La paciencia de la araña (2 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

—¡Menuda sorpresa! —le había dicho Livia la víspera cuando, a su regreso del hospital de Montelusa para una visita de control, él entró en casa con un gran ramo de rosas. E inmediatamente se echó a llorar.

—¡Vamos, no te pongas así! —la consoló, reprimiéndose también a duras penas.

—¿Y por qué no?

—Jamás lo habías hecho...

—Y tú, ¿cuándo me has regalado un ramo de rosas?

Le apoyó con suavidad la mano en el costado para no alterarla.

* * *

Había olvidado, o cuando lo conoció no reparó en ello, que el profesor Di Bartolo, aparte del aspecto, también tenía voz de cabra.

—Buenos días a todos —bala el doctor entrando con un séquito de médicos rigurosamente enfundados en batas blancas.

—Buenos días —contestan todos menos Montalbano, que hasta la aparición del profesor en el umbral estaba solo en la habitación.

El anciano se acerca a la cama y lo mira con interés.

—Veo con sumo placer que, a pesar de mis colegas, todavía disfruta usted del pleno uso de sus facultades mentales.

Hace un gesto y Strazzera se acerca y le entrega los resultados de las pruebas. El profesor estudia por encima la primera, la arroja sobre la cama, y lo mismo hace con la segunda, la tercera y la cuarta, hasta que la cabeza y el tronco de Montalbano desaparecen bajo los papeles. A continuación, el comisario oye la voz del doctor, a quien no puede ver porque las fotografías de la ecografía cardíaca que le ha lanzado han ido a parar sobre sus ojos.

—¿Puedo saber por qué me han llamado? —El balido suena más bien irritado; es evidente que la cabra está empezando a cabrearse.

—Verá, profesor —dice la vacilante voz de Strazzera—, es que uno de los ayudantes del comisario nos ha revelado que hace unos días sufrió un grave episodio de...

¿De qué? Montalbano no consigue oír a Strazzera. A lo mejor está resumiéndole el capítulo al oído. ¿Capítulo? ¿A qué viene eso de «capítulo»? Esto no es un culebrón. Strazzera ha dicho «episodio». Pero ¿acaso el capítulo de un culebrón no se llama también episodio?

—Incorpórenlo —ordena el profesor.

Le quitan los papeles de encima y lo levantan con cuidado. Un círculo de médicos vestidos de blanco rodea la cama en religioso silencio. Di Bartolo le apoya el estetoscopio sobre el pecho, después lo desplaza unos centímetros, vuelve a desplazarlo y se detiene. Al verle la cara tan de cerca, el comisario se da cuenta de que el profesor hace un constante movimiento con las mandíbulas, como si mascara chicle. Pero enseguida lo comprende: está rumiando. Di Bartolo es una auténtica cabra. Inmóvil, se limita a escuchar. «¿Qué oye de lo que ocurre en el interior de mi corazón?», se pregunta Montalbano. ¿Derrumbamientos de edificios? ¿Grietas que se abren repentinamente? ¿Bramidos subterráneos? Di Bartolo continúa auscultando sin desplazarse ni un milímetro del punto que ha identificado. Pero ¿no le duele la espalda de tanto permanecer inclinado? El comisario empieza a sudar de miedo y el profesor se incorpora.

—Ya basta.

Vuelven a tender al herido.

—En mi opinión —concluye la lumbrera—, pueden pegarle tres o cuatro tiros más y después extraerle las balas sin anestesia. Con toda seguridad, su corazón lo resistiría.

Y se va sin despedirse de nadie.

Diez minutos después Montalbano está en el quirófano, donde brilla una luz blanca muy intensa. Un individuo le cubre el rostro con una especie de mascarilla que sostiene con la mano.

—Inspire hondo —le dice.

Él obedece. Y ya no se acuerda de nada.

* * *

«¿Cómo es posible —se pregunta— que aún no hayan inventado un
espray
que, cuando no hay manera de conciliar el sueño, te lo introduzcas en la nariz y aprietes, salga el gas o lo que sea, y te quedes dormido de golpe?»

Sería muy práctico, una anestesia contra el insomnio. Le entran ganas de beber. Se levanta despacio para no despertar a Livia, se dirige a la cocina y se sirve un vaso de agua mineral de una botella abierta. ¿Y ahora? Decide ejercitar un poco el brazo, tal como le ha enseñado una enfermera especializada. Uno, dos, tres y cuatro. Uno, dos, tres y cuatro. El brazo funciona bien, hasta el punto de que puede conducir tranquilamente el coche.

Strazzera ha acertado de lleno. Sólo que algunas veces se le duerme, como ocurre con las piernas cuando uno permanece demasiado rato en la misma posición y nota pinchazos. O bien hormigueos. Bebe otro vaso de agua y vuelve a acostarse. Al notar que él se desliza bajo las mantas, Livia emite un murmullo y se da media vuelta.

* * *

—Agua —suplica, abriendo los ojos.

