La última pregunta fue un grito. Ahora Montalbano ya sabía muy bien lo que significaba, pero no podía contárselo a Francesco. Habría sido demasiado complicado y, sobre todo, increíble. Pero para él todo se había vuelto más sencillo. La balanza, que había permanecido largo tiempo en equilibrio, se había inclinado definitivamente hacia un lado. Lo que acababa de decirle Francesco confirmaba el acierto del paso que estaba a punto de dar.
Sin embargo, antes que nada tenía que informar a Livia. Apoyó la mano sobre el teléfono, pero no lo descolgó. Se preguntó si lo que iba a hacer significaba de alguna manera que al llegar al final, o casi, de su carrera, renegaba, a los ojos de sus superiores y de la ley, de los principios que durante años y años había acatado. Pero esos principios, ¿los había respetado siempre? ¿Acaso Livia no lo había acusado una vez de actuar como un dios menor que se complacía en alterar los hechos o en disponerlos de un modo distinto? Livia se equivocaba, él no era un dios, de ninguna manera. Era sólo un hombre que tenía un criterio personal sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Y viceversa. Y por eso se preguntaba si era mejor obrar de acuerdo con la justicia, la que figuraba escrita en los libros, o con la propia conciencia.
No, Livia no lo entendería, y hasta puede que lo condujera a la conclusión contraria a la que quería llegar.
Mejor escribirle. Tomó una hoja de papel y un bolígrafo y empezó.
«Livia, amor mío»
No consiguió seguir adelante. Rompió la hoja y tomó otra.
«Livia, adorada»
Volvió a bloquearse. Tomó una tercera hoja.
«Livia»
El bolígrafo se negó a ir más allá.
No, no era eso. Se lo diría todo de palabra cuando se vieran de nuevo, mirándola a los ojos.
Tras adoptar esa decisión, se sintió descansado, sereno y liberado. «Un momento —se dijo—. Estos tres adjetivos, "descansado", "sereno", "liberado", no son tuyos, estás citando.» Sí, pero ¿a quién? Trató de pensar, sujetándose la cabeza con las manos. Después, recurriendo a su memoria fotográfica, se lanzó sin dudar. Se dirigió a la librería, cogió «El consejo de Egipto» de Leonardo Sciascia y lo hojeó. Allí estaba, en la página 122 de la primera edición de 1966, la que había leído a los dieciséis años y siempre tenía a mano para releer de vez en cuando.
Era la extraordinaria página en que el abate Vella decide revelarle a monseñor Airoldi un hecho que trastornará su existencia, es decir, que el códice árabe era una impostura, un documento falso que él mismo había escrito. Pero antes de ir a ver a monseñor Airoldi, el abad Vella se da un baño y toma un café. Él también, Montalbano, se encontraba en un momento decisivo de su vida.
Sonriendo, se desnudó y se metió en la ducha. Se puso ropa limpia y, dada la ocasión, eligió una corbata seria. Después preparó un café y lo bebió con fruición. Y esa vez los tres adjetivos, descansado, sereno, liberado, le pertenecieron por entero. Sin embargo, le faltaba uno que no estaba en el libro de Sciascia: saciado.
—¿Qué le sirvo,
dottore
?
—De todo.
Se rieron.
Entrantes de mar, sopa de pescado, pulpito hervido y aliñado con aceite y limón, cuatro salmonetes (dos fritos y dos asados) y dos copitas de licor de mandarina de un nivel alcohólico explosivo, motivo de orgullo de Enzo, el propietario de la
trattoria
.
—Veo que vuelve a estar en forma,
dottore
.
—Gracias. ¿Me haces un favor? Búscame en la guía los números del doctor Mistretta y me los escribes en un papel.
Mientras Enzo lo hacía, él se bebió una tercera copita. El dueño de la
trattoria
regresó y le entregó el papelito.
—En el pueblo se comenta una cosa sobre el doctor.
—¿Qué?
—Que esta mañana ha ido al notario para tramitar la donación de su chalet. Se irá a vivir con su hermano el geólogo, ahora que se ha quedado viudo.
—¿Se sabe a quién regala el chalet?
—Pues parece que a un orfanato de Montelusa.
Desde el teléfono de la
trattoria
llamó primero al despacho y después a la casa del doctor Mistretta, pero éste no respondió. Seguramente estaría en el velatorio de su cuñada. Y no menos seguramente sólo estaría la familia, sin policías ni periodistas. Marcó el número. El teléfono sonó largo rato antes de que respondieran.
—Casa Mistretta.
—Soy Montalbano. ¿Es usted, doctor?
—Sí.
—Tengo que hablar con usted.
—Mire, mañana por la tarde podríamos...
—No.
—¿Quiere verme ahora? —La voz del hombre sonó perpleja.
—Sí.
Antes de volver a hablar, el médico dejó transcurrir un tiempo.
—Muy bien, por más que su insistencia me parezca inoportuna. ¿Sabe que mañana se celebra el funeral?
—Sí.
—¿Será muy larga la cosa?
—No sabría decirle.
—¿Dónde quiere que nos veamos?
—Estaré allí dentro de veinte minutos como máximo.
