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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

La música del mundo (10 page)

el hecho sucedió a los pocos días de que Estrella partiera para Mallorca… Jaime, sentado en su mesa habitual de la Sala de Raros e Incunables de la Biblioteca Nacional, estaba convencido de que uno de los conjurados, uno de los traidores, estaba allí mismo, sentado a escasos metros de su mesa…

a partir de entonces, le había resultado imposible concentrarse en su trabajo: mientras fingía rellenar fichas bibliográficas o pasar con interés las páginas que tenía ante los ojos, lo que hacía en realidad era observar al hombre de la mesa de al lado… llevaba meses sospechando que la Sociedad Secreta de la Región Confabulada no era una cosa del pasado, y que algunos de sus miembros seguían aún operando en Países, pero jamás había visto a ninguno de ellos de cerca…

era un hombre de unos sesenta años, vestido con ropas grises e indistinguibles, con un pañuelo color pardo atado al cuello y gruesas gafas de concha… estaba sentado a la derecha de Jaime, dos mesas más allá, por lo que Jaime podía observarle con relativa facilidad… había llegado unos minutos después que él, y había pedido varios libros de viajes del siglo XVIII y un grueso volumen encuadernado en piel de becerro, en cuyo lomo era visible uno de los cinco signos (la luna creciente), marcado allí con tinta oscura o quizá con fuego, y también las letras R. C… Jaime, intrigado, no lograba ver el título; parecía uno de esos volúmenes excéntricos que leían ávidamente los buscadores de hápax, a menudo sólo precedidos por una melancólica ficha de don Marcelino Menéndez y Pelayo, uno de esos libros que están al borde de la no existencia, que nadie conoce, que nadie ha leído nunca… el hombre había estado hojeando distraídamente los libros, uno de ellos ilustrado con planchas de acero, luego había abierto el grueso volumen encuadernado en piel de becerro y había mirado (o al menos eso le había parecido a Jaime) en el espacio que hay entre el lomo y el lienzo al que van pegados los cuadernillos, una especie de canal o conducto de aire que se plegaba sobre sí mismo cuando el libro permanecía cerrado, pero donde podría esconderse algún pequeño objeto, una flor o un insecto secos, una hoja de papel doblada varias veces… y entonces había sucedido; el hombre apoyó el volumen más grueso sobre el atril de madera, y después de asegurarse de que ninguno de los empleados estaba mirando, hizo desaparecer uno de los pequeños libros de viajes en el bolsillo de su chaquetón de pana… Jaime abrió la boca involuntariamente… ¿qué podía hacer? ¿avisar a los vigilantes de la Sala, entrar y hablar con el bibliotecario?… y de pronto, allí estaba el libro de nuevo, en la mesa, al lado de los otros… no, el hombre no era un buscador de hápax, ni un erudito ladrón, ni uno de esos enviados con los que las universidades boreales intentan enriquecer ilegalmente sus mermadas bibliotecas, era, desde luego, un agente, y acababa de cambiar un libro «real» por un libro espurio; la falsificación, pensó Jaime agitadamente, no sería nunca descubierta, y poco a poco el objeto extraño iría entrando en la realidad…

volvió a ver al extraño personaje un par de días más tarde, saliendo de las altas puertas metálicas y acristaladas de la Biblioteca, cuando él subía por las escalinatas: medio escondido detrás de uno de los leones ornamentales, que bostezaba sosteniendo una esfera de piedra bajo una de sus garras, contempló cómo el hombre descendía escaleras abajo y luego, después de atravesar el jardín de hormigoneras, cónicos montones de cemento y andamios desarticulados, cruzaba las verjas de la calle… le había detenido un instante de duda; inmediatamente después, había decidido seguirle: al cruzar las verjas que separan el jardín de la Biblioteca Nacional de la acera de la avenida de Verdulia, le vio allí enfrente, inmóvil bajo el tejadillo de hormigón de la parada de autobús… cuando llegó el autobús, el hombre subió, Jaime dejó pasar delante a dos o tres personas de las que esperaban y luego subió también…

