Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—¿Una catalana?
—Sí. Preguntando también por los Gracián.
—Pues ahora que lo dice, sí. Un marimacho, una que iba rapada, con el cabello corto-corto. Muy seria. Ésta sí sabía lo que se traía entre manos.
—¿Cuándo vino?
—Unos días después del otro. Al día siguiente, o tal vez al otro. Preguntó lo mismo. Que qué se había hecho de Gracián tras la muerte de Laieta. Le dije: «Al día siguiente del funeral, empezó a desmontar la casa y se fue.» ¿Dónde? Ni idea. Ni ganas de saberlo, la verdad. Esta gentuza, cuanto más lejos, mejor.
Mientras iba a buscar el coche, marqué el número de teléfono que había bajo el nombre de Luis Humberto Querétaro.
—Hotel Colón, dígame —contestó una voz femenina.
El hotel Colón disfruta del privilegio de estar situado delante mismo de la catedral. La catedral de Barcelona fue construida entre los años 1046 y 1058 sobre las ruinas de la que había sido destruida por Almanzor en el año 985, pero no tenía una fachada al gusto de los ostentosos y acomplejados burgueses barceloneses, de modo que esta fachada que ahora admiran los turistas fue construida en 1913. No tiene mucha importancia; da el pego como si fuera barroca de verdad.
Es un hotel de cuatro estrellas, de prestigio, muy serio. No imaginaba que los recepcionistas me pasaran información confidencial a cambio de una propina, por generosa que fuera. Tendría que ganármelo con simpatía y transmitiendo confianza. Por suerte, a pesar del calor, llevaba el traje gris y una camisa oscura que, pese a que estábamos llegando a las últimas horas del día, aún no se veía muy maltrecha.
—¿El señor Luis Humberto Querétaro?
Una chica joven y eficiente consultó el ordenador.
—No está.
—Pero estaba en este hotel.
Pulsó más teclas.
—Estaba. Este señor dejó el hotel el pasado veinte de mayo.
Consulté mi libreta, donde se iba configurando una cronología.
—Debió de llegar a primeros de mayo, ¿no? —A primeros de mayo había ido al Poble Sec preguntando por los Gracián.
—El ocho de mayo.
—Es que tengo una carta para él. Una carta con información muy importante. ¿Dejó alguna dirección, o un teléfono, o…?
—Es información confidencial. —Sonrisa de «compréndalo».
—Y ¿no hay modo de…?
—Lo lamento.
—Es que es muy importante para él. Es vital que lo localice… Veamos… Estamos hablando del mismo Humberto Querétaro, ¿no? No creo que haya dos hombres con el mismo nombre… Un sudamericano…
Los ojos de la chica manifestaron un sobresalto. «¿Usted dice que le conoce?», decían. «¿Cómo puede conocerle y decir que es sudamericano?» Y yo, rápido de reflejos, palo de ciego, si no era sudamericano… ¿Qué podía ser?
—Bueno, quería decir… Hispano… —Aquello sí—. Hispano. Norteamericano pero que hablaba español… —Sí, era norteamericano y más me valía pasar a otro tema antes de que me echaran a puntapiés—: Sí, sí, el mismo. ¿Y no recibió la visita de unos africanos? Un hombre y una mujer negros. Ruandeses, para ser más exactos…
—No lo recuerdo.
Rápido, rápido, que esto se enfría.
—¿… y una señorita que llevaba el pelo muy corto…?
A la chica eficiente se le escapó una mirada hacia otro empleado que estaba allí cerca y que nos estaba oyendo. «Una señorita, sí. Ya sabemos a quién se refiere. ¿Le ayudamos o no?»
—Mire… —dijo, buscando en una casilla bajo el mostrador, fuera de mi campo visual—. Hay una chica, amiga del señor Querétaro, que le visitó varias veces mientras él estaba aquí. Una chica con el pelo, muy, muy corto. Tal vez… Si quiere ponerse en contacto con ella…
—Por supuesto. Me harán un gran favor.
