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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (14 page)

—¿Podéis traerlas?

John levantó a su hija y la trasladó hasta el coche. Pirrie apoyó a Ann. Cuando estuvieron dentro del Vauxhall, Roger tocó la bocina varias veces. Luego, al apearse, dijo a John:

—Hazte cargo tú. Mejor será que nos vayamos en seguida, no vaya a ser que los disparos atraigan a alguien. Olivia irá con vosotros para cuidarlas.

—¿Y ésos? —preguntó John, señalando al campo.

A través de la abertura podían verse aún los tres cuerpos tendidos sobre la tierra. Las moscas habían empezado a posarse en ellos.

—¿Y qué quieres que hagamos? —replicó Roger con sorpresa.

—¿No los vamos a enterrar?

—No hay tiempo, creo, para esa obra de misericordia —intervino secamente Pirrie.

En aquel momento llegó el Ford y Olivia se apeó prestamente para unirse a Ann y Mary. Pirrie se dirigió hacia su coche para hacerse cargo del volante.

—No importa dejarlos ahí —dijo Roger—. Hemos perdido mucho tiempo, Johnny. No pararemos hasta más allá de Tadcaster, ¿de acuerdo?

John asintió. Pirrie indicó:

—Yo iré ahora a la cola, ¿vale?

—Muy bien —replicó Roger—. Vámonos.

7

Tadcaster se hallaba en tensión, medio atemorizado y excitado, como se hubiera sentido, por ejemplo, cualquier pueblo fronterizo ante la perspectiva de una invasión. Los tres automóviles se detuvieron en una gasolinera para repostar, y el dueño de ella miró perplejo el dinero que le dieron como preguntándose sobre el valor que tenía. Allí mismo adquirieron también un periódico, el
Yorkshire Evening Press
, y si bien llevaba estampado con claridad el precio de tres peniques, les cobraron seis sin tratar siquiera de justificarlo. La información del diario era idéntica a la que habían oído en la radio. Y la torpe solemnidad del comunicado oficial apenas podía ocultar una sensación de miedo.

Salieron de Tadcaster y fueron a detenerse en medio de un camino vecinal próximo a la carretera principal. Habían llenado los termos en el pueblo, pero siguieron dependiendo de las provisiones que traían de Londres. Mary parecía estar ya recuperada; bebió té y comió un poco de carne en conserva. Sin embargo, Ann no quiso probar bocado o beber alguna cosa. Continuaba allí sentada, hundida en un silencio impenetrable, sin poder discernir John si ello se debía al dolor, la vergüenza o la reflexión producida por el amargo triunfo. Al principio trató de darla conversación, pero Olivia le advirtió de que era mejor callar.

El Citroen y el Vauxhall estaban aparcados juntos, ocupando así toda la anchura del camino, con el fin de comer comunalmente los ocupantes de ambos coches. La radio transmitía una insulsa charla sobre la arquitectura morisca. Daba la sensación de ser casi una parodia de la tan cacareada flema británica. Quizá había sido programada adrede. Pero el momento —pensó John— no era el más adecuado para quitar importancia a las cosas.

De pronto, cuando la voz se cortó abruptamente, su primer pensamiento fue que se había estropeado el aparato. Roger pidió a John que pusiera la radio de su coche, pero al conectarla no oyeron tampoco nada.

—La
avena
es de ellos —indicó Roger—. Oye, yo me he quedado con hambre. ¿Crees que podríamos arriesgarnos a abrir otra lata, patrón?

—Probablemente, sí —contestó John—. Pero sería mejor guardarla hasta haber salido de West Riding.

—De acuerdo —asintió Roger—. Me apretaré el cinturón un agujero más.

La voz volvió de repente, y ahora, con las dos radios en marcha, sonaba muy alta. El acento, aunque disimulado, se veía que era Cockney
[7]
, precisamente lo que menos podía esperarse de la B. B. C. Por otro lado, en el tono se apreciaba ira y miedo a la vez.

