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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (18 page)

—¿Desde dónde lo habían trasladado? —preguntó Vianello inmediatamente.

—Imposible averiguarlo. Los que lo han encontrado han estado andando alrededor como si estuvieran de picnic.

—Qué conveniente —observó Vianello.

—Antes de que te pongas a pensar en conspiraciones… —empezó Brunetti, que ya pensaba en ellas, cuando Vianello le interrumpió:

—¿Tú te fías de ese Ribasso?

—Creo que sí.

—Pues no parece lógico que no le dijeras que sabes el nombre del hombre de la foto que te enseñó Guarino.

—Es la costumbre.

—¿La costumbre?

—O prurito jurisdiccional.

—Hay mucho de eso por ahí —observó Vianello—. Nadia dice que es por las cabras.

—¿Qué cabras? ¿Qué pintan las cabras en esto?

—Verás, en realidad es cuestión de la herencia, a quién dejamos las cabras, quién se queda con ellas cuando nos morimos.

¿Vianello había perdido el juicio de repente o acaso Nadia cultivaba algo más que flores en el jardín de atrás del apartamento?

—Te agradeceré que me lo expliques de manera que yo pueda entenderlo, Lorenzo —dijo Brunetti, agradeciendo el inciso.

—Ya sabes que Nadia lee, ¿verdad?

—Sí —respondió Brunetti, a quien este verbo hizo pensar en otra mujer que también leía.

—Resulta que está leyendo una introducción a la antropología o algo por el estilo. Quizá sociología. Habla de eso a la hora de cenar.

—¿Habla de qué?

—Pues de las reglas de la herencia y el comportamiento. En fin, se trata de la teoría de por qué los hombres somos tan agresivos y competitivos, de por qué hay tanto cabrón. Ella dice que es porque queremos tener acceso a las hembras más fértiles.

Brunetti apoyó los codos en la mesa, puso la cabeza entre las manos y lanzó un gemido. Él quería un inciso, pero no esto.

—Calma, calma, era necesaria la introducción —protestó Vianello—. Una vez consiguen a las hembras más fértiles las preñan y así están seguros de que los que hereden las cabras serán hijos suyos —Vianello miraba a Brunetti desde el otro lado de la mesa, para ver si le seguía, pero el comisario aún estaba con la cabeza entre las manos—. Yo le encontré el sentido cuando ella me lo explicó, Guido. Todos queremos que lo nuestro pase a nuestros hijos no a los de otro.

El persistente silencio de Brunetti —por lo menos, había dejado de gemir— indujo a Vianello a agregar:

—Por eso los hombres competimos. La evolución nos ha programado así.

—¿Por las cabras? —preguntó Brunetti alzando la cabeza.

—Sí.

—¿Tienes inconveniente en que hablemos de eso en otro momento?

—Como quieras.

De pronto, este tono desenfadado pareció fuera de lugar a Brunetti, que miró los papeles de la mesa, sin saber qué decir. Vianello se puso en pie, dijo que tenía que hablar con Pucetti y se marchó. Brunetti siguió mirando los papeles.

Sonó el teléfono. Era Paola, que le recordaba que aquella noche tenía que asistir a la cena de un colega que se jubilaba y que los chicos iban a un festival de cine de terror y tampoco cenarían en casa. Sin darle tiempo a preguntar, ella le dijo que le dejaría algo en el horno.

Él le dio las gracias y, recordando la petición del
conte
respecto a la que aún no tenía información, preguntó:

—¿Ha dicho tu padre algo de Cataldo?

—La última vez que hablé con mamá dijo que le parecía que él iba a rechazar la propuesta, pero no me explicó por qué —y añadió—: Ya sabes que a mi padre le gusta hablar contigo, de modo que finge que eres un yerno atento y llámale para interesarte. Haz el favor, Guido.

—Soy un yerno atento —protestó Brunetti impulsivamente.

—Guido —dijo ella, iniciando una larga pausa—. Sabes que nunca te tomas interés o, por lo menos, nunca demuestras interés por sus negocios. Estoy segura de que se alegrará si, al fin, das la impresión de que te preocupas.

La posición de Brunetti respecto a los negocios de su suegro era incómoda. Puesto que un día sus hijos heredarían la fortuna Falier, cualquier muestra de curiosidad, por inocente que fuera, podría considerarse interesada y la sola idea lo violentaba.

Incluso preguntar por Cataldo, y lo advertía ahora, mientras Paola esperaba su respuesta, era complicado, porque este hombre estaba casado con una mujer que había suscitado en Brunetti un vivo interés que él no había sabido disimular.

—De acuerdo —respondió haciendo un esfuerzo—. Le llamaré.

—Está bien —dijo ella, y colgó.

Sin soltar el teléfono, Brunetti marcó el número del despacho de su suegro, dio su nombre y preguntó por el
conte
Falier. Esta vez no se produjeron los habituales chasquidos, zumbidos y esperas, sino que, a los pocos segundos, sonó la voz del
conte.