Buscaba y buscaba y no lo encontraba.
—Pero ella tampoco sabe dónde está ese Querétaro. Después de que él se fuera, vino un par de veces por aquí a buscarlo. Y, al final, nos dejó un número de teléfono móvil para que se lo diéramos al señor Querétaro en caso de que apareciera otra vez por aquí… A lo mejor ella le puede orientar.
—Pues seguramente sí.
Dejando claro que me hacía un favor inmenso, la chica eficiente puso sobre el mostrador dos tarjetones con membrete del hotel. En uno, una mano femenina había escrito el nombre Ana, y un número de teléfono móvil que, como todos los números de móvil, empezaba por seis. La amable recepcionista copió el nombre en el segundo tarjetón, Ana, y el número. A fin de cuentas, aquel dato no era de un cliente del hotel, no tenían obligación de confidencialidad.
El móvil sonó en mi mano cuando acababa de sacarlo del bolsillo, plantado entre la puerta del hotel y la catedral, para llamar a aquella Ana. Me provocó un susto. Estuve a punto de soltarlo.
—¿Sí?
—¿Papá? —Oriol—. Ya he hablado con Mónica y le he sacado los datos de su pretendiente? ¿Puedes apuntar?
Me vi de rodillas, apretando el móvil contra la oreja con la mano izquierda, sujetando la libreta abierta con el codo sobre un banco de piedra y escribiendo con la derecha. Un anciano, sentado a mi lado me miraba impertérrito, probablemente pensando que en el mundo actual nos complicábamos demasiado la vida.
—Dime.
—José Simó. Y una dirección de Gracia: calle Fidelidad, catorce. Tercero. Teléfono…
Acabé de apuntar los datos mientras una idea se abría paso en mi mente. Una idea que tenía que ver con el Rienvaplí y sus posibles utilidades. Una idea que, al mismo tiempo, me liberaría del compromiso de tener que encontrar una mujer o de llevar allí a la puta kosovar.
—Escucha, papá —dijo después Uri—. No hagas tonterías. A ver si aún lo vas a empeorar todo.
—No te preocupes.
Corté la comunicación para poder marcar el número que me habían dado en el hotel.
—¿Sí?
—Ana?
—¿Sí?
—Mira, tú a mí no me conoces. Me llamo Ángel Esquius…
Y Ana dijo, con un chillido ensordecedor:
—¿Ángel? ¿Eres tú? ¿Ángel? ¿Qué quieres decir con eso de que no te conozco?
—¿Que quieres decir con eso de que no te conozco?
La voz potente, grave, dominante, de las que no se arrugan ante las dificultades. Inconfundible. ¿Ana Homs? ¿Con el pelo corto, cortado al uno, casi rapado? Sí que me la podía imaginar.
—¿Ana Homs?
—¿Quién querías que fuera si llamas a mi teléfono?
Uf.
Ana Homs, detective privado, como yo. Ahora, con agencia propia. Tiempo atrás, cuando ella empezaba, habíamos sido compañeros de trabajo en Biosca y Asociados.
De pronto, Marta estaba allí, en un banco, dándome la espalda, enfurruñada. Odiaba profundamente a Ana Homs porque se le notaba demasiado que iba por mí y que le importaba un realísimo comino que estuviera casado o no. «¡Joder, Marta, no te pongas así, que no pasó nada! Debo confesar que me costó, me costó un gran esfuerzo, pero no pasó nada, te lo juro.»
Ya la oigo: «Lo que más me fastidiaba no era que ocurriera nada, sino la manera como te perseguía. Era repugnante ver cómo te sobaba. No le importaba que yo estuviera delante. Aquella mala pécora me humillaba. Y ¿quieres que te diga algo que nunca te he dicho? Que tú nunca la pusiste en su lugar. Te gustaba que te manoseara. Se te caía la baba cuando te llamaba "Maestro". ¡Te gustaba que te admirara, no me lo niegues!»