—Les habla el Comité de Emergencia Ciudadana de Londres. Nos hemos hecho cargo de la B. B. C. Permanezcan a la escucha de una inmediata declaración. Permanezcan a la escucha. Les ofreceremos un intermedio musical hasta que esté lista la declaración. Por favor, permanezcan a la escucha.

—¡Vaya! —exclamó Roger—. Así que el Comité de Emergencia Ciudadana, ¿eh? ¿Y qué carajo se creen que van a conseguir, gastando el tiempo en revoluciones en momentos como éste?

Desde el otro coche, Olivia miró a su marido censurándole. Él contestó en voz alta:

—No te preocupes por los niños. La cuestión no tiene ya nada que ver con Eton
[8]
o Borstal
[9]
. Esas criaturas vana ser patateros, a pesar de sus buenos modales en la mesa.

Comenzó a sonar el prometido intermedio musical; se trataba del tañido, incongruente por completo, de las
Bow Bells
[10]
. Ann alzó la vista y John se la quedó mirando; aquellos variados repiques les trasladaban a su infancia, y durante un instante fueron niños inocentes en un mundo de abundancia.

—No siempre será así —dijo él en un susurro.

—¿No? —replicó ella con indiferencia.

Aunque la voz que hablaba ahora en la radio correspondía más a un locutor, seguía teniendo, sin embargo, un tono de urgencia profana.

—Aquí, Londres. Transmitimos para ustedes el primer boletín del Comité de Emergencia Ciudadana.

El Comité de Emergencia Ciudadana se ha hecho cargo del gobierno de Londres y de las jurisdicciones regionales debido a la inaudita traición del depuesto primer ministro, Raymond Welling. Tenemos evidencias incontrovertibles de que este hombre, cuya obligación era la de proteger a sus conciudadanos, había proyectado destruir masivamente a éstos.

Los hechos son como sigue:

La situación alimentaría del país es desesperada. De ultramar no va a llegar más grano, ni más carne, ni ningún otro tipo de víveres. No tenemos nada para comer, excepto lo que nosotros podamos cultivar de nuestra tierra o el pescado que podamos extraer de nuestros mares. La causa es que el contra-virus que debía atacar al Chung-Li ha resultado ser inoperante.

Al conocer esta circunstancia, Welling presentó un plan que aprobaron finalmente los miembros del Consejo, por lo que todos ellos comparten la responsabilidad de tal proyecto. El propio Welling se convirtió en primer ministro con el propósito de llevarlo a cabo. El plan consistía en que aviones ingleses arrojaran bombas atómicas y de hidrógeno en las principales ciudades de la nación. Se había calculado que si la mitad de los habitantes del país morían asesinados de esta manera, existiría la posibilidad de mantener un adecuado nivel de subsistencia para los restantes.

—¡Por Cristo! —exclamó Roger—. Esta gente no se para en barras. Lo va a decir todo.

—El pueblo de Londres —prosiguió la voz— se niega a creer en la existencia de ingleses que pongan en práctica el proyecto de asesinato masivo de Welling. Apelamos, pues, a las fuerzas aéreas, que en el pasado defendieron a esta ciudad contra sus enemigos, para que ahora no manchen sus manos con sangre inocente. Un crimen así, no sólo deshonraría a quienes lo cometieran, sino a los hijos de sus hijos durante siglos.

Se ha sabido que Welling y otros miembros de este bestial consejo se han trasladado a una base de las fuerzas aéreas. Pedimos a éstas que los detengan para que den cuenta de sus actos ante la justicia popular.

Por otra parte, se recuerda a todos los ciudadanos la necesidad de mantener la calma y permanecer cada uno en su puesto. Las prohibiciones que impuso Welling respecto a los viajes inter-ciudades no tienen ya ninguna validez, si bien se insta a los ciudadanos para que no traten de huir masivamente de Londres, pues eso haría cundir el pánico. El Comité de Emergencia está tomando las medidas oportunas para hacerse con patatas, pescados y otros alimentos disponibles, a fin de traerlo a Londres y racionarlo justamente. Si el país es capaz de mostrar el espíritu de Dunquerque
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, podremos sobrevivir. Se avecina una vida dura, pero podemos salir adelante.

