La Muerte de Artemio Cruz (28 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

Ella sonrió y él también y él le dijo que quería despeinarla y besarla y ella se adelantó y le quitó la gorra y le revolvió el cabello mientras él metía las manos bajo la blusa de dril, le acariciaba la espalda, buscaba los senos sueltos y entonces él ya no pensaba en nada y ella tampoco, seguramente, porque su voz no pronunciaba palabras pero vaciaba todo lo que pensaba en ese murmullo continuo que era al mismo tiempo gracias te quiero no me olvides ven…

Van arando la montaña y por primera vez Miguel camina con dificultad y no por el ascenso, que es duro. El frío se le ha metido a los pies, un frío con dientes que todos sienten en la cara. Dolores se apoya en el brazo de su amante y si él la ve de reojo, va preocupada, pero si la mira directamente sonríe. Él sólo pide —lo piden todos— que no haya tormenta. Él es el único que lleva fusil y su fusil sólo tiene dos balas. Miguel les ha dicho que no deben temer.

«Yo no temo. Del otro lado está la frontera y pasaremos esta noche en Francia, en una cama, bajo techo. Cenaremos bien. Me acuerdo de ti y pienso que no sentirías vergüenza, que harías lo mismo que yo. Tú también luchaste, y te daría gusto saber que siempre hay uno que sigue la lucha. Sé que te daría gusto. Pero ahora esta lucha va a terminar. En cuanto crucemos la frontera, se habrá acabado el miembro rezagado de las brigadas internacionales y empezará otra cosa. Nunca olvidaré esta vida, papá, porque en ella aprendí todo lo que sé. Es muy sencillo. Te lo contaré cuando regrese. Ahora no se me ocurren las palabras.»

Tocó con un dedo la carta que llevaba en el parche de la camisa. No podía abrir la boca en este frío. Respiraba jadeando. Echó entre los dientes cerrados un vaho blanco. Iban tan despacio. La fila de refugiados era enorme; se perdía de vista. Iban delante de ellos las carretas llenas de trigo y chorizos que llevaban a Francia los campesinos; iban las mujeres cargando el colchón y la manta, y otros que llevaban cuadros y sillas, aguamaniles y espejos. Los campesinos decían que en Francia seguirían sembrando. Avanzaban muy lentamente. Iban niños también, algunos de pechó. La tierra de la montaña era seca, áspera, abrojosa, llena de matorrales. Iban arando la montaña. Él sintió el puño de Dolores escondido en su costado y también sintió que debía salvarla y protegerla. La quería más que anoche. y sabía que mañana la querría más que hoy. Ella a él también. No había necesidad de decirlo. Se gustaban. Eso es. Nos gustamos. Ya sabían reír juntos. Tenían cosas que contarse.

Dolores se separó de él y corrió hacia María. La miliciana se había detenido junto a una roca, con una mano sobre la frente. Dijo que no era nada. Se sintió muy cansada. Tuvieron que hacerse a un lado para que pasaran los rostros colorados, las manos heladas, las carretas pesadas. María volvió a decir que se sintió un poco mareada. Lola la tomó del brazo y siguieron el camino y fue entonces, sí, entonces cuando sintieron cerca el ruido del motor y se detuvieron. No se distinguía el avión. Todos lo buscaron, pero el cielo estaba lechoso. Miguel fue el primero en distinguir las alas negras, la cruz gamada y el primero en gritarles a todos: —¡Abajo! ¡De boca!

Todos de boca, entre las rocas, debajo de las carretas. Todos, menos ese fusil que todavía tiene dos balas. Y no tira, maldito naranjero, maldita escoba oxidada, no tira por más que apriete el gatillo, de pie, hasta que el ruido pase sobre las cabezas, los llene de esa sombra veloz y de una metralla que gotea sobre la tierra y truena sobre la piedra…

"-¡Abajo, Lorenzo, abajo, mexicano!"

Abajo, abajo, abajo, Lorenzo, y esas botas nuevas sobre la tierra seca, Lorenzo, y tu fusil al suelo, mexicano, y una marea dentro de tu estómago, como si llevaras el océano en las entrañas y ya tu rostro sobre la tierra con tus ojos verdes y abiertos y un sueño a medias, entre el sol y la noche, mientras ella grita y tú sabes que al fin las botas le van a servir al pobrecito de Miguel con su barba rubia y sus arrugas blancas y dentro de un minuto Dolores se arrojad sobre ti, Lorenzo, y Miguel le dirá que es inútil, llorando por primera vez, que deben seguir el camino, que la vida está del otro lado de las montañas, la vida y la libertad, porque sí, ésas fueron las palabras que escribió: tomaron esa carta, la sacaron de la camisa manchada, ella la apretó entre las manos, ¡qué calor!, si cae la nieve lo sepultará, cuando lo besaste otra vez, Dolores, arrojada sobre su cuerpo y él quiso llevarte al mar, a caballo, . antes de tocar su sangre y dormirse contigo en sus ojos… qué verde… no te olvides…