«Joder, Marta. Si no hice nada. No hicimos nada. Resistí la tentación.»
«Si había tentación, eso significa que te apetecía.»
—Anna Homs —dije al teléfono.
—¿Por qué me llamas? ¿Quién te ha dado este número?
Jugué al «Maestro»:
—Te sorprende porque es un teléfono nuevo, ¿verdad? No hará ni un mes que lo tienes.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo lo sé todo, Ana. —No era difícil saberlo. Ella había estado viendo a Querétaro durante el mes pasado, y eso significaba que Querétaro tenía sus datos. Si ella dejaba en el hotel un número de móvil, tenía que ser porque era nuevo, porque había cambiado de número—. Sólo hay una cosa que no sé, y te la quería preguntar a ti. Un asunto profesional.
—Un asunto profesional, ¿eh? —murmuró, incrédula—. Me enteré de que enviudaste.
—Sí. Hará unos tres años.
—Lo siento.
—Gracias.
—Y ahora quieres verme, ¿eh?
—Sí. Para…
—Para un asunto profesional, sí, ya me lo has dicho. —¡No me creía! Pensaba que me había buscado una excusa para llamarla—. Pero no hace falta que te busques asuntos profesionales. Cuando quieras y donde quieras, ya lo sabes, Ángel.
«¿Lo ves? —me grita Marta, escandalizada, al oído—. ¡Va caliente como una perra! ¡Oye tu voz y se le mojan las bragas!»
«No tan de prisa —me digo para mí mismo, incomodado—. Que no tenga tanta prisa.»
Y, al teléfono:
—Mañana estaré ocupado… —Podría decirle: «Tengo que ir al restaurante L'Aglà de Figueres» para ganarme otra dosis de admiración. Con la supercasa de la Costa Brava ya no contaba: tenía otros planes—. ¿Qué te parece si nos vemos el lunes?
—Muy bien. —Seguro que, de haberla conocido, le habría gustado mucho más la alternativa de la supercasa de la Costa Brava—. Muy bien. ¿Comemos juntos?
—Comemos juntos.
—¿A las dos, en el sitio de siempre?
Marta gruñía y enseñaba los dientes. «El sitio de siempre» le sugería más intimidad de la que ella estaba dispuesta a tolerar.
—A las dos en el sitio de siempre. Eh. Conoces a un tal Humberto Querétaro, ¿no?
—¡Sí! —Con sorpresa y casi con decepción: «¿Me estás diciendo que lo del asunto profesional iba en serio?»—: Y ¿tú?
—Aún no.
Tardó unos segundos en decidirse a hacer la pregunta:
—¿Quieres que hablemos de él?
—Sí.
—Bueno. Pues hablaremos de él. Hasta el lunes.
Colgó. Precipitadamente. Yo también colgué. ¿Eran imaginaciones mías o Ana había cortado la comunicación porque no le gustaba tener que hablar de Humberto Querétaro? ¿Debería llamarla de nuevo para preguntarle qué pasaba con aquel individuo?
Marta me decía:
«No. Ni lo pienses. Bastante en evidencia has quedado ya. Ya se te ha notado mucho que te tiene baboso perdido.»
Fui a buscar el coche al aparcamiento y lo conduje entre las berlinas, los coches familiares, los deportivos descapotables, los monovolumen, las furgonetas de reparto, los todoterreno, las limusinas, los camiones y los tráilers de dieciséis ruedas que llenaban las calles.
«Yo de ti me tiraría a la kosovar —me aconsejaba Marta—. Al menos ella no esconde que es una fulana.»