Luego de una pausa, continuó el locutor:

—Permanezcan a la escucha de más boletines de emergencia. Entre tanto, les ofrecemos música de disco.

—Entre tanto —repitió burlonamente Roger, al tiempo que apagaba su aparato de radio—, les ofrecemos música de disco. Hasta hoy nunca había creído aquella historia de Nerón y sus gansadas.

—Entonces... —intervino Millicent— era verdad lo que decían ustedes.

—Por lo menos —comentó Pirrie—, la historia corre ahora de boca en boca. Lo que se le asemeja mucho, ¿no es cierto?

—¡Están locos! —exclamó Roger—. Locos rematados e incurables. Welling debe estar en ascuas.

—Supongo que sí —dijo Millicent con indignación.

—Pero por la ineficacia de éstos —explicó Roger—. ¡Qué manera de llevar las cosas! Yo me imagino al Comité de Emergencia como un triunvirato, compuesto de un anarquista profesional, un cura y una maestra de escuela izquierdista. Es preciso este tipo de combinación para mostrar tal ignorancia de la elemental conducta humana.

—Están tratando de ser honrados con el pueblo —observó John.

—Eso es lo que quiero decir yo —replicó Roger—. Ya sé que hablo desde la exaltada sabiduría de un ex oficial de relaciones públicas, pero no es necesario estar muy introducido en la cuestión de la humanidad de las masas para saber que la honradez no es nunca aconsejable y frecuentemente resulta desastrosa.

—Y en este caso será desastrosa —dijo Pirrie.

—Por desgracia, así es. El país se enfrenta a la muerte por hambre; las cosas se han puesto de tal modo que el primer ministro decide arrasar las ciudades; las fuerzas aéreas jamás harían una cosa así, pero por si acaso apelamos a ellas para que no cometan tal ruindad; y el que quiera puede irse de Londres, pero mejor que no lo haga. Las noticias como ésas sólo pueden ocasionar una consecuencia: nueve millones de personas puestas en movimiento, adonde sea y como sea, pero
fuera
.

—Sin embargo —medió Olivia—, las fuerzas aéreas no harían eso. Tú sabes que no lo harían.

—Pues no sé qué decirte —repuso Roger—. Lo que sí te digo es que yo no estaba dispuesto a correr ese riesgo. Me siento inclinado a creer que no. Pero
ahora
eso no importa. Y como se trataba de una cuestión de bombas de hidrógeno y de hambre, no he querido confiar en la decencia humana. Y no pensarán ustedes en serio que nadie vaya a tener esa confianza.

—Al hablar usted de nueve millones, se refiere, naturalmente, a Londres —observó, pensativo, Pirrie—. Pero también en el West Riding hay unos cuantos millones de habitantes urbanos, y no quiero decirle nada de las zonas industriales del nordeste.

—¡Por Cristo, claro! —exclamó Roger—. Esa gente se pondrá también en movimiento. No con la misma rapidez que los londinenses, pero tampoco a paso de tortuga.

Y mirando atentamente a John, agregó:

—Bueno, patrón, ¿conducimos toda la noche?

—Es lo mejor que podemos hacer —contestó el aludido—. Una vez estemos más allá de Harrogate nos sentiremos seguros.

—Tendremos que tratar el asunto de la ruta —dijo Pirrie.

Y uniendo la acción al pensamiento extendió su mapa de carreteras para examinarlo, atisbando a través de las gafas de armadura de oro que utilizaba para ver de cerca. Luego continuó:

—¿Bordeamos Harrogate por el oeste y seguimos hasta el valle de Nidd, o cogemos la carretera principal pasando por Ripon? ¿O prefieren continuar por WensIeydale?

—¿Qué te parece a ti, Roger? —preguntó John.

