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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (12 page)

A mí, como chica de cortas entendederas que era entonces, también se me hacía difícil comprender la postura de la abuela. Porque —les argumentaba— la arrogancia de poco sirve cuando uno se muere de hambre, e implorar comida tampoco me parecía motivo de orgullo teniéndola a mano.

—Fueron tiempos de hambre, cariño —se opacaba la voz de mi madre—. Los críos se comían cualquier cosa, lo que fuera. A veces, los más pudientes regalaban sacos de pan duro que había estado en las carboneras para usarlo como combustible, que también escaseaba, como todo. Y ese pan duro, renegrido, lleno de agujeros y de cucarachas, se trataba con todo cuidado, como un tesoro. Se raspaba con la punta de un cuchillo, se desalquilaba a sus habitantes y se mojaba en agua para poder comerlo.

—¡Aaaggg!

Ella esbozaba una sonrisa y acariciaba mis trenzas con dulzura.

—¿Qué vas a entender tú de esas cosas, hija? ¿Por qué te lo cuento?

—Seguramente porque yo pregunto y quiero saber, mamá.

—A veces, tesoro, saber hace daño, y es más fácil estar en la ignorancia.

—¿Crees que yo hubiera sido capaz de comer un trozo de pan que hubiera tenido cucarachas?

—¿Tú? ¿Con lo tiquismiquis que eres para comer? —Y se echaba a reír—. Tú te hubieras muerto de hambre, hija. Pues no nos has salido fina ni nada.

—Es que los bichos me dan mucho asco. Hubiera preferido comer hierba.

—A veces se hacía, no creas. Más de una vez salió tu padre de Madrid, cuando era un niño, a las huertas, a robar fruta. Expuesto él y los que le acompañaban a recibir un perdigonazo o algo peor. Pero no veían el peligro, solamente la necesidad acuciante de llenar un estómago que les dolía de hambre. Iban de noche y se hartaban de racimos, con los ciempiés corriéndoles por el cuello o engullidos junto con las uvas. Luego, cargaban lo que podían y lo llevaban a casa.

—Como Robin Hood —me animaba yo.

—No, cariño. No como Robin de los Bosques, sino como simples ladronzuelos. Entonces nada era tan heroico.

—Y… ¿qué pasó al morir la bisabuela?

—Se alquiló su habitación. Los tiempos no estaban para desperdiciar un céntimo y siempre había soldados necesitados de un techo, de modo que yo tuve que dormir en la misma cama que tu abuela y Paco. Eso, o dormir en el suelo. No me mires así, Nuria, ya sé que no era muy apropiado, menos aún para una niña como yo, que siempre fui un tanto apocada y que, además, me repugnaba el hombre con el que tu abuela había decidido casarse.

—A ti también te pegaba.

—Los sopapos estaban a la orden del día para las dos, es cierto. A mí me sacudía por cualquier cosa. Y tu abuela, cuando se le enfrentaba, solía ganarse una buena paliza.

—Tenía que haberlo matado, como dice que pensó hacer más de una vez.

—No se debe matar a nadie, Nuria, no digas barbaridades.

—Era peor que una cucaracha.

—Lo era. Al menos, así lo recuerdo.

—Pues a las cucarachas se las pisa. O se las mata con DDT. Ya me dirás si no tengo razón, mamá. Un buen sartenazo a tiempo es un triunfo y él se lo merecía.

Mi madre suspiraba y daba pedales a la máquina de coser, vacía de argumentos con que convencerme, porque cuando yo me obcecaba en una cosa no era capaz de hacerme cambiar de idea ni el lucero del alba.

A mí no me dolía tanto el hambre que pudieron pasar como saber que aquel desgraciado, además de todo, las había maltratado. Y en mi calenturienta mente juvenil con ideas propias, imaginaba mil y una formas de haberle hecho pagar cada bofetada.

—Siempre acaba uno pagando lo que hace, Nuria. Siempre. Y mi padrastro Paco lo pagó con creces cuando cayó tuberculoso.

—No voy a decir que me duela, tenía que haber cogido la rabia.

—Fue mucho peor, cariño. Mucho peor. Acabó ingresado en El Goloso, el hospital que está camino de casa de tu tía, y allí acabó sus días.

—Abandonado, imagino.

—No, eso no. —Doblaba el pantalón recién cosido para añadirlo al montón que debía entregar al día siguiente en la tienda para la que trabajaba—. Tu abuela, a pesar de todo, no dejó de ir a visitarle ni un solo día.

—Pues no lo entiendo.

