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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (42 page)

Capítulo 46

Este verano seguiremos el curso del río, hacia el océano.

¿De verdad?

Es allí, en agua salada, donde se pescan salmones que brillan como si fueran de plata. Haremos una hoguera y dormiremos en la arena. Quizá incluso lleguemos hasta el océano.

Nunca he estado allí.

Es inmenso.

Lo sé. Lo he visto desde las montañas.

¿Sabes qué más haremos?

Faina apoyó la cabeza en el pecho de Garrett.

No, dijo ella. ¿Qué más haremos?

Nadaremos en el río. Nos quitaremos la ropa y nadaremos desnudos en el río.

¿No tendrás frío?

No. Hay estanques pequeños, remansos de agua que se calientan con el sol. Son limpios, azules. Ya lo verás. Nadaremos y flotaremos, y cuando metamos la cabeza bajo el agua, te besaré. Así.

Era como una sed insaciable. Él podía beber y beber, y nunca tener bastante.

Cuando estaban juntos, paseando por los alrededores del río o subiendo una montaña, compartían todo lo que sabían. El color de los ojos de los lobos negros. La manera de cazar una rata almizclera en el hielo. Donde anidaban las ocas y se refugiaban las marmotas. El sonido de una manada de caribúes en la tundra. El sabor de los arándanos silvestres y de los frutos tiernos de los abetos.

Estudiaban el lodo de los caminos, señalaban senderos y les daban nombres. Garrett intentó enseñarle a emitir el grito de un alce enamorado. Faina intentó enseñarle a trinar como un pájaro. Se reían y se perseguían entre los árboles hasta encontrar uno de ramas anchas y con un buen lecho de agujas de pino en el suelo. Allí se abrazaban, y saboreaban sus labios, ojos y corazones.

Y cuando estaban separados, él se sentía como si estuviera muriendo de sed.

Capítulo 47

—Bueno, supongo que ya está —dijo Jack. Se sacudió el hollín de las manos. A sus pies había un cubo metálico lleno de ceniza que había sacado del horno de leña—. Creo que hemos terminado con ese chico. No creo que volvamos a verlo por aquí.

—Eso no lo sabes —dijo Mabel.

—Claro que lo sé. No volverá. Llegará el momento de la siembra y allí estaré yo, partiéndome el espinazo para cubrir los campos. ¿Y él?

—Creo que lo estás subestimando.

—Ya veremos. —Dio un golpe a la salida de humos del horno con la mano y oyó caer los restos de carbón. Luego los sacó de una palada y los echó en el cubo.

—Es el mismo joven de siempre. Solo está enamorado.

—Ya veremos.

El caballo no estaba. Jack abrió y cerró la puerta del establo, temiendo haber perdido la razón. Pero no, el caballo seguía sin estar. Recorrió el establo, volvió a salir y entonces, al mirar hacia los campos de pasto, se percató de que la verja estaba abierta.

Había salido tarde a dar de comer y beber al caballo. Su intención había sido empezar a trabajar en los campos al amanecer. Finales de mayo y por fin el suelo empezaba a secarse. Algunos campos grandes aún debían ararse. Pero esa mañana notaba la espalda más tensa que otros días, de manera que había estado dejando pasar el tiempo durante varias horas.

Mientras cruzaba hacia los pastos, Jack distinguió huellas de botas en el lodo. Cerró la verja y siguió el sendero hacia el campo más próximo, preguntándose si no debería haber vuelto a la cabaña a por el rifle.

Cegado por la luz del sol, al principio Jack no lo vio. Se paró en el borde del campo y se llevó una mano a los ojos, a modo de visera.

Garrett estaba arando el extremo periférico del campo.

Creyó que el chico le saludaba, pero a esa distancia era imposible asegurarlo. Jack sacó la mano para hacerlo, pero se arrepintió y la volvió a meter en el bolsillo. Dio media vuelta y regresó a casa.

—¿Ya estás aquí?

—El caballo no estaba en el establo. Salí a buscarlo.

Mabel enarcó las cejas.

—¿Y? ¿Lo has encontrado?

—Sí.

—¿Y bien?

—Lo tenía Garrett. Está arando el campo.

—¿Ah, sí? —Mabel apretó los labios. Quizá para no sonreír. Quizá para evitar pronunciar: ya te lo dije.

—Lo sé. Lo sé. Ya me lo dijiste.

—Solo tenía fe en él. Es un joven responsable de sus obligaciones.

—Bueno, pues cuando venga a comer dile que hay que rehacer el campo del norte. Había demasiado barro cuando lo hice yo.

—También podrías decírselo tú —dijo ella con voz suave.

—No. En eso te equivocas.

Mabel suspiró.

—No pienso ser vuestra mensajera eternamente. Algún día tendréis que hablar.

—Ya veremos —rezongó él.

Capítulo 48

Un frío neblinoso cubría aquella mañana de primavera, pero salieron de la cabaña de todos modos porque la niña parecía un animal enjaulado, estaba tensa y nerviosa. Mabel sabía que algo iba mal y que Faina quizá se lo contara si salían a dar un rápido paseo las dos solas. Siguieron los surcos de la carreta marcados en el camino que rodeaba los campos, andando una al lado de la otra, hasta que las palabras salieron de la niña.