Al salir de la
trattoria
observó que el tiempo estaba cambiando. Unas nubes cargadas de lluvia se acercaban desde el mar.
Visto desde fuera, el chalet estaba completamente a oscuras, una masa negra recortada contra un cielo negro de noche y nubes. El doctor Mistretta esperaba al comisario en la verja. Montalbano entró con el coche, y aguardó a que el médico cerrara. Una débil luz se filtraba a través de las rendijas de una persiana bajada. Era la de la habitación de la difunta, donde el marido y la hija velaban. Una de las dos puertas cristaleras del salón estaba abierta, pero la luz que salía por ella al jardín era muy pálida, pues la lámpara del techo estaba apagada.
—Pase.
—Prefiero quedarme fuera. Si se pone a llover, entraremos —dijo el comisario.
Como la otra vez, se sentaron en los bancos de madera. Montalbano sacó los cigarrillos.
—¿Quiere?
—No, gracias. He decidido no volver a fumar.
Por lo visto, a raíz del secuestro, tanto el tío como la sobrina habían hecho votos.
—¿Qué es eso tan urgente que tiene que decirme?
—¿Dónde están su hermano y Susanna?
—En la habitación de mi cuñada.
Quién sabe si habrían abierto la ventana para ventilar la estancia, o si aún se respiraba aquel espantoso, insoportable y denso hedor a medicamentos y enfermedad.
—¿Saben que estoy aquí?
—A Susanna se lo he dicho. A mi hermano no.
¿Cuántas cosas le habían ocultado y seguían ocultándole al pobre geólogo?
—Bueno, ¿qué quería decirme?
—Tengo que hacerle una advertencia. No estoy aquí con carácter oficial. Pero puedo estarlo si quiero.
—No entiendo.
—Ya lo entenderá. Depende de sus respuestas.
—Entonces, empiece de una vez con las preguntas.
Ahí estaba el problema. La primera pregunta era como un primer paso por un camino sin retorno. Cerró los ojos, pues al fin y al cabo el doctor no podía verlo, y comenzó.
—Usted tiene un paciente que vive en una casucha junto a la carretera de Gallotta, un hombre que, como consecuencia del vuelco de un tractor...
—Sí.
—¿Conoce usted la clínica El Buen Pastor, que se encuentra a cuatro kilómetros de...?
—¡Qué pregunta! Pues claro que la conozco. Voy a menudo. ¿Es que pretende hacer la lista de mis pacientes?
No. Nada de listas de pacientes. «El hombre es burro por naturaleza.» Y tú, aquella noche, en el interior de tu todoterreno, con la sangre hirviéndote en las venas por lo que estás haciendo y el corazón desbocado por tener que dejar el casco y la mochila en dos lugares distintos, ¿qué caminos sigues sino los que conoces? Te parece que no eres tú quien conduce el automóvil, sino que es el automóvil el que te conduce a ti...
—Simplemente quería señalarle que el casco de Susanna fue hallado en la vereda que va a la casa de su paciente, mientras que la mochila estaba frente a la clínica El Buen Pastor. ¿Lo sabía?
—Sí.
¡Virgen santa, menudo paso en falso! Jamás lo habría imaginado.
—¿Y cómo se enteró?
—A través de los periódicos, la televisión, no me acuerdo.
—Imposible. Ni los periódicos ni la televisión hablaron jamás de semejantes hallazgos. Conseguimos que no se filtrara nada.
—¡Espere! ¡Ahora lo recuerdo! ¡Me lo dijo usted mientras estábamos sentados aquí, en este mismo banco!
—No, doctor. Yo le dije que habían encontrado esos objetos, pero no dónde. ¿Y sabe por qué? Porque usted no me lo preguntó.
Ésa era la ruptura de la fina malla que en aquel momento él había percibido como una extraña sensación de malestar y no había sabido interpretar. Una pregunta que habría sido natural hacer y que, sin embargo, no se hizo. Y que llegó incluso al extremo de impedir que la conversación siguiera adelante, como una línea saltada en una página. ¡Pero si hasta Livia había querido saber dónde estaba la novela de Simenon! Y la omisión se debía a que el médico sabía muy bien dónde se hallaban el casco y la mochila.
—¡Pero comisario! ¡Hay docenas de motivos para explicar eso! ¿Se da cuenta de cuál era mi estado de ánimo? Usted quiere construir... cualquiera sabe qué... sobre un debilísimo hilo de...
—¿De telaraña? No sabe lo acertada que es su metáfora. Sí, mi construcción se apoyaba inicialmente en un hilo todavía más débil.
—¿Lo ve? Usted es el primero en reconocerlo.
—Sí. Y se refiere a la conducta de su sobrina. Francesco, su ex novio, me dijo una cosa sobre ella... ¿Sabe que Susanna lo ha dejado?
—Sí, me lo ha dicho.
—Es un tema delicado. Lo abordo un poco a regañadientes, pero...
—Pero tiene que hacer su trabajo.
—¿Usted cree que si estuviera haciendo mi trabajo me comportaría de esta manera? La frase que yo pretendía decir terminaba así: pero quiero conocer la verdad.