Yo me diría la verdad, si no sintiera mis labios blancos, si no me doblara en dos, incapaz de contenerme a mí mismo, si soportara el peso de las cobijas, si no volviera a tenderme, retorcido, boca abajo, a vomitar esta flema, esta bilis: me diría que no bastaba reiterar el tiempo y el lugar, la pura permanencia; me diría que algo más, un deseo que nunca expresé, me obligó a conducirlo —ay, no sé, no me doy cuenta—, sí, a obligarlo a encontrar los cabos del hilo que yo rompí, a reanudar mi vida, a completar mi otro destino, la segunda parte que yo no pude cumplir, y ella sólo me pregunta, sentada junto a mi cabecera:

—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te 16 llevaste? —¿No envió a la muerte a su propio hijo mimado? ¿No lo separó de ti y de mí para deformarlo? ¿No es cierto?

—Teresa, tu padre no te escucha…

—Se hace. Cierra los ojos y se hace.

—Cállate.

—Cállate.

Yo ya no sé. Pero los veo. Han entrado.

Se abre, se cierran la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Han entrado.

—Soy… soy Gloria…

El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido, con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies, ¿eh, cura, eh? también allá arriba, ¿eh?

—Quiero volver allá, a la tierra…

—¿Por qué fue así? Dime: ¿por qué? Yo lo crié para otra cosa. ¿Por qué te lo llevaste?

y no se da cuenta de que hay algo más doloroso que el cadáver abandonado, que el hielo y el sol que lo sepultaron, que los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves: Catalina deja de frotar el algodón contra mis sienes y se aparta y no sé si llora: trato de levantar mi mano para encontrarla; el esfuerzo me corre en punzadas entrecortadas del brazo al pecho y del pecho al vientre: que a pesar del cadáver abandonado, que a pesar del hielo y el sol que lo sepultaron, que a pesar de los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves, hay algo peor: este vómito incontenible, este deseo incontenible de defecar sin poder hacerlo, sin lograr que los gases siquiera se me salgan de este vientre abultado, sin poder detener este dolor difuso, sin poder encontrar el pulso en la muñeca, sin poder sentir las piernas ya, sintiendo que la sangre se me revienta, se me vierte adentro, sí, adentro, yo lo sé y ellos no y no puedo convencerlos, no la ven correr desde mis labios, entre mis piernas: no lo creen, sólo dicen que ya no tengo temperatura, ah, temperatura, sólo dicen colapso, colapso, sólo adivinan tumefacción, tumefacción de contornos fluidos, eso dicen mientras me retienen, me palpan, hablan de mármoles, sí, los oigo, mármoles violáceos en el vientre que yo ya no siento, ya no veo: que a pesar del cadáver abandonado, que a pesar del hielo y el sol que lo sepultaron, que a pesar de los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves, hay algo peor: no poder recordarlo, sólo poder recordarlo por esos retratos, esos objetos dejados en la recámara, esos libros anotados: ¿pero qué huele a su sudor?, nada repite el color de su piel: que no puedo pensarlo cuando ya no puedo verlo y sentirlo;

iba montado a caballo, aquella mañana;

eso lo recuerdo: recibí una carta con timbres extranjeros

pero pensarlo

ah, soñé, imaginé, supe esos nombres, recordé esas canciones, ay gracias, pero saber, ¿cómo puedo saber?; no sé, no sé cómo fue esa guerra, con quién habló antes de morir, cómo se llamaban los hombres, las mujeres que lo acompañaron a la muerte, lo que dijo, lo que pensó, cómo iba vestido, qué comió ese día, no lo sé: invento paisajes, invento ciudades, invento nombres y ya no los recuerdo: ¿Miguel, José, Federico, Luis? ¿Consuelo, Dolores, María, Esperanza, Mercedes, Nuri, Guadalupe, Esteban, Manuel, Aurora? ¿Guadarrama, Pirineos, Figueras, Toledo, Teruel, Ebro, Guernica, Guadalajara?: el cadáver abandonado, el hielo y el sol que lo sepultaron, los ojos abiertos para siempre, devorados por las aves:

ay, gracias, que me enseñaste lo que pudo ser mi vida,

ay, gracias, que viviste ese día por mí,

que hay algo más doloroso:

¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios, ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de verdad, ¿eh? Dígame cómo salvo todo eso, cura, y lo dejo cumplir todas las ceremonias, me doy golpes en el pecho, camino de rodillas hasta un santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame cómo salvo todo eso, porque el espíritu…

—… del hijo, y del espíritu santo, amén… Que hay algo más doloroso:

—No, en ese caso habría un tumor blando, sí, pero también una dislocación o salida parcial de una u otra víscera…

—Repito: son vólvulos. Ese dolor sólo lo causa el retorcimiento de las asas intestinales, y de allí la oclusión…

—En ese caso, habría que operar…

—Puede estarse desarrollando la gangrena, sin que la evitemos…

—La cianosis ya es evidente…

—Facies…

—Hipotermia…

—Lipotimia…

Cállense… ¡Cállense! —Abran las ventanas.