¿Me estoy muriendo?, preguntó sin mirar a Mabel.

¿Por qué dices eso?

Sangré. Durante meses, venía y se iba, y me dolía muchísimo.

¿Por qué no me lo contaste? No, no. Es culpa mía. Debería haber hablado de esto contigo. ¿Has vuelto a sangrar?

No, creí que estaba mejor porque la sangre paró y ya no volvió. Pero ahora, si como algo por las mañanas no puedo retenerlo en el estómago. Y estoy cansada, solo tengo ganas de tumbarme y dormir.

Mabel comprendió por fin; condujo a la niña a la mesa de picnic y se sentó en el banco.

Vas a tener un bebé, tuyo y de Garrett. Estás embarazada de su hijo.

La niebla flotaba sobre el lecho del río y el aliento dibujaba nubes blancas de sus labios. Erguida y rígida, Faina se levantó y posó la mirada en las lejanas montañas.

Sé que tienes miedo, niña. Pero puedes hacerlo. Yo confío en ti.

¿Cómo? ¿Qué sé yo de bebés, ni de madres?

La niña se volvió hacia Mabel, sus ojos expresaban una pena desesperada.

Pero tú sí, dijo de repente. Tú debes saberlo todo sobre los bebés. Por favor. Quédate con él y sé su madre.

Mabel cruzó las manos sobre su regazo.

Durante años esos brazos habían sufrido por ese deseo. Era un anhelo al que intentaba no ceder, pero a veces se sentaba en una silla, con los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho, y se imaginaba acunando a un bebé en ellos: aquel calorcillo confiado contra su cuerpo, la cabecita que olía a leche y a polvos de talco, aquella piel más suave que los pétalos de una flor. Había visto a otras mujeres con sus hijos y por fin había comprendido lo que ansiaba: el permiso ilimitado, no, la necesidad absoluta, de abrazar, acariciar y besar a esa personilla. Cuando mecían a un bebé en brazos, las madres acercaban los labios a la frente del niño casi sin darse cuenta. Cuando paseaban con sus niñitos cogidos de la mano, las madres les alborotaban el cabello, o los subían en brazos para besarlos en la cara y en el cuello, con tantas ganas que los niños acababan riéndose de felicidad. En qué otra circunstancia de la vida, se preguntaba Mabel, podía una mujer demostrar su amor tan abiertamente, con tanta despreocupación.

Y en ese momento un niño, o al menos lo que pronto sería un niño, caía ante Mabel inesperadamente. Se sintió tentada de aceptarlo como regalo. Tal vez fuera el destino. Todo en su vida la había llevado al momento de ver colmado su deseo.

Era lo correcto, ¿no? ¿Cómo iba a cuidar de un bebé una joven que vivía en plena naturaleza, apenas una niña? Mientras que ella y Jack, por mayores que fueran, estaban preparados para criar a un hijo. Tenían un hogar, la vida hecha. El niño tendría una cama limpia en la que dormir y comida caliente en el plato. Cuando llegara el momento, el niño iría al colegio, aprendería el abecedario y haría absurdos y bonitos dibujos para ellos.

Mabel se regodeó en ese sueño durante unos momentos antes de alejarlo de su mente. Por mucho que siempre hubiera deseado un bebé, ese no era suyo. Era de Faina, y al menos debía decírselo.

La niña parecía dispuesta a huir, como había hecho tantas veces antes. Al bosque. A la naturaleza. Simplemente huir. Mabel la cogió de la mano y la instó a que tomara asiento de nuevo.

No puedes escapar, niña. De esto no. Está dentro de ti.

Los finos dedos de Faina, como huesecillos fríos de un pájaro, se apoyaron en la mano de Mabel. Qué diferencia de sus propias manos, arrugadas, calientes y manchadas por la edad.

Tendrás ayuda, dijo Mabel en voz baja. De todos nosotros. De mí y de Jack. Y de Esther. Es la mujer más generosa que he conocido nunca y estará encantada de colaborar. Y, desde luego, también de Garrett.

La niña bajó la mirada.

Debes decírselo, Faina. Ahora que comprendes lo que está pasando, que ambos habéis engendrado a un niño que crece dentro de ti… ahora que lo sabes, debes decírselo.

Se enfadará.

No. Claro que no. Se asustará, como tú. Pero no se enfadará. Te ama. Y creo en él, tanto como creo en ti.

Faina la dejó sentada en la mesa de picnic. Mabel se estremeció pese al abrigo y cruzó los brazos. Renunciar a un hijo era un acto triste y solitario. Faina, alta y esbelta, apenas una silueta huidiza, desapareció en el bosque y Mabel se sintió enojada por la gran injusticia de todo ello. A ella, que había querido un hijo con todas sus fuerzas, se le había negado, y en cambio a esa joven se la maldecía con uno, una carga que quizá no tuviera fuerzas suficientes para soportar.

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