—Era su marido. Y ella, una mujer de los pies a la cabeza en ese aspecto. En otros no, ya lo sabes, en otros el resto de los mortales le importamos muy poco, incluida tú aunque seas su ojito derecho. Pero era su marido. Tal vez por eso, cuando Paco se vio en los brazos de la muerte, y ya por señas porque no podía hablar, indicó a tu abuela el lugar en el que tenía guardado dinero. Una fortuna en esos días.

—Al menos hizo algo decente antes de espicharla.

—Nuria… esas expresiones…

—La abuela lo dice. Espichar. Morirse. Cascarla.

—Ya sé que lo dice, hija, pero ella habla a su modo y tú no debes imitarla, eres casi una señorita. ¿Qué van a pensar tus amigos si te escuchan cosas como ésa? Y ya no digo nada de los tacos que estás aprendiendo con ella.

—Les divierte.

—Ya imagino, ya.

—Anda, no me regañes y sigue contándome.

Ponía otro pantalón en la máquina de coser y volvía a dar pedales a una velocidad increíble. A mí se me encogía el corazón viéndola trabajar porque me parecía imposible que sus dedos salieran ilesos pasando tan cerca de esa maldita aguja que subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba hasta dejarme bizca si la miraba fijamente. Pero lo hacía con una precisión de experta y, salvo la cicatriz que aún conserva en el dedo índice de la mano derecha, cuando se lo «cosió» junto a un dobladillo, nunca tuvo un percance. Me maravillaba, porque yo no era capaz de manejar aguja e hilo ni siquiera para presentar trabajos al final del curso. Creo que detesté la costura de tanto ver a mi madre encorvada sobre aquella máquina.

—El dinero no sirvió para nada —relataba ella, sin mirarme, a lo suyo—. Era dinero de la zona roja.

—El dinero siempre es dinero, ¿no?

—Entonces no. Acabada la guerra, muchos españoles escaparon por la frontera francesa, Cataluña claudicó y Madrid, la única ciudad que seguía siendo roja como la sangre y que resistía, acabó por ceder permitiendo que las tropas de Franco entraran en ella. Hubo que quemar ese dinero republicano o usarlo para empapelar una cocina o un retrete: se había dado orden de entregarlo y no hacerlo estaba penado con prisión, e incluso con la muerte. La abuela lo quemó todo, al menos sirvió para encender el brasero y calentarnos.

—¡Así que Paco se murió pobre como una rata! —dije yo, exultante de que aquel desgraciado hubiera tenido su merecido.

—A él ya no le serviría, pero nosotras nos quedamos igual de pobres, Nuria.

—Eso es verdad. ¡Menuda mierda lo del dinero rojo! Hasta en eso os falló semejante individuo.

—Hasta en eso, sí. Hasta en eso, Nuria. Pero tu abuela acompañó la caja con sus restos hasta el cementerio y yo fui con ella.

—¡Por favor, mamá! —Me desesperaba oírlo—. ¡Sólo falta que me cuentes que llorasteis en su entierro!

—Yo no. No me avergüenza decir que me sentí liberada, y feliz. Tu abuela tampoco soltó ni una lágrima. Como no la soltó cuando murió su madre, tu bisabuela. Como no la ha soltado por nadie que se haya ido al otro mundo, ya sabes cómo es ella, un témpano de hielo. Pero acompañamos el ataúd, que no era más que cuatro tablas de pino porque los pobres no tenían derecho a más, y gracias que los enterraban. Cuando lo bajaron a la fosa común, tomó un puñado de tierra, lo dejó caer lentamente al hoyo en el que su marido descansaría eternamente y dijo en voz alta y clara: «Que Dios te dé tanta gloria como descanso me dejas.»

¿Qué podía decir yo en ese momento? Pues lo que dije:

—¡Bien por la vieja!

14

La guerra.

A ella volvía Emilia una y otra vez y yo escuchaba.

En nuestro entorno actual la palabra «guerra» tiende a trivializarse. Se nos presenta como algo lejano que ocupa un hueco en los telediarios o en los titulares de prensa, dramático, horrible, pero que no nos toca porque vivimos en un país civilizado de Occidente, no en el Tercero, una maldición que miramos por encima, sin profundizar, para interesarnos más por el miserable de turno que ha matado a su mujer de un par de cuchilladas, tirándose luego por el balcón —en el mejor de los casos, con mucho acierto, dejándose los sesos pegados en la acera—; o para acordarnos de toda la familia del árbitro que pitó el día anterior una falta a nuestro equipo de fútbol costándole el gol que nos apeaba de la competición; o, haciendo acopio de paