforia, como quien acaba de superar una prueba insuperable.

Parado ante un semáforo en rojo, saqué del bolsillo las fotos arrugadas y las contemplé con una mirada nueva. La niña del vestido rojo agarrada de la mano de aquel hombre negro con gafas y traje a la medida que no era ni hutu ni tutsi. La niña del vestido rojo agarrada de la mano de su padre, Armando Gracián. No eran la misma niña. Y la chica del vestido blanco escotado no era Eulalia. Por eso la foto estaba recortada de una revista.

Así de sencillo.

Ya lo tenía todo atado.

Y, por si me faltaban razones para la euforia, mientras conducía el coche hacia el cementerio de Las Corts, me entró en el móvil una llamada de mi hija Mónica. No contesté porque no resulta prudente hacerlo mientras estás al volante y porque decidí castigarla un poco.

Llegué al cementerio, dejé el coche en el aparcamiento subterráneo (donde no había cobertura) y un ascensor me llevó directamente al vestíbulo de mármoles relucientes y madera oscura, con los libros de firmas de pésame en un largo mostrador, y los amables recepcionistas en otro mostrador, y el tablón con la lista de difuntos que aquel día debían recibir sepultura, y el acceso a los velatorios.

Allí, pude marcar el número de Mónica.

—¿Mónica?

—¿Papá? —Como ansiosa.

Su tono me asustó un poco.

—¿Qué te pasa?

—Nada, nada. Bueno, sí. Bueno, tengo un pequeño lío.

—¿Qué tipo de lío? ¿Dónde estás?

—En el chalé de tu amigo.

—¿Cómo? ¿Aún estáis allí? —O sea, que el amigo cubano de José me había engañado.

—Sí, sí, papá. Es que no podemos volver… Papá, ¿podrías venir?

—¿Por qué?

—¿Podrías o no? Lo siento, papá, pero no puedo hablar. ¿Podrás venir, papá? Por favor, ven, te necesito. Perdona todo lo que te he dicho estos días. ¿Puedes venir?

Me pareció que aquello tenía prioridad sobre cualquier otro asunto.

—Tenía que hacer una cosa, pero lo dejo. Ahora mismo salgo.

—No, no, papá, no es tan urgente. Bastará con que llegues esta misma tarde. ¿Podrás?

—Sí, sí, sí, sí, claro. De acuerdo. Hago este trámite y vengo.

—Bueno, tampoco corras. No vayas a hacerte daño en la carretera. No me pasa nada grave… Pero es mejor que vengas.

Mi hija me necesitaba. Y quería hacer las paces. Y me quería a su lado. Bien. Bien, bien, bien, bien.

Las puertas eran de cristal y permitían ver el exterior, el aparcamiento para los coches fúnebres, la entrada del cementerio propiamente dicha, y la Harley Davidson con depósito granate. Y el hombre, a su lado, con el casco integral igualmente granate, y camisa roja de manga corta y pantalones beige.

Hay mucha gente que lleva camisas rojas y pantalones beige. Mucha. Yo mismo podría llevar un conjunto así. Pero era el atuendo que usaba Humberto Querétaro cuando, convertido en máquina de tren, me embistió en el pasillo del hotel Campanudo, y estas cosas no se olvidan. Crean prejuicios contra la gente que lleva camisas rojas y pantalones beige.

Experimenté una especie de sacudida en los hombros.

Llevaba días siguiéndome.

La Harley Davidson con el depósito granate, la Harley Davidson con depósito granate, la Harley Davidson con depósito granate, toda la ciudad llena de Harley Davidsons con depósito granate.

Me tenía controlado. Desde que aquel asesino vio la tarjeta sobre la mesita de noche de Gracián, me habían estado siguiendo y, si aquella mañana me había visto en Villa Inés, ya sabía que yo no había caído en la trampa de sus maniobras envolventes y que la mentira sobre Ruanda no le había servido de nada y que ya tenía prácticamente todas las piezas del rompecabezas colocadas en su sitio.

Entré en la capilla, donde ya habían comenzado las exequias de nuestro querido Armando Gracián Candil.

El sacerdote, que debía de ser preconciliar, se había quitado el bonete, lo había dejado sobre el altar y decía:

—Oremus.

ACTO NOVENO
Escena 1

No había mucha gente. César Bruc, muy compungido, rodeado por algunas de las huéspedes del hotel Campanudo, que no podían disimular su profesión por mucho que se hubieran puesto ropa de invierno. Los tacones de aguja, las faldas ajustadas y el maquillaje las delataban. Fatmire no estaba. ¿No había vuelto al hotel Campanudo? También estaba ahí el propietario del colmado del Poble Sec y su señora, me imagino que tan sólo para cumplir y curiosear porque no simpatizaban con el difunto, y el propietario del bar y señora, que parecían más sinceros. Y también vi a la persona que yo esperaba ver.

