La oscuridad más allá de las estrellas (17 page)

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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

Según hablaba Tibaldo, podía ver a la criatura en mi mente tan claramente como si fuera una de las proyecciones de la cubierta hangar. Algo con cuatro piernas cortas y grandes, con una piel gris y de aspecto rocoso y con un cráneo blindado desde el que diminutos ojos resplandecían en desafío ante un mundo hostil.

La imagen permaneció en mi cabeza durante un instante, y luego empezó a deshilacharse por los bordes y a desvanecerse según se asentaba la duda. El principal problema a la hora de creer a Tibaldo es que deseaba hacerlo con todas mis fuerzas.

—¿Encontraste el cuerpo? —pregunté, sabiendo que no lo había encontrado.

—Sus amigos vinieron a recogerlo —dijo con una nota de pesar—. Se podía ver el lugar donde había aterrizado la nave de rescate. —Usó un dedo rechonchete para dibujar una imagen en la humedad del mamparo—. Primero teníamos las huellas de algo que se arrastró sobre la escoria volcánica, que luego parecían parcialmente borradas por los cráteres producto de la lucha que tuvo lugar, y luego había una docena de cráteres aplastados a su vez por la nave de rescate que se posó allí.

Estuve tentado de argumentar que los cráteres y las huellas eran el producto de meteoritos, pero luego me lo pensé mejor. Tibaldo no intentaba convencerme, sólo me contaba lo que creía haber visto. En otro tiempo, le hubiera creído implícitamente, pero la reunión en el compartimento de Ofelia había sembarado la duda en él.

—Y nadie más lo vio —dije, preparado para la decepción.

—Cierto, Gorrión —suspiró Tibaldo—. Nadie más lo vio. —Se concentró en rellenar su pipa—. Aunque no soy capaz de inventar algo así.

Pensé que debería haber intentado ocultar mejor mi escepticismo, pero luego me di cuenta de que le hacía un flaco favor al no ser sincero con él.

—Ofelia no te cree —dije con franqueza—. Afirma que hay una explicación racional para todo lo que has visto.

Golpeó el puño contra el mamparo.

—¡Ofelia no cree en puñeteramente nada! —Luchó contra su ira durante un momento y luego se encogió de hombros—. El escepticismo puede cegarte tanto como la fe. Si jamás hubieras visto un elefante, habría innumerables explicaciones racionales para el rastro que deja al atravesar la jungla... ninguna de las cuales incluiría una bestia enorme con una cola pequeña en un extremo y otra más larga en el otro, con una cabeza enorme y dos gigantescos abanicos por orejas.

Sonrió ante su propia imaginería.

—Busca «elefante» en la memoria del ordenador y verás lo que quiero decir. —Se inclinó hacia delante en la silla para golpearme en el pecho con el dedo índice—. La galaxia es enorme, Gorrión. Pensar que conocemos todos los requisitos necesarios para la creación de vida es hubris... y a los dioses no les gusta esa actitud.

Me mostré de acuerdo. Pero no podía quitarme de la cabeza el recuerdo de Ofelia gritando que habían pasado un centenar de generaciones, un millar de sistemas y mil quinientos planetas y la tripulación de la
Astron
no había encontrado ni una sola célula viviente.

Ofelia y Noé habían sido muy convincentes en sus argumentos y tenían la lógica de la ciencia de su parte.

Pero, en cierta manera, también la tenía Tibaldo.

N
o pasó mucho tiempo antes de que mis turnos con la terminal se hicieran aburridos. Era hábil, rápido y jamás cometía errores, aunque a veces estaba cerca de cometerlos. Esos momentos se daban cuando Zorzal venía al compartimento a practicar. Jamás vi los resultados de lo que hacía, pero podía ver por su frecuente expresión de satisfacción consigo mismo que ganaba destreza y velocidad. Nadie me contó por qué aprendía a operar la terminal, y yo jamás lo pregunté.

Al final, por supuesto, no pude resistirme a comprobar los aterrizajes de Tibaldo en el ordenador. El uso sin autorización del ordenador estaba estrictamente prohibido, pero estaba dispuesto a arriesgarme. ¿Quién sabía lo que hacía en esas ocasiones en las que era la única persona de servicio frente a la terminal?