Livia llena un vaso y lo ayuda a beber colocándole una mano en la nuca. Después deja el vaso sobre la mesilla de noche y desaparece del campo visual del comisario, que consigue incorporarse un poco. Livia está ante la ventana, al lado del doctor Strazzera, que le habla en susurros. De pronto Montalbano oye la leve risita de Livia. («¡Pero qué gracioso es usted!») ¿Por qué se pega tanto a ella el médico? ¿Y por qué Livia no siente el deber de apartarse un poco? «Ahora veréis.»

—¡Agua! —grita, enfurecido.

Livia se sobresalta.

—¿Por qué bebe tanto, doctor? —pregunta.

—Seguramente por el efecto de la anestesia —dice Strazzera. Y añade—: De todos modos, Livia, la operación ha sido una tontería. Lo he hecho de tal manera que le quedará una cicatriz prácticamente invisible.

Ella lo mira con una sonrisa de gratitud que enfurece todavía más al comisario. ¡Una cicatriz invisible! O sea que podrá presentarse sin ningún problema al próximo concurso de Mr. Músculo.

A propósito de músculo, o lo que sea. Se desplaza sin hacer ruido hasta pegar el cuerpo a la espalda de Livia. Ella parece notar el contacto, a juzgar por la especie de maullido que emite en sueños.

Montalbano alarga una mano ahuecada y se la coloca sobre un pecho. Livia, como obedeciendo a un reflejo condicionado, apoya su mano sobre la de él. Y la actuación se detiene ahí. Porque él sabe de sobra que si sigue adelante, Livia lo parará en seco. Ya ocurrió la primera noche que regresaron a Marinella.

—No, Salvo, de eso ni hablar. Temo que te duela.

—Vamos, Livia, me han herido en el hombro, no en la...

—No seas vulgar. ¿Es que no lo entiendes? No me sentiría a gusto, tendría miedo de que...

Pero el músculo, o lo que sea, no comprende ese tipo de miedos. Carece de cerebro, no está acostumbrado a la meditación. No atiende a razones. Y allí se queda, hinchado de rabia y deseo.

* * *

Miedo. Temor. Eso experimenta al segundo día de la operación cuando, hacia las nueve de la mañana, la herida empieza a dolerle intensamente. ¿Por qué duele tanto? ¿Se habrían dejado, como ocurría a menudo, un trozo de gasa dentro? Y tal vez no fuera una gasa, sino un bisturí de treinta centímetros. Livia lo nota de inmediato y llama a Strazzera, que acude enseguida, quizá dejando a medias una operación a corazón abierto. Pero las cosas habían llegado a ese punto: en cuanto Livia lo llamaba, Strazzera acudía corriendo. El médico dice que es algo normal, que no hay razón para que se alarme. Y le pone una inyección a Montalbano. Antes de que transcurran diez minutos, suceden dos cosas. La primera es que el dolor comienza a remitir y la segunda, que Livia dice:

—Ha llegado el jefe superior de policía.

Y se retira. Entran en la habitación Bonetti-Alderighi y su jefe de gabinete, el dottor Lattes, que junta las manos en gesto de oración como si se encontrara ante el lecho de un moribundo.

—¿Qué tal va eso, qué tal? —pregunta el jefe superior.

—¿Qué tal va, qué tal? —repite Lattes con entonación de letanía.

Habla el jefe superior, pero Montalbano lo oye sólo a ráfagas, como si un fuerte viento le arrebatara las palabras.

—... y por consiguiente, lo he propuesto para una mención solemne.

—Solemne —repite Lattes.

«Parapún chimpún», dice una voz en la cabeza de Montalbano.

Viento.

—A la espera de su reincorporación, el dottor Augello...

«¡Oh, qué bello, oh, qué bello!», dice la consabida voz interior.

Viento.

Ojos de cordero degollado que se cierran inexorablemente.

Le pesan los párpados. A lo mejor logra dormirse así, pegado al cuerpo caliente de Livia. Pero ahí está el latazo de la persiana que sigue quejándose a cada ráfaga de viento.

¿Qué hacer? ¿Abrir la ventana y cerrar mejor la persiana? Ni pensarlo, seguro que Livia se despertaría. Puede que haya algún sistema. No cuesta nada probarlo. No intentar oponerse al gemido de la persiana, sino secundarlo, incorporarlo al ritmo de la respiración.

—¡Iiiih! —dice la persiana.

—¡Iiiih! —replica él con los labios medio cerrados.

—¡Eeeeh! —dice la persiana.

—¡Eeeeh! —responde él como un eco.

Pero esta vez no ha controlado el volumen de la voz. En un visto y no visto, Livia abre los ojos y se incorpora a medias.

—Salvo, ¿te encuentras mal?

—¿Por qué?

—¡Te estabas quejando!

—Habrá sido en sueños, perdona. Duerme.

¡Maldita ventana!

Dos

A través de la ventana abierta entra mucho frío. Siempre ocurre lo mismo en los hospitales: te curan la apendicitis y te matan de una pulmonía. Montalbano permanece sentado en un sillón; faltan sólo dos días, y después podrá regresar a Marinella. Pero desde las seis de la mañana varios pelotones de mujeres se dedican a limpiarlo todo: corredores, habitaciones, trasteros... a sacar brillo a los cristales de las ventanas, los tiradores de las puertas, las camas y las sillas. Parece como si una oleada de locura limpiadora lo hubiera arrollado todo; se cambian sábanas, fundas de almohada, colchas; el cuarto de baño está tan reluciente que hay que entrar en él con gafas de sol.