se sentó justo detrás de él… el hombre respiraba afanosamente, haciendo extraños ruidos por la nariz; abrió el
ABC
y se puso a pasar páginas perezosamente, leyendo los titulares… luego cerró el periódico, se sacó del bolsillo un catálogo del Jardín de los Amigos y lo desplegó sobre sus rodillas… ¿había algo sospechoso en aquel comportamiento? ¿algo que pudiera revelar la naturaleza de sus actividades en la Biblioteca? ciertamente no, pero Jaime, por alguna razón, estaba convencido no sólo de que aquel hombre era un agente, sino que iba a conducirle al nido central, al hiato entre ambos mundos, a la «entrada», por así decir, de la Región Confabulada…

el viaje les llevó, ascendiendo entre las paredes rosadas, las fachadas doradas, a lo largo de las verjas lanceoladas sobre las que se inclinaban las palmeras con sus barbados racimos color naranja y ascendían las fuentes entre demonios de bronce bañados furiosamente por el agua, y luego a lo largo de las verjas del parque Servadac, a través de residenciales barrios de principios de siglo, ascendiendo y descendiendo por las colinas sobre las cuales está edificada Países, en dirección a los románticos y arbolados barrios del norte… los dos, el hombre misterioso y Jaime detrás de él, descendieron en una acera solitaria y llena de sol, en uno de los elegantes barrios de embajadas del norte de Países… cruzaron la calle Serrano, luego un islote de tráfico, y luego echaron a andar por la calle López de Hoyos arriba, a lo largo de un muro blanco sobre el cual sobresalían los árboles de un parque… el hombre cruzó la calle de nuevo, casi a la altura de la salida del paso subterráneo (a Jaime le pareció un acto casi temerario, ya que el hombre no tenía un aspecto muy ágil y, a juzgar por los gruesos lentes de sus gafas, tampoco veía muy bien), bordeó la gasolinera que está en el vértice entre López de Hoyos y María de Molina y siguió caminando calle arriba… Jaime dejó pasar unos instantes, cruzó la calle también casi corriendo, subió a lo largo de la gasolinera por entre los coches que entraban y salían, y vio cómo el hombre, que caminaba unos cuarenta o cincuenta metros por delante de él, se metía por la primera calle a la derecha…

Jaime se acercó hasta allí, leyó el nombre en la placa blanca y azul de la esquina: «Calle José María Blanco White» y luego se adentró en la calle cautelosamente… el hombre se había detenido frente a una casa situada hacia la mitad de la manzana; era un edificio de tres pisos, de ladrillo visto, con tejados de pizarra de los cuales brotaban buhardas a diversas alturas, balcones con ventanas francesas cubiertas de espesos visillos blancos y una terraza con una balaustrada de piedra a la altura del segundo piso… tenía aspecto de embajada, de sede de empresa de seguros, de clínica privada quizá… Jaime vio cómo el hombre consultaba la hora en su reloj de pulsera y luego llamaba al portero automático de la verja de entrada; al cabo de unos segundos sonó un zumbido electrónico, el hombre empujó la puerta, caminó por el sendero de grava que comunicaba la entrada de la calle con el porche del edificio, subió los cuatro escalones del porche, en el que había dos barriles de madera en los que crecían sendos mandarinos, miró su reloj de pulsera una vez más y llamó al timbre… un instante después, la puerta se abrió (Jaime no pudo ver a nadie al otro lado), y el hombre saludó con una inclinación al que le abría y luego desapareció en el interior…