En casa, me esperaba Fatmire Zeqiraj. Me gustó que estuviera preparando la cena. Como mínimo, intentaba hacer algo útil a cambio de su alojamiento, y me gustaba que, para no mancharse la ropa, estuviera vestida únicamente con un tanga y unos minúsculos sujetadores de encaje rojo que apenas eran una línea que subrayaba la perfección de sus pechos. Ah, y los guantes blancos, claro.
Lo que ya no me gustaba era que se hubiera puesto a hervir seis patatas y que, de la media docena de huevos que tenía en la nevera, cuatro los hubiera estrellado contra el suelo y dos hubiera conseguido que cayeran en la sartén, pero sin batirlos. Cuando llegué, estaba pegando saltitos y profiriendo grititos, planteándose cómo podría batirlos
a posteriori
y efectuando tímidos intentos de hacerlo sobre el mismo fuego, con una excesiva cantidad de aceite hirviendo. Había desparramado mis provisiones de harina por toda la cocina, cubriendo de nieve desde la encimera hasta la pila, pasando por la vitrocerámica y la punta de su nariz. Tenía dos filetes congelados preparados sobre una bandeja de plástico y había encendido el horno para precalentarlo; no quise ni pensar en lo que habría pasado si llego cinco minutos más tarde. Sobre la mesa de la cocina, abierto, mi Pesquera del 2001, reservado para las grandes ocasiones. Se había servido un vaso del que bebía de vez en cuando para calmarse los nervios.
Me miró muy arrepentida, con ojos de «lo he hecho con buena intención». La perdoné enseguida.
No la eché de la cocina. Se fue porque quiso. Cuando vio que yo me hacía cargo de la responsabilidad de la cena, se trasladó a la sala con el vaso de vino y se plantó delante del televisor, para ver una buena sesión de telebasura.
A la patata hervida le añadí mantequilla y leche e hice un puré mientras los filetes se descongelaban en el microondas. Encontré una lata de espárragos en la despensa, los coloqué en una bandeja y, una vez bañados con una capa de mantequilla y abundante parmesano rayado, los puse a gratinar. También tenía un bote de anchoas de la Escala y recordé aquella receta de mi amigo y colega Pepe Carvalho. Saqué seis anchoas y las limpié bien. Las piqué a conciencia mezcladas con ajo y perejil. Acto seguido, como la carne ya se había descongelado, la salé y la puse en la sartén con aceite. Y, poco después, le añadí la picada de anchoas, ajo y perejil. El puré de patatas me serviría para acabar de decorar el plato. Como los espárragos gratinados me parecieron poca cosa, recurrí a medio melón que tenía y le puse unas lonchas de jamón por encima.
Mientras cocinaba, por asociación de ideas, pensaba en el Fermín Mollerussa de las alienaciones, y en el obispo que me había encargado el caso, y me preguntaba quién demonios podría ser aquella «excelsa personalidad eclesiástica» salpicada por el asunto del robo del cuadro. También pensaba en Eulalia, y no podía quitarme de la cabeza la idea de que estaba muerta.
En un momento determinado me asomé a la sala para pedirle a Fatmire que pusiera la mesa, pero no la vi. Imaginé el caos que provocaría buscando el mantel y los cubiertos, y decidí hacerlo yo mismo. Ya puestos, intenté imprimirle a la cena un ambiente un poco acogedor y deferente hacia la invitada. Incluso lo decoré todo con unas velas que encontré en un cajón, compradas un día lejano de apagón eléctrico.
Entonces, Fatmire hizo su aparición estelar. Ella también había resuelto dignificar un poco el acontecimiento y se había puesto un vestido rojo escotado y corto que la hacía sumamente atractiva. Se había cambiado los guantes ensuciados por sus intentos culinarios por otros limpios y se había maquillado de tal manera que no era posible olvidar su condición de puta.
Nos sentamos cara a cara para cenar.
La miraba con curiosidad. Ella apartaba la vista y se reía.
—¿Por qué llevas guantes? —le pregunté.
—Mano blancas. Inocentes. Yo inocente.