—Guido, encantado de oírte. ¿Estáis todos bien? ¿Los chicos? —quien no supiera que Paola hablaba con sus padres todos los días pensaría que hacía mucho tiempo que el
conte
no tenía noticias de la familia.

—Todos bien, gracias —respondió Brunetti. Y, sin más preámbulos, dijo—: Me preguntaba si habrías tomado una decisión acerca de la inversión de que me hablaste. Siento no haberte llamado antes, pero aún no he averiguado nada; por lo menos, nada que tú no sepas ya —el hábito de la discreción telefónica estaba tan arraigado en Brunetti que, incluso en lo que no era sino una manifestación de interés en las actividades de un familiar, él seguía la norma de silenciar nombres y dar la menor información posible.

—No tiene importancia, Guido —llegó la voz de su suegro interrumpiendo sus reflexiones—. Ya he tomado una decisión —después de una pausa, añadió—: Si quieres, puedo decirte más. ¿Tienes una hora libre?

Ante la perspectiva de volver a un apartamento vacío, Brunetti respondió afirmativamente y el
conte
dijo:

—Me gustaría echar otro vistazo a un cuadro que vi anoche. Si te interesa, podrías acompañarme. Dime qué te parece.

—Encantado. ¿Dónde nos encontramos?

—¿Por qué no en San Bortolo? Podríamos ir juntos desde allí.

Quedaron a las siete y media. El
conte
estaba seguro de encontrar la galería abierta si avisaba de su visita. Brunetti miró el reloj y vio que tenía tiempo de despachar algunos papeles de los que le habían llovido en la mesa durante el día. Atando corto su atención para evitar divagaciones, se concentró en la lectura. En menos de una hora, un rimero había pasado de la izquierda a la derecha, pero, aunque Brunetti se sentía orgulloso de su laboriosidad, recordaba poco de lo leído. Se levantó, fue a la ventana y se quedó mirando la iglesia del otro lado del canal, sin verla. Se ató de nuevo los cordones de los zapatos y abrió el
armadio
en busca de las botas forradas de lana, abandonadas allí desde hacía años: se las había puesto por última vez durante una fuerte
acqua alta.
Hacía meses había observado que una de ellas estaba cubierta de moho, y ahora decidió echarlas a la papelera, confiando en que no lo sorprendiera en la
questura
otra inundación y se encontrara sin botas. También confiaba en que la
signorina
Elettra no se enterase de que había puesto caucho con los desechos de papel.

Volvió a la mesa, miró el plan de servicio y vio que Alvise estaría toda la semana en el pupitre de la entrada. Hizo un cambio y lo envió de patrulla con Riverre.

Por fin llegó la hora de marchar. Decidió ir andando, pero le pesó su decisión al entrar en Borgoloco San Lorenzo y sentir un viento helado que le hizo echar de menos la bufanda que había dejado en el
armadio.
En Campo Santa Maria Formosa, el viento amainó, pero las salpicaduras de la fuente, heladas en el pavimento, hicieron que aumentara su sensación de frío.

Cortó en dirección a San Lio por la iglesia y el paso subterráneo y salió al
campo
donde el viento estaba esperándolo, como lo esperaba también el
conte
Orazio Falier, con el cuello bien abrigado en una bufanda color de rosa que pocos hombres de su edad se atreverían a ponerse.

Los dos hombres se saludaron con un beso, hábito adquirido con los años, y el
conte
se asió del brazo de Brunetti dando la espalda a la estatua de Goldoni, camino de Ponte del'Ovo.

—Hablame de ese cuadro —dijo Brunetti.

El
conte
saludó con un movimiento de la cabeza a un transeúnte y se paró a estrechar la mano de una mujer mayor que a Brunetti le resultaba familiar.

—No es nada de particular, una cara que tiene algo que me gusta.

—¿Dónde lo has visto?

—En la galería de Enzo. Ya hablaremos allí —respondió el
conte
saludando a una pareja mayor.

Camino de Campo San Luca, pasaron por delante del bar que había sustituido a Rosa Salva, cruzaron los puentes y bajaron hacia lo que se había hecho con La Fenice. Frente al teatro, torcieron a la izquierda, por delante de Antico Martini, lamentando que no fuera hora de comer, y entraron en la galería situada al pie del puente. Enzo, antiguo conocido de ambos agitó una mano hacia los cuadros de la pared, invitándolos a contemplarlos, y siguió leyendo un libro.

Su suegro lo llevó hasta un retrato que Brunetti atribuyó a la escuela veneciana del siglo xvi. El cuadro, de no más de sesenta por cincuenta centímetros, representaba a un joven barbudo con la mano derecha puesta sobre el corazón, en una actitud un tanto afectada, y la izquierda descansando en un libro abierto, mientras contemplaba al espectador con mirada inteligente. Sobre su hombro derecho, una ventana mostraba un paisaje montañoso que sugirió a Brunetti que el pintor podía ser de Conegliano, quizá de Vittorio Véneto. La hermosa cara del modelo estaba pintada sobre el fondo de una cortina marrón oscuro con la que destacaba el alto cuello blanco de la camisa que llevaba bajo una prenda de color rojo y un jubón negro. Otros motivos blancos eran los puños de encaje, muy bien pintados, al igual que la cara y las manos.