Jaime permaneció todavía unos instantes observando la casa… ¿sería aquél, pues, el lugar que buscaba? no había ningún cartel, lápida ni inscripción que identificara el lugar… buscó en vano un signo, una palabra, las iniciales «R. C.», el nombre Talmenia», o cualquiera de sus imaginativas variantes, alguno de los signos, el signo de la Puerta de Fuego, el signo de la Puerta de los Ciervos, la luna menguante, la elipse, pero no pudo hallar nada… nada había de extraño ni de excepcional en el porche, con sus columnas blancas a ambos lados y su grueso felpudo, los dos barrilitos con sus mandarinos, la gruesa puerta de roble con sus brillantes aplicaciones de latón y sus impostas de cristal esmerilado; Jaime esperó un rato más con la esperanza de ver algo a través de una ventana o, quizá, que el hombre volviera a salir de la casa; luego pensó que a lo mejor el hombre se había dado cuenta de que le habían estado siguiendo y estaba en aquellos momentos observándole desde detrás de cualquiera de los visillos que cubrían ventanas y puertaventanas… a regañadientes, Jaime decidió retirarse del lugar…

BLOCK EN PAÍSES
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el viaje en tren desde Viena a Países duraba, en aquellos días de la historia del mundo, casi tres días —a pesar de lo cual, el tren que traía a Block, un viejo expreso que parecía sentir una especial predilección por las pequeñas y poéticas estaciones que salpicaban la campiña verdula, en todas las cuales se detenía interminablemente, logró llegar a la villa de Países en medio de una de esas luminosas tardes de finales del verano que tanto enorgullecen a los habitantes de nuestra ciudad, tardes interminables e interminablemente hermosas, dotadas de «ese sentimiento de felices para siempre del final de los infinitos cuentos de hadas» (en el
roman Adelaida d'Ardis
de W. Lycaeides, una de las obras favoritas de Block)…

la primera visión que tuvo de Países a su llegada fue la inclinación de la luz resbalando sobre las mansardas de pizarra que surgían por encima de los tilos del paseo en la otra orilla del río, las aguas azules, verdeadas, argénteas, plomizas del Obrantes, la arquitectura fantástica de los hoteles del tiempo perdido recortados uno tras otro encima de las copas de los árboles, con sus jardines de gruesas palmeras cargadas de anaranjados racimos de dátiles y el esplendor de las buganvillas atravesando con suavidad las elaboradas rejas de hierro forjado…

Block amaba las ciudades, y más aún las grandes ciudades desconocidas… amaba las grandes ciudades con grandes parques espesos, llenos de brazos de agua y jardines de fieras y con grandes y tranquilos barrios del siglo XIX; amaba los edificios del siglo XIX casi más que ninguna otra cosa en este mundo, las cúpulas de cristal, las mansardas, las palomas, las fuentes públicas, las farolas, amaba las grandes aceras de cemento, las papeleras, las estatuas, los tulipanes; amaba los Jardines Botánicos, los edificios de los Ministerios, las estaciones de tren, los anuncios luminosos, los grandes almacenes —por eso, en seguida amó Países… paseando por Países aprendió a amar también los enormes carteles de los cines, con naves marcianas, buscadores de oro o soldados nazis ocupando una pared entera; los bares, con pulpos, gambas, churros y tazas de café pintados a mano en las cristaleras; las terrazas de la bahía, con sus luces de colores reflejadas en el agua; los tranvías abarrotados que se balanceaban al borde del abismo, los abismos llenos de mariposas y de flores encantadas, las máquinas voladoras, el cielo rosa de la tarde lleno de máquinas voladoras…