Un viejo de más de ochenta años, todavía alto y robusto, apoyado en un bastón pero en absoluto encorvado. La piel de la nuca se le advertía morena, curtida y cubierta de arrugas, como la epidermis de un elefante. Ex legionario, facha de los de pistola, todavía potente y follador, la envidia de Gracián, que le había conocido en Guinea. Fui a sentarme a su lado y contemplé su expresión pétrea, intransigente, impávida. Se parecía al primer muerto viviente que sale en la película de George A. Romero, aquél que perseguía a la chica hasta el coche y quería romper el cristal con una roca. La cabeza encajada entre los hombros anchos, los brazos y las piernas demasiado largos.

Dejé que el sacerdote dijera unas cuantas cosas de esas que se suelen decir y, por fin, susurré:

—¿Guillermo de Cádiz?

Se volvió hacia mí con un movimiento de todo el cuerpo, rígido, alargando el cuello y arqueando las cejas para manifestar sorpresa. Le ofrecí la mano.

—Me llamo Ángel Esquius. Estoy investigando la muerte de Armando. —Pausa, mirando de lado a lado—: Y lamento comunicarle que, tanto usted como yo, en este momento, estamos en peligro de muerte.

Parpadeó, tan tranquilo. Tenía unas pestañas largas, unos ojos muy bonitos, nada cansados.

—Eppa. ¿Peligro de muerte?

—Si usted le cuenta a la policía todo lo que sabe, no tardarán en detener al asesino de Armando.

—¿Todo lo que sé?

—Que Eulalia Gracián tenía una hermana gemela —dije.

Por la manera como me miró, supe que había acertado.

—Será mejor que salgamos corriendo de aquí antes de que nos maten.

Guillermo de Cádiz, en lugar de preguntarme si estaba loco o si había bebido, o de mandarme al cuerno, preguntó:

—Eppa. Y ¿cómo lo haremos?

Escena 2

El sacerdote acabó, después de haber salpicado el ataúd con el hisopo, y se puso el bonete, y nos indicó que saliéramos por una puerta situada detrás del altar, hacia la parte posterior del edificio.

Por un momento, tuve la esperanza de que aquello nos sirviera para burlar al hombre que nos amenazaba. Mientras salíamos de la fila de bancos, miré atrás y vi que, por la puerta principal, ya entraban los deudos del muerto del próximo oficio. Ni rastro de casco integral de motorista. Pero, enseguida, al salir a la luz del sol, en el lugar donde se iban arracimando las putas y César Bruc y los vecinos de Poble Sec, le vi. Allí fuera, sin quitarse el casco, que debía de estar asfixiándose con el calor que hacía, aquel casco que le convertía en robot enmascarado, en insecto gigante y letal.

Venía muy decidido, con una mano a la espalda, y adiviné lo que preparaba. Mezclarse entre la gente, acercarse lo más posible a nosotros para no fallar el tiro y, pam, pam, disparar dos veces, una al viejo Guillermo y otra a mí, antes de echar a correr hacia el lugar donde había dejado su moto. Este tipo de asesinatos entre multitudes siempre resultan más sencillos para los asesinos que aquellos en los que tienen que vérselas a solas con sus víctimas. A la hora de la verdad, la policía se encuentra con docenas de testigos diferentes y con docenas de descripciones diferentes del culpable. Llamadme paranoico pero vi tan claras las intenciones de aquel hombre que reaccioné dejándome llevar por el pánico, como si estuviera viendo la pistola que sin duda ocultaba tras la nalga derecha.

Pegué un salto atrás y proferí un grito:

—¡Cuidado con ese hombre! ¡Quiere matarnos! ¡Fuera, fuera!

Le arrebaté el hisopo y el cubo al sacerdote y los lancé contra el hombre que venía y que se detuvo en seco, sorprendido.

—¡Fuera, fuera!

Arranqué el bonete de la cabeza del sacerdote y también lo proyecté con furia contra aquel individuo que viéndose en el centro de todas las miradas, se había quedado inmóvil y no sabía cómo reaccionar. No podía disparar a bulto, «desde lejos. Las putas se habían puesto a chillar, César Bruc y el sacerdote querían sujetarme. «¿Qué hace? ¿Qué mosca le ha picado?», pero Guillermo de Cádiz les golpeó con el bastón.

—¡Quietos paraoooos, eppppayá, hijoputas!

Le agarré del brazo y tiré de él hacia el interior de la capilla.

—¡Venga, abuelo, corra, de prisa! ¡Por aquí!

Corrimos en busca de la puerta principal abriéndonos paso entre los desconsolados deudos del muerto que venía a continuación, sin respetar ni el dolor ni las lágrimas, ni los movimientos entorpecidos por la aflicción. Nos insultaron, hubo quien pretendió interponerse en nuestro camino, «¡eh, eh, eh, un momento!» y recibió un bastonazo de Guillermo.

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