Las historias de Tibaldo se habían convertido en parte de su personalidad y eran fáciles de perdonar, por la simple razón de que eran entretenidas. Pero fueran lo que fueran en realidad, resultó que Tibaldo no se las inventaba para contármelas cuando estábamos de servicio. Los informes sobre sus aterrizajes en Alfa y Omega, Galileo III y Midas IV estaban registrados en el ordenador. Los relatos oficiales carecían del romanticismo de sus historias pero los detalles eran los mismos, enterrados bajo la jerga exigida en un informe al Capitán.

Después de eso lo escuché con más respeto. Estaba seguro de que sabía que había comprobado sus informes en el ordenador, pero si se ofendió, no me dio muestras de ello.

Era mucho más fácil comprobar los informes de Tibaldo que la genealogía de la tripulación. Los informes de Tibaldo eran finitos, pero la genealogía se alargaba infinitamente. Investigar los registros de las familias de a bordo era tedioso, pero me hizo falta valor para intentar comprobar mi propio pasado, tenía miedo de lo que pudiera encontrar.

Esperé hasta que estuve solo en el compartimento sin peligro de ser interrumpido, inspiré profundamente e introduje mi nombre. La información más antigua que apareció en el globo fueron los informes médicos de la enfermería, detallando el tiempo que pasé allí tras el accidente en Seti IV. Pedí información adicional pero las palabras que aparecieron en el globo decían:

TODOS LOS DATOS SOBRE EL SUJETO

SON DE ACCESO RESTRINGIDO DEBIDO A

ESTRÉS AGUDO POR ENFERMEDAD/AMNESIA.

PROPORCIONAR AL SUJETO INFORMACIÓN

SOBRE SU HISTORIA VITAL, ANTES DE QUE

LA RECUERDE POR SÍ MISMO

SÓLO RETRASARÁ SU RECUPERACIÓN

Bajo la prohibición de contarme la verdad, mis amigos se habían inventado torpes mentiras cuando los acosaba para sonsacarle mi pasado. Como siempre, les debía a todos ellos una disculpa.

Pero nada había cambiado en realidad. Todo lo que decía esa declaración era que nadie podía contarme nada sobre mi pasado. No decía nada acerca de que no pudiera encontrarlo por mí mismo.

Me froté las manos, chasqueé los nudillos y luego volví a poner mis palmas sobre la terminal y observé las palabras que se apelotonaban sobre el globo. Nerisa era real, aunque, como me había dicho Cuervo, había acabado en Reducción hacía unos cuantos años y su madre, mi abuela, dos décadas antes de eso. También había un Laertes que parecía encajar en las descripciones de Tibaldo y Cuervo. Desafortunadamente, la información que había sobre él parecía extrañamente imprecisa.

Fruncí el ceño y lo rastreé mediante su madre y su abuela. Él y sus ancestros eran mencionados cada vez con menos frecuencia hasta que al remontarme cinco generaciones, desaparecía toda mención en los registros. El intrincado entrecruzamiento de sus líneas genéticas se desenredaba y a las cinco generaciones el linaje de Laertes desaparecía de la nave.

Sólo había una razón posible. Además de que Tibaldo y Cuervo me mintieron sobre Laertes y que Julda evadió mis preguntas, alguien había creado entradas falsas en el ordenador. Habían estado preparados para las preguntas sobre mi madre, pero no habían pensado en que me interesaría aún más por mi «padre».

Me quedé allí sentado, conmocionado, con las manos sobre la piel de la terminal. ¿Por qué? ¿Por qué esas mentiras, los fingimientos y esas falsas historias tan complicadas? ¿Por qué ese intento de manipular el ordenador, aunque fuera de una forma tan burda?

No había forma de negar la inevitable conclusión.

«Laertes» jamás había existido.

11

E
n vez de acusar a mis amigos de quebrantar mi confianza y de mentirme acerca del inexistente Laertes, me retiré a mi interior, decidido a no confiar en aquellos que habían estado más cerca de mí. Inexplicablemente, decidí confiar en quien tenía buenas razones para no confiar en absoluto.

Regresé a visitar a Julda, pero fui recibido por una agradable matrona de mirada ausente que respondió a mis preguntas airadas con una expresión de herida perplejidad y un ofrecimiento de té de hierbas de Bisbita. Le recordé lo que habíamos hablado antes pero afirmó que no lo recordaba.