—Teóricamente, los desvíos son más seguros. Pero, por otro lado, a mí no me gusta nada esa carretera sobre el pantano de Masham.

Y echando una breve ojeada a la progresiva oscuridad del cielo, añadió:

—Sobre todo, por la noche. Si pudiéramos circular por la carretera principal, sería bastante más fácil.

—¿Pirrie? —llamó John.

—Como quieran ustedes —contestó con un encogimiento de hombros.

—Entonces cogeremos la carretera principal. Rodearemos Harrogate. Hay un camino que pasa por Starbeck y Bilton. También será mejor evitar Ripon. Ahora iré yo delante y tú, Roger, marcharás a la cola. Toca la bocina si ves que te vas quedando atrás por alguna causa.

—De acuerdo —replicó Roger—. Y, además, le meteré una bala a Pirrie por la espalda.

—Haré todo lo posible para no pisar el acelerador demasiado a fondo, señor Buckley —repuso Pirrie con una sonrisa.

El cielo seguía sin nubes, y a medida que avanzaban hacia el norte las estrellas iban apareciendo sobre sus cabezas. Sin embargo, la luna no se mostraría en todo su esplendor hasta después de medianoche. Pasaron por un terreno solamente iluminado de modo breve por los faros de los automóviles. Las carreteras estaban más vacías que las que habían recorrido anteriormente. No vieron ningún convoy militar; la tierra, o la tumultuosa Leeds, se los había tragado. A veces, y a lo lejos, oían ruidos que quizá fueran producidos por armas de fuego, pero sonaban a mucha distancia y eran indeterminados. Los ojos de John se desviaban de vez en cuando hacia la izquierda, como si esperase que el cielo estallara en una flama atómica, pero nada sucedió. Por allí estaban Leeds, Bradford, Halifax, Huddersfield, Dewsbury, Wakefield y todos los demás pueblos y ciudades fabriles del septentrión medio. Era improbable que tuvieran paz; pero su agonía, cualquiera que fuese, no podía afectar al pequeño convoy que rodaba velozmente hacia su refugio.

John se sentía terriblemente cansado, y para continuar despierto iba forzando su voluntad. Las mujeres habían recibido el encargo de mantener despabilados a sus maridos al volante, pero Ann estaba allí sentada, inmóvil, con los ojos fijos en la noche, sin decir nada y sin prestar atención a nada. Con una mano alcanzó las pastillas de benzedrina que le había dado Roger, y para tragarlas pudo beber sin ayuda de agua de una botella.

En ocasiones, y sobre todo cuando subía alguna cuesta, miraba hacia atrás con el fin de asegurarse de que las luces de los otros dos coches venían siguiéndoles. Mary se hallaba acostada en el asiento posterior, tapada con unas mantas y dormida. Aunque, si bien por causa de su calidad de indefensos, la brutalidad utilizada contra los jóvenes provocaba una ira y una piedad mayores, seguía siendo cierta su capacidad de recuperación. ¿Era el viento propio de la época de esquileo en que se encontraban? John hizo una mueca. Todos los corderos se hallaban ya esquilados y, sin embargo, soplaba un viento helado del nordeste.

Rodearon Harrogate y Ripon sin ningún contratiempo; las luces de estas ciudades demostraban que todavía contaban con suministro de electricidad, lo que desde lejos les proporcionaba un estimulante aspecto civilizado. Era posible que las cosas no fueran aún demasiado malas en aquellos lugares. John se preguntó si no sería todo una pesadilla de la que se despertarían para encontrarse regenerado al viejo mundo, aquel mundo cotidiano que ya empezaba a llevar la impronta de lo irremediablemente perdido. Habrá leyendas —pensó— concernientes a anchas avenidas iluminadas de modo celestial, de los apresurados millones de individuos que vivían juntos sin tramar la muerte recíproca, de los ferrocarriles, los aviones y los automóviles, de la diversidad de alimentos. Y particularmente, quizá, de los policías, guardianes sin cólera o malicia de una ley que se extendía hasta los confines de la tierra.

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