éstas fueron algunas de las cosas que Block vio el día de su llegada desde la ventanilla del taxi que le llevaba desde la estación del tren hasta la Residencia Jorge de Montemayor:

la desembocadura del Obrantes, la bahía de Países y la isla de Fontibrol en el centro de la bahía;

el viejo tren de cremallera que trepaba por entre los abetos del monte Arbel;

los lujosos escaparates de la Gran Vía, en el centro de Países (maniquíes vestidos con ligeros vestidos veraniegos, maniquíes vestidos con bañadores y gafas de sol, blusas de lentejuelas, alfombras persas, jarrones azules);

las terrazas de los cafés a lo largo de los bulevares de la avenida de Verdulia, cubiertas de toldos anaranjados, de toldos verdes y blancos;

las cúpulas de cristal y los jardines colgantes del edificio del Jardín de los Amigos…

descendiendo por la avenida de Verdulia, la arteria principal de Países, el taxi giró por detrás de la estatua de Isabel II, alcanzó la plataforma de álamos tras la cual se esconde el Museo de Ciencias Naturales y luego, pasando frente a las cristaleras y las torres de ladrillo y mosaicos del Museo, siguió subiendo por calles sombreadas de eucaliptus hasta lo alto de la que todavía a principios de siglo se conocía como «la Colina de los Pinos», hoy convertida en ese entramado de institutos de investigación, laboratorios, bibliotecas y edificios de la Palauniversidad de Países, interrumpidos por parques semitropicales, invernaderos experimentales y edificios históricos de tiempos de la república (entre los cuales se encontraba, por cierto, el que albergó la famosa Residencia de Estudiantes) conocido colectivamente como «El Abuelo del Mar»…

la Residencia Jorge de Montemayor, que era donde él iba a vivir durante su estancia en Países, estaba situada en el extremo sur de la colina, con vistas al mar, en lo alto de una especie de balconada suspendida sobre un barranco, tan elevada sobre el nivel general de la ciudad que ni siquiera la mole próxima del Museo de Ciencias Naturales, al pie del barranco y a media altura de la Colina de los Pinos, impedía a la vista la libre contemplación del panorama de la ciudad, e incluso de la bahía, con su verde isla en el centro, y las dos colinas cubiertas de árboles a ambos lados…

la residencia era un edificio de tres plantas, casi completamente oculto por la hiedra y coronado con tejadillos a dos aguas cubiertos de tejas verdes esmaltadas… los tejadillos parecían no seguir ninguna ordenación, ninguna lógica constructiva, se superponían unos sobre otros, se entrecruzaban en el aire, erizados de chimeneas y con ventanas abiertas en los ángulos más insospechados, y en algunos puntos, las copas de los árboles circundantes descendían hasta casi rozarlos con sus hojas…

le dieron una habitación en el tercer piso desde la que se contemplaba un hermoso paisaje de la ciudad, todas las cúpulas y las torres atravesadas por el malva del atardecer, el río brillando entre las agujas de las iglesias, como uno de esos mágicos y casi inacabables paisajes de Claudio de Lorena, rico en líricos detalles (los hilos plateados de las cascadas del parque Servadac, la reverberación de las máquinas voladoras, verde turquesa, rojo sorpresa, rosa flamenco, girando plácidamente sobre los tejados) y con anacrónicos rascacielos y torres de la televisión brotando aquí y allá —Block, como asustado ante tal irradiación de luz, se dedicó a deshacer cuidadosamente su maleta, a colocar sus ropas en los cajones del armario, a colgar sus camisas y chaquetas, y a apilar en lugares estratégicos sus libros favoritos, sus grabados, sus mapas, sus cajas de esmalte…

cuanto terminó era casi de noche… la habitación era, como suele decirse en las viejas novelas, «modesta y confortable»: tenía una mesa y una silla, una cama, una alfombra y una mesilla de noche con una lámpara de pantalla, y Block, descendiente de una de las más viejas familias reales de Europa (bien que de una Europa soñada, quizá una Europa análoga), criado en palacios, educado en salones góticos, pudo quizá por espacio de un instante preguntarse qué diablos estaba haciendo allí, maravillarse ante las incurias de un destino que le había llevado, después de ser un pequeño duque huido, un príncipe encontrado, un bohemio desencantado, a convertirse en aquella última y pálida, realmente pálida, versión de sí mismo: un Block (Block, que hablaba cinco idiomas con fluidez y leía cómodamente en diez) estudiante…

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