—¿Te gusta? —preguntó el
conte.

—Mucho. ¿Sabes algo de él?

Antes de responder, su suegro se acercó al cuadro y señaló el escudo que aparecía sobre el hombro derecho de la figura. Con el dedo en el aire, se volvió hacia Brunetti y preguntó:

—¿Te parece que esto pudo pintarse después?

Brunetti retrocedió un paso, para ampliar la perspectiva. Levantó una mano tapando el escudo y observó que las proporciones mejoraban. Contempló el retrato un momento y dijo:

—Creo que sí. Pero no lo habría notado si no me lo dices.

El
conte
hizo un sonido de asentimiento.

—¿Qué crees que pasó? —preguntó Brunetti.

—No estoy seguro. No hay manera de averiguarlo. Pero imagino que debieron de concederle un título cuando el retrato ya estaba hecho y él lo llevó al pintor para que le añadiera el escudo.

—Como quien antedata un cheque o un contrato, ¿no? —dijo Brunetti, observando con interés cómo la inclinación al engaño se mantenía constante a lo largo de los siglos—. Será que en el delito no existen las modas.

—¿Es tu manera de llevar la conversación hacia Cataldo? —preguntó el
conte,
y añadió rápidamente—: Hablo en serio, Guido.

—No —dijo Brunetti, con ecuanimidad—. Sólo he podido averiguar que es rico. Ningún indicio de delito —miró a su suegro—. ¿Sabes tú algo más?

El
conte
se fue hacia un lado para mirar otro cuadro, un retrato a tamaño natural de una mujer de cara redonda, cubierta de alhajas y brocado.

—Lástima que la modelo sea tan basta —dijo mirando a Brunetti—. El cuadro está bien pintado, lo compraría en el acto. Pero no soportaría tener en casa a esa mujer —extendió la mano y materialmente arrastró a Brunetti hasta ponerlo delante del cuadro—. ¿Podrías soportarla tú?

Brunetti sabía que el concepto de la belleza y de la armonía de las formas cambia con los tiempos, por lo que la figura de la mujer podía haber sido atractiva para un amante o un marido del siglo xvn. Pero su cara de porcina glotonería tenía que resultar repulsiva en cualquier época. La piel le relucía de grasa, no de salud; los dientes, aunque blancos y simétricos, eran los de una carnívora insaciable; en los pliegues de las rollizas muñecas se adivinaba mugre incrustada. El vestido, del que emergía el busto, más que cubrir sus carnes parecía tener la función de impedir que se desparramaran.

No obstante, según había observado el
conte,
la ejecución del retrato era magistral, con unas pinceladas que habían captado el brillo de los ojos, el esplendor de la rubia cabellera y hasta la fastuosidad del rojo brocado del vestido de excesivo escote.

—Es un cuadro sorprendentemente moderno —dijo el
conte,
llevando a Brunetti hacia dos sillones tapizados de terciopelo que podrían haber sido hechos para acomodar a miembros de la alta clerecía.

—A mí no me lo parece —dijo Brunetti, sorprendido de lo cómodo que era el formidable sillón—. De moderno no tiene nada.

—Representa el consumismo —dijo el
conte
agitando la mano hacia la pintura—. Fíjate en su corpulencia y piensa en la cantidad de comida que ha tenido que ingerir para crear toda esa masa de carne, para no hablar de lo que habrá de tragar para mantenerla. Y fíjate en el color de las mejillas: le gusta el vino. Imagina también la cantidad. Y ese brocado. ¿Cuántos gusanos de seda tuvieron que morir para la confección de ese vestido y ese manto, y para la tapicería del sillón? Fíjate en las joyas. ¿Cuántos hombres perecieron en las minas para extraer ese oro? ¿Y el rubí de la sortija? Mira el frutero de la mesa que está a su lado. ¿Quién cultivó esos melocotones? ¿Quién fabricó la copa que está junto al frutero?

Brunetti miraba ahora el cuadro desde esta nueva óptica, viendo en él la manifestación de la riqueza que alimenta el consumo y, a su vez, es alimentada por él. El
conte
tenía razón: podía interpretarse de esta manera, pero también podía verse en él una muestra de la maestría del pintor y de los gustos de su época.

—¿Y piensas relacionar esto con Cataldo? —preguntó Brunetti desenfadadamente.

—El consumismo, Guido —prosiguió el
conte,
como si Brunetti no hubiera hablado—. El consumismo nos obsesiona. Deseamos tener no un solo televisor sino seis. Un
telefonino
nuevo cada año, incluso cada seis meses, según van saliendo, y se van anunciando, los nuevos modelos. Cambiar de ordenador cada vez que sale un nuevo sistema operativo o una pantalla más grande, más pequeña, más plana o, qué sé yo, más redonda —Brunetti pensó en su solicitud de un ordenador propio y se preguntó adonde quería ir a parar su suegro.

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