No puedo moverme; no sé hacia dónde mirar, hacia dónde dirigirme; no siento la temperatura, sólo el frío que va y viene de las piernas, pero no el frío y el calor de todo lo demás, de todo lo guardado, que nunca he visto .

—Pobrecita… se ha impresionado .

… cállense… , adivino mi semblante, no lo digan… sé que tengo las uñas negruzcas, la piel azulada… cállense…

—¿Apendicitis?

—Debemos operar.

—Es un riesgo.

—Repito: cólico nefrítico. Dos centigramos de morfina y se calma.

—Es un riesgo.

—No hay hemorragia.

Gracias. Pude haber muerto en Perales. Pude haber muerto con ese soldado. Pude haber muerto en aquel cuarto desnudo, frente a ese hombre gordo. Yo sobreviví. Tú moriste. Gracias.

—Deténganlo. La porcelana.

—¿Ves en qué terminó? ¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó.

—Deténganlo. La porcelana. Deténganlo. Se va. Deténganlo. Vomita.

Vomita ese sabor que antes sólo había olido. Ya no puede voltearse. Vomita boca arriba. Vomita su mierda. Le escurre por los labios, por las mandíbulas. Sus excrementos. Ellas gritan. Ellas gritan. No las oigo, pero hay que gritar. No pasa. Esto no sucede. Hay que gritar para que no suceda. Me detienen, me apresan. Ya no. Se va. Se va sin nada, desnudo. Sin sus cosas. Deténganlo. Se va.

Tú leerás esa carta, fechada en un campo de concentración, timbrada en el extranjero, firmada Miguel, que envolverá la otra, escrita rápidamente, firmada Lorenzo: recibirás esa carta, leerás «Yo no temo…Me acuerdo de ti… No sentirías vergüenza Nunca olvidaré esta vida, papá, porque en ella aprendí todo lo que sé… Te lo contaré cuando regrese»: tú leerás y escogerás otra vez: tú escogerás otra vida:

tú escogerás dejarlo en manos de Catalina, no lo llevarás a esa tierra, no lo pondrás al borde de su propia elección: no lo empujarás a ese destino mortal, que pudo haber sido el tuyo: no lo obligarás a hacer lo que tú no hiciste, a rescatar tu vida perdida: no permitirás que en una senda rocosa, esta vez, mueras tú y se salve ella;

tú escogerás abrazar a ese soldado herido que entra al bosquecillo providencial, recostarlo, limpiarle el brazo ametrallado con las aguas de ese manantial breve, quemado por el desierto, vendarlo, permanecer con él, mantener su aliento con el tuyo, esperar, esperar a que los descubran, los capturen, los fusilen en un pueblo de nombre olvidado, como aquel polvoso, como aquel hecho todo de adobe y pencas: fusiles al soldado y a ti, a dos hombres sin nombre, desnudos, enterrados en la fosa común de los ajusticiados, sin lápida: muerto a los veinticuatro años, sin más avenidas, sin más laberintos, sin más elecciones: muerto, tomado de la mano de un soldado sin nombre salvado por ti: muerto:

tú le dirás a Laura: sí

tú le dirás a ese hombre gordo en ese cuarto desnudo, pintado de añil: no

tú elegirás permanecer allí con Bernal y Tobías, seguir su suerte, no llegar a ese patio ensangrentado a justificarte, a pensar que con la muerte de Zagal lavaste la de tus compañeros

tú no visitarás al viejo Gamaliel en Puebla

tú no tomarás a Lilia cuando regrese esa noche, no pensarás que nunca podrás tener, ya, a otra mujer

tú romperás el silencio esa noche, le hablarás a Catalina, le pedirás que te perdone, le hablarás de los que murieron por ti, le pedirás que te acepte así, con esas culpas, le pedirás que no te odie, que te acepte así

tú te quedarás con Lunero en la hacienda, nunca abandonarás ese lugar

tú permanecerás al lado de maestro Sebastián —cómo era, cómo era—, no irás a unirte a la revolución en el Norte,

tú serás un peón

tú serás un herrero

tú quedarás fuera, con los que quedaron fuera

tú no serás Artemio Cruz, no tendrás setenta y un años, no pesarás setenta y nueve kilos, no medirás un metro ochenta y dos, no usarás dientes postizos, no fumarás cigarrillos negros, no usarás camisas de seda italiana, no coleccionarás mancuernillas, no encargarás tus corbatas a una casa neoyorquina, no vestirás esos trajes azules de tres botones, no preferirás la cachemira irlandesa, no beberás ginebra con tónico, no tendrás un Valva, un Cadillac y una camioneta Rambler, no recordarás y amarás ese cuadro de Renoir, no desayunarás huevos poché y tostadas con mermelada
Blackwell 's,
no leerás un periódico de tu propiedad todas las mañanas, no ojearás Life y Paris Match algunas noches, no estarás escuchando a tu lado esa incantación, ese coro, ese odio que te quiere arrebatar la vida antes de tiempo, que invoca, invoca, invoca, invoca lo que tú pudiste imaginar, sonriendo, hace poco y ahora no tolerarás:

De profundis clamavi

De profundis clamavi

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