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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (4 page)

—Pero Steve superará esa etapa —observó Ann.

—Si lo hace —dijo, sonriendo, Roger—, entonces no es hijo mío.

Cuando a los niños les dieron las vacaciones de mitad de curso, los Custances y los Buckleys se dirigieron a la costa para pasar el fin de semana. Tenían la costumbre de alquilar un remolque entre ellos; el remolque, que a la ida era arrastrado por un coche y a la vuelta por otro, daba cobijo a los cuatro adultos, en tanto que los tres niños dormían en una tienda de campaña.

Durante el viaje disfrutaron de un espléndido tiempo, y el sábado por la mañana ya estaban tirados en la arena, tomando baños de sol a la orilla del mar. Los niños, además, se bañaron en el agua y se dedicaron a la captura de cangrejos por la playa. De los adultos, a John y a las dos mujeres les encantaba ponerse al sol. Roger, de naturaleza más inquieta, cuidaba primero de los niños y luego andaba arriba y abajo en medio de una clara y creciente frustración.

Después de que Roger hubiera mirado su reloj varias veces, John dijo:

—Bueno, ya está bien. Vamos a cambiarnos.

—Ya está bien, ¿qué? —preguntó Ann—. ¿Para qué vamos a cambiarnos? No iréis a proponernos que hagamos la comida, ¿verdad?

—Roger ha estado haciendo ruidos con la lengua durante la última media hora —replicó John—. Creo que será mejor que me lo lleve a dar una vuelta por el pueblo. Ya habrán abierto las tiendas.

—Hace media hora que están abiertas —observó Roger—. Iremos en tu coche.

—La comida es a la una —informó Olivia—. Y no esperamos a los tardones.

—No te preocupes.

Con los vasos ante ellos, Roger dijo: —Esto está mejor. La playa me da siempre sed. Debe ser la sal que hay en la atmósfera.

John bebió de su vaso. Luego señaló:

—Te noto un poco intranquilo, Roger. Me di cuenta ayer. ¿Hay algo que te preocupa?

Se sentaron en una mesa. La puerta del bar estaba abierta, y desde donde se hallaban podían contemplar el camino arenoso que había a esta parte de la carretera, y un poco más allá una extensa zona verde. El aire era cálido y suave.

—Este es el clima que le gusta al cuclillo —indicó Roger—. Cuando la gente se sienta a las puertas de sus casas y las chicas se visten de muselinas y los ciudadanos sueñan con el sur y el oeste. Eso es lo que hago yo. ¿Intranquilo? Quizás.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Roger le estudió durante unos instantes. Luego continuó:

—La primera obligación de un encargado de relaciones públicas es la lealtad; la segunda, la discreción, y el que tiene la lengua larga está siempre en peligro aquí. Mi problema es que yo siempre cruzo los dedos cuando prometo lealtad y discreción a alguien que no es amigo mío.

—¿Qué es lo que ocurre?

—Si tú fueses yo —prosiguió Roger—, no lo dirías, ya que la honradez es uno de tus obstáculos. Lo que sí te pido es que no se lo cuentes a nadie. Ni siquiera a Ann. Yo no se lo he dicho a Olivia.

—Si es tan importante —replicó John—, quizá fuera mejor que no me dijeras nada.

—Francamente, creo que hubiera sido más sensato no mantenerlo en secreto, pero esa no es la cuestión ahora. Lo que sí me preocuparía es que el rastro de lo que se sepa condujera a mi persona. Porque desde luego va a saberse.

—Ya has despertado mi curiosidad.

Roger vació su vaso, esperó a que John hiciese lo mismo con el suyo, y llevó ambos a la barra para que se los volvieran a llenar. Cuando regresó, bebió abundantemente antes de continuar:

—¿Recuerdas el Isótopo 717?

—¿La materia con la que rociaron los arrozales?

—Exacto. Había dos pareceres en cuanto a la forma de combatir ese virus. Uno pretendía encontrar algo que matara el virus; el otro declaraba que el modo mejor era descubrir un cultivo de arroz que fuera resistente al virus. Es obvio que el segundo punto de vista requería más tiempo, y por eso se le prestó menos atención. Luego los defensores de la primera opinión experimentaron el 717, descubrieron que era tremendamente eficaz contra el virus, y se lanzaron a la acción.

—Mató el virus —dijo John—. Yo he visto fotografías de ello.

—Por lo que he oído, los virus son unos bichos muy chistosos. Pero si hubieran descubierto un arroz resistente al virus, se habría resuelto adecuadamente el problema. Casi con toda certeza, puede encontrarse un cultivo resistente a cualquier cosa si se busca con la suficiente tenacidad o se trabaja a gran escala.

John le observaba con atención.

—Sigue —dijo.

—Por lo visto se trata de un virus muy complejo. Hasta ahora han identificado cinco fases de él por lo menos. Cuando aplicaron el 717 ya habían descubierto cuatro de ellas, y el isótopo las mató a todas. Descubrieron la quinta al notar que después de todo el tratamiento, el virus no había desaparecido.

—Pero en ese caso...

—Chung-Li —continuó Roger— sigue avanzando.

—¿Quieres decir —preguntó John— que aún hay indicios de la actividad del virus en los campos? Considerando lo eficaz que fue el 717, no puede ser mucho más de un indicio.

—Sólo un indicio —repitió Roger—. Claro que podríamos haber tenido más suerte y la fase cinco haberse movido con lentitud donde las otras cuatro habían avanzado más rápidamente. Pero por lo que me han dicho, se propaga con tanta celeridad como el original.

—Así que volvemos a estar en el principio —dijo, lentamente, John—. Aunque no puede ser igual. Al fin y al cabo, si encontraron algo para hacer frente a las cuatro primeras fases, serán capaces de eliminar la quinta.

—Eso es lo que yo me he dicho también —añadió Roger—. Sólo que hay otra cosa inquietante.

—¿Cuál?

—Antes de emplear el 717, las otras fases mantenían encubierta a la número cinco. Yo no sé cómo funcionan estas cosas, pero los otros cultivos de virus, al ser más fuertes, no le dejaban desarrollar su actividad. Cuando el 717 acabó con los primeros, el quinto pudo salir a la luz y enseñar los dientes. Además, difiere de sus hermanos mayores en un aspecto importante.

John esperó. Roger bebió un trago de cerveza.

—El apetito del virus Chung-Li se saciaba con la subfamilia de las
Oryzae
, de la familia de las
Gramineae
. La fase cinco discrimina bastante menos. Le gustan todas las
Gramineae
.


¿Gramineae?

Roger sonrió sin alegría.

—Te advierto que yo me he enterado de toda esta jerigonza ahora. Las
Gramineae
significan hierbas, todas las hierbas.

John pensó en seguida en David. «Nosotros hemos tenido suerte», habían dicho.

—Hierbas —repitió—. Eso incluye al trigo.

—Trigo, avena, cebada, centeno; y eso es sólo el comienzo. Luego la carne, los productos lácteos, las aves domésticas. Dentro de un par de años viviremos a base de patatas fritas y pescado, eso si podemos conseguir el aceite para freírlo.

—Descubrirán algo antes.

—Sí —replicó Roger—. Desde luego que sí. Encontraron algo contra el virus primero, ¿no es cierto? Me pregunto a qué clase se dirigirá la fase seis, ¿quizás a las patatas?

John expresó su pensamiento.

—Si lo están manteniendo en secreto, y supongo que esto es a nivel internacional, ¿no será porque están razonablemente seguros de disponer ya de una réplica para el virus?

—Esa es una manera de interpretarlo. Yo tengo la impresión de que están aguardando a tener colocadas las ametralladoras.

—¿
Ametralladoras
?

—Tienen que prepararse para los segundos doscientos millones.

—Eso no es posible. Ni con todos los recursos del mundo trabajando ya desde el principio. Después de todo, si los chinos hubieran pedido auxilio...

—Nosotros somos una raza brillante —observó Roger—. Descubrimos la forma de utilizar el carbón y el petróleo, y cuando hubo las primeras señales de extinción de estos combustibles nos pusimos inmediatamente a trabajar en la energía nuclear. La mente se asusta de los progresos del hombre en los últimos cien años. Sin embargo, si yo fuese marciano, ni aun con la ventaja del mil por uno apostaría por una inteligencia a la que derrota una cosita como un virus. No creas que no soy optimista, pero me gusta ponerme a cubierto aunque las posibilidades parezcan buenas.

—Aunque lo consideremos desde el punto de vista peor —dijo John—. Es probable que pudiéramos vivir a base de pescados y verduras. No se iba a acabar el mundo por eso.

—¿Tú crees? —respondió Roger—. ¿Habría para todos? Desde luego que no, si consideramos lo que comemos ahora.

—Uno aprende algunas cosas si tiene un agricultor en la familia —agregó John—. Un acre de tierra produce entre cincuenta y cien kilos de carne, o mil quinientos kilos de pan. Sin embargo, la rentabilidad en patatas puede ser de diez toneladas.

—Me estás animando —comentó Roger—. Ahora estoy dispuesto a creer que la fase cinco no hará desaparecer a la raza humana. Eso me permitirá preocuparme únicamente de mi círculo de relaciones más inmediato. Así podré apartar mi atención de las cuestiones mayores.

—¡Maldita sea! —exclamó John—. Esto no es China.

—No —continuó Roger—. Este es un país de cincuenta millones de personas que importa casi la mitad de los alimentos que consume.

—Es posible que tengamos que apretarnos el cinturón.

—Un cinturón apretado es ridículo en un esqueleto.

—Ya te lo he dicho —insistió John—. Si se plantan patatas en vez de granos, se puede obtener una cosecha seis veces mayor.

—Ahora vete y dile eso al gobierno. Si lo piensas dos veces no irás. Sea lo que fuere lo que se avecina, yo no estoy dispuesto a perder mi empleo. Por otra parte, y a menos que yo me equivoque mucho, tú has dado con la solución esencial. Pero aun cuando yo pensara que tú eres la única persona que posee esa información, y aunque esa información sirviera para salvarnos a todos del hambre, yo debería pensármelo dos veces antes de aconsejarte que fueras a advertírselo a mis débiles seguridades.

—Es posible que no bastaran dos veces —dijo John—, pero sí tres. También estaría en juego tu futuro.

—¡Ay! —exclamó Roger—. Pero ¿no ves que podría haber alguien más que tuviera esa información, que podrían haber otros medios de salvación para nosotros, que el virus podría morir por sí mismo, que el mundo podría incluso zambullirse antes en el sol? Y entonces yo habría perdido mi trabajo para nada. Ahora traslada eso a niveles gubernamentales y ponlo en términos políticos. Está claro que si no encontramos la forma de detener al virus, lo único sensato que podemos hacer es plantar patatas en todos los terrenos que las acepten. Pero ¿en qué etapa decide uno que el virus es imparable? Y si nosotros plantáramos patatas en todas las zonas verdes y de recreo de Inglaterra, y luego alguien descubriera algo que matara el virus, ¿te imaginas lo que iba a decir el electorado cuando les ofreciéramos patatas en vez de pan el próximo año?

—Yo no sé lo que diría. Sin embargo sí que sélo que debería decir: gracias, Dios, por no habernos convertido en caníbales como los chinos.

—La gratitud —afirmó Roger— no es el aspecto más sobresaliente de la vida nacional, y mucho menos si se considera desde el punto de vista del político.

John dejó que su mirada traspasara de nuevo la entrada de la taberna. En la zona verde de la otra parte de la carretera, un grupo de chiquillos del pueblo jugaba al críquet. Sus voces parecían llegar a los oyentes a través de los rayos solares.

—Probablemente estamos siendo un poco alarmistas —dijo—. Las noticias no han dicho ni mucho menos que la fase cinco esté descontrolada y que las perspectivas sean o bien una dieta a base de patatas o el hambre y el canibalismo. Desde el momento en que los científicos se pusieron realmente a trabajar sobre el asunto, sólo tardaron tres meses en descubrir el 717.

—Sí —replicó Roger—. Eso es algo que también me preocupa. Cada gobierno del mundo va a tranquilizarse con el mismo pensamiento alentador. Hasta ahora, nunca nos han defraudado los científicos. Y hasta que no nos fallen jamás creeremos que pueden defraudarnos.

—Si una cosa no ha fallado nunca antes, no es una absurda presunción pensar que no va a fallar ahora.

—No —dijo Roger—. Supongo que no.

Y levantando su vaso casi vacío, añadió:

—Mira esta última cosa agradable de todas las horas. ¿Un mundo sin cerveza? Inimaginable. Bebamos y llenemos otra vez los vasos.

3

Las noticias sobre la fase cinco del virus Chung-Li se extendieron durante el verano, y como consecuencia de ello se produjeron grandes sediciones populares en aquellos lugares del Lejano Oriente que estaban más próximos al foco infeccioso. El mundo occidental observaba todo aquello con benévola preocupación. Barcos cargados de grano eran enviados a las regiones en dificultades, donde era necesaria la presencia de divisiones armadas para protegerlo. Entre tanto, en los laboratorios y en los campos apartados para la investigación continuaban los esfuerzos encaminados a la destrucción del virus.

Los agricultores recibieron instrucciones para que vigilaran lo más de cerca posible las probables señales de la presencia del virus, habiéndose establecido calculadamente unas fuertes multas por el fallo en la información y unas buenas compensaciones por la destrucción de las cosechas dañadas por el virus. Había quedado determinado que la fase cinco, al igual que el virus primero, se propagaba a través del contacto de las raíces y por medio del aire. Con la política de destruir las cosechas infectadas y limpiar bastante terreno de sus alrededores, se confiaba en controlar la propagación del virus hasta dar con un medio que lo erradicara por completo.

Este sistema tuvo un éxito moderado. La fase cinco, como sus predecesores, se extendió por todo el mundo, pero en Occidente se recogieron unas tres partes de la cosecha normal. En el mundo oriental, las cosas no fueron tan bien. En agosto ya estaba claro que la India tenía que afrontar una tremenda falta de grano, y en consecuencia el hambre. La situación en Birmania y Japón era muy poco mejor.

En occidente, la cuestión del socorro para las zonas perjudicadas empezó a adquirir un aspecto distinto. Con el intento de auxiliar a la China durante la primavera, las reservas mundiales de provisiones habían quedado drásticamente reducidas. Ahora, ante la perspectiva de recoger una pobre cosecha incluso en las zonas menos afectadas, lo que había sido instintivo se convirtió en razonamiento.

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