El médico no contestó.
Y en ese momento una figura de mujer se perfiló en el umbral de la puerta cristalera, dio un paso hacia delante y se detuvo.
¡Santo cielo, volvía una vez más la pesadilla! ¡Era una cabeza sin cuerpo, con largo cabello rubio, suspendida en el aire! ¡La misma que había visto en el centro de la telaraña! Pero enseguida comprendió que Susanna iba de luto riguroso y el vestido se confundía con la negrura de la noche.
La muchacha avanzó un poco más y se sentó en un banco cerca de ellos. A la escasa luz sólo se podía intuir su cabello, una mancha algo menos densa de oscuridad. No saludó, y Montalbano decidió continuar como si ella no estuviera.
—Como ocurre entre novios, Susanna y Francesco mantenían relaciones íntimas.
El médico se agitó, visiblemente incómodo.
—Usted no tiene derecho a... Además ¿qué importa eso en sus investigaciones? —preguntó, irritado.
—Pues importa. Verá, Francesco me dijo que siempre era él quien se lo pedía a ella, ¿me explico? En cambio, la tarde de su secuestro fue ella quien tomó la iniciativa.
—Comisario, no logro comprender qué tiene que ver la conducta sexual de mi sobrina en todo esto. Me pregunto si usted es consciente de lo que dice o está desvariando. Repito: ¿qué importa eso?
—Mucho. Francesco me dijo que a lo mejor Susanna había tenido un presentimiento... pero yo no creo en los presentimientos; era otra cosa.
—¿Qué, según usted? —inquirió en tono sarcástico el médico.
—Un adiós.
¿Qué había dicho Livia la víspera de su partida? «Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.» Quiso hacer el amor. Y decir que sólo se trataba de una breve separación. ¿Y si hubiera sido, por el contrario, un largo y definitivo adiós? Porque Susanna sabía que la ejecución de su plan, tanto si terminaba bien como si no, supondría el final de su amor. Que aquél era el precio, infinitamente alto, que debería pagar.
—Porque hacía dos meses que había presentado la instancia para irse a África —continuó—. Dos meses desde que se le metió en la cabeza la otra idea.
—Pero ¿qué idea? Oiga, comisario ¿no le parece que está abusando de...?
—Se lo advierto —dijo fríamente Montalbano—. Usted se equivoca en las preguntas y en las respuestas. Yo he venido aquí para hablar con las cartas sobre la mesa, para exponerle mis sospechas... mejor dicho, mi esperanza.
¿Por qué utilizaba esa palabra, «esperanza»? Porque era la que había inclinado la balanza en favor de Susanna. Porque era la palabra que lo había convencido definitivamente.
Aquella palabra desconcertó al médico, que fue incapaz de decir nada. Y en medio del silencio, desde la sombra, se oyó por primera vez la voz de la chica, una voz vacilante, pero como cargada justamente de la esperanza de que se la comprendiera hasta lo más hondo del corazón.
—¿Ha dicho... esperanza?
—Sí. De que una capacidad extrema de odiar quiera transformarse en extrema capacidad de amar.
Desde el banco donde permanecía sentada la joven surgió una especie de sollozo reprimido. Montalbano encendió un cigarrillo y vio, a la llama del encendedor, que le temblaba la mano.
—¿Quiere? —le ofreció al médico.
—Le he dicho que no.
Los Mistretta se mantenían firmes en sus propósitos. Mejor así.
—Yo sé que no ha habido ningún secuestro. Aquella tarde, Susanna, usted regresó a casa por un camino distinto, el sendero escasamente transitado donde la esperaba su tío con el todoterreno. Dejó el ciclomotor, subió al coche, se acurrucó en el asiento trasero y se dirigieron al chalet de su tío. Allí, en el almacén que hay al lado de la casa, lo habían preparado todo desde hacía tiempo: las provisiones, una cama. La mujer de la limpieza no tenía ningún motivo para poner los pies allí. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría buscar a la secuestrada en casa de su tío? Allí grabaron los mensajes, y usted, doctor, falseando la voz, habló de miles de millones, pues resulta difícil a cierta edad acostumbrarse a calcular en euros. Allí sacaron la fotografía con la polaroid, en cuyo reverso escribió usted aquella frase haciendo todo lo posible para que su letra, ilegible como la de todos los médicos, resultara comprensible. Nunca he entrado en ese almacén, doctor, pero podría decirle con toda certeza que hay una extensión telefónica mandada instalar recientemente...
—¿Cómo puede deducir semejante cosa? —repuso Carlo Mistretta.
—Lo sé porque tuvieron una ocurrencia genial para apartar de ustedes las sospechas. Aprovecharon al vuelo una ocasión. Susanna, sabedora de que yo acudiría a su chalet, efectuó la llamada con el mensaje grabado en que se indicaba la suma del rescate mientras usted estaba hablando conmigo. Pero yo percibí, aunque no lo comprendí de inmediato, el sonido que emite una extensión cuando se levanta el auricular. De todos modos, es fácil confirmarlo: basta con preguntar a la compañía telefónica. Y eso podría convertirse en una prueba, doctor. ¿Quiere que siga adelante?