Posteriormente me preguntaría por qué no le pregunté a Julda sobre Nerisa, o por qué no la busqué en el ordenador. Pero ella y mi abuela habían muerto hacia años, su linaje acababa conmigo. La información que encontré sobre ella por otros medios era inacabable, y la mayoría indicaba que era como las demás madres y hacía las cosas que hacían todas las madres. Todo con el que hablaba la recordaba hasta el más mínimo detalle, lo que me hacía sospechar que en realidad no la recordaban en absoluto.

Conocer a Laertes me hubiera dado dimensión e identidad; conocerlo hubiera significado conocerme a mí mismo porque habría conocido a la persona según la cual yo mismo me modelé. Si hubiera existido de verdad, incluso tras su muerte hubiera dejado algún rastro de su persona detrás.

Pero una vez más me encontré viviendo en el interior de un vacío, mi vida se remontaba en su inicio a mis recuerdos de Seti IV y a cuando había despertado en la enfermería. Lo poco que había vislumbrado sobre mi persona por parte de Tibaldo y Cuervo era dudoso. Si me habían mentido sobre Laertes, ¿por qué no iban a mentir sobre mí?

Así que me aislé, evitando a aquellos con los que había tenido intimidad anteriormente, incluida Agachadiza. Todavía no me hacía al hecho de que había dormido conmigo porque era costumbre de la nave el no negarse, no porque quisiera. No me había dado ninguna indicación de que me encontrara atractivo o siquiera que le cayera bien y no estaba dispuesto a confirmar su indiferencia ahora que podía negarse con total libertad.

Dejé de pasarme por el compartimento de Cuervo a fumar y oír los últimos chascarrillos y cuando estaba en mi turno descubría razones para continuar trabajando con la terminal cuando normalmente me habría tomado un descanso con Tibaldo. Practiqué durante muchas horas con la terminal, descubriendo peculiaridades que no habría sospechado antes. Cuando no estaba trabajando, leía libros en la «biblioteca» que me servía de compartimento. Algunos de los libros me parecían familiares y esperaba que me proporcionaran una pista sobre la persona que una vez fui.

Tras dejar claro que quería tener poco que ver con todo el mundo, mis amigos se ofendieron y reluctantemente me dejaron solo. Eso me dolió aún más, y el dolor se alimentó de sí mismo. Lo que quería en realidad, por supuesto, es que me convencieran de su amistad y me sacaran de ese lúgubre estado de ánimo.

El único tripulante que no me dejó solo fue Zorzal. Percibía que algo iba mal y me observaba atentamente durante las comidas, cuando jugaba al ajedrez con indiferencia con Noé, y en Exploración, donde mi relación con Tibaldo se había vuelto más distante y profesional.

Zorzal hizo su primera propuesta de amistad cuando me encontraba volando por un pasillo, absorto en mis pensamientos, y no agarré la anilla que normalmente hubiera cogido para cambiar de dirección. Me había dado la vuelta en el aire, para dar de culo contra el mamparo, cuando una mano me agarró del brazo y me detuvo bruscamente.

—Frena, Gorrión, todavía no eres tan bueno. —Me retorcí y me quedé mirando los pálidos ojos de Zorzal.

Me liberé con una sacudida.

—Todo el mundo comete un error de vez en cuando —dije en tono helado. Me lancé otra vez al pasillo, con miedo de llegar tarde a mi turno de Exploración.

—No te caigo muy bien, ¿verdad? —dijo detrás de mí.

Me volví para encararme con él. Zorzal era un objetivo lógico para mi hostilidad.

—Ni a mí ni a muchos tripulantes.

Se encogió de hombros.

—A veces, lo lamento. —Eso me sorprendió y sin pensarlo, me encontré flotando con él por el pasillo. En aquel entonces, yo era un marginado como él, y la miseria mutua logró lo imposible convirtiendo a Zorzal en una compañía aceptable.

—Eres muy bueno con la terminal —me dijo con una mirada de reojo—. Me llevará algún tiempo ponerme a la altura.

Sentí una oleada de calidez hacia él mientras que al mismo tiempo oía una docena de diferentes señales de alarma. Zorzal se estaba comportando de manera amistosa, y Zorzal jamás hacía algo sin una razón para ello.

Cuando la conversación trastabilló hasta su muerte natural, me preguntó repentinamente:

—¿Has visto la nave?

—Demasiadas veces.

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