—Pero ¿qué pasa aquí? —le pregunta a una enfermera que ha acudido para ayudarlo a acostarse.

—Va a venir un pez gordo.

—¿Quién?

—No lo sé.

—Oiga, ¿no podría quedarme en el sillón?

—No, no puede.

Al cabo de un rato aparece Strazzera, que sufre una decepción al no encontrar a Livia.

—Es posible que se pase más tarde —lo tranquiliza Montalbano. El «es posible» lo dice sólo para fastidiar, para mantener en vilo al médico. Livia le ha asegurado que iría, aunque con cierto retraso—. ¿Quién viene?

—Petrotto. El subsecretario.

—¿Y a qué?

—A felicitarlo.

¡Mierda! ¡Lo que faltaba! El muy honorable abogado Gianfranco Petrotto, el actual subsecretario de Interior, condenado una vez por corrupción y otra por prevaricación, y acusado de un delito prescrito. Ex comunista, ex socialista, y ahora elegido triunfalmente por el partido de la mayoría.

—¿No puede administrarme una inyección que me deje inconsciente unas tres horitas? —le suplica a Strazzera.

El médico alza los brazos y se va.

El honorable abogado Gianfranco Petrotto se presenta precedido de una salva de aplausos que retumba por el pasillo. Pero sólo permite entrar en la habitación al prefecto, el jefe superior de policía, el director del hospital y un diputado de su séquito.

—¡Los demás que esperen fuera! —ordena levantando la voz.

El subsecretario empieza a abrir y cerrar la boca. Habla. Y habla. Y habla. No sabe que Montalbano se ha taponado las orejas con algodón hidrófilo hasta casi reventárselas. Y no puede oír las chorradas que le está soltando.

Desde hace un buen rato ya no oye el gemido de la persiana. Apenas le da tiempo a mirar el reloj, las cuatro y cuarenta y cinco minutos, cuando finalmente se duerme.

En medio del sueño, a duras penas oyó el teléfono que sonaba y volvía a sonar.

Abrió un ojo y miró el reloj. Se levantó a toda prisa; quería detener los timbrazos antes de que llegaran a lo más profundo del sueño de Livia. Alzó el auricular.


Dottori
, ¿qué he hecho? ¿Lo he despertado?

—Catarè, son las seis de la mañana, en punto.

—Pues mi reloj marca las seis y tres minutos.

—Eso quiere decir que adelanta.

—¿Está seguro,
dottori
?

—Segurísimo.

—Entonces lo retraso tres minutos,
dottori
. Gracias,
dottori
.

—Faltaría más.

Catarella colgó y Montalbano regresó al dormitorio. Sin embargo, se detuvo a medio camino, soltando maldiciones.

Pero ¿a qué coño venía aquella llamada? ¿Lo había despertado a las tantas de la madrugada sólo para ver si el reloj le iba bien? Justo en ese momento el teléfono sonó de nuevo, y fue corriendo y descolgó al primer timbrazo.


Dottori
, pido perdón, pero con la cuestión de la hora he olvidado decirle el motivo de mi llamada previa a la presente.

—Dímelo.

—Parece que han secuestrado el ciclomotor de una chica.

—¿Secuestrado o robado?

—Secuestrado,
dottori
.

Montalbano se enfureció, pero estaba obligado a ahogar los gritos que le apetecía soltar.

—¿Y me despiertas a las seis de la mañana para decirme que la Policía Fiscal o los carabineros han secuestrado un ciclomotor? ¡Y a mí qué! ¡Me importa un carajo, con tu permiso!


Dottori
, usía no necesita mi permiso para que algo le importe un carajo —respondió con sumo respeto.

—Además, aún no me he reincorporado al servicio. ¡Estoy en plena convalecencia!

—Lo sé,
Dottori
, pero los que han llevado a cabo el secuestro no han sido los de la Fiscal ni los de la Bienamada.

—La Benemérita, Catarè. Dime, ¿quién ha sido entonces?

—Ahí está el busilis,
dottori
. No se sabe, no se conoce. Y precisamente por eso me han dicho que lo
tilifoniara
a usted personalmente en persona.

—Oye, ¿está Fazio?

—No, señor, está en el lugar de los hechos.

—¿Y el
dottor
Augello?

—Él también está en el lugar de los hechos.

—Entonces, ¿quién se ha quedado en la comisaría?

—Yo estoy provisionalmente al cuidado,
dottori
. El señor y
dottor
Augello me ha dicho que hiciera las veces.

¡Virgen santísima! Un riesgo, un peligro que había que atajar cuanto antes. Catarella era capaz de desencadenar un conflicto nuclear a partir de un simple robo. ¿Cómo era posible que Fazio y Augello se hubieran molestado por el vulgar secuestro de un ciclomotor? ¿Y por qué lo habían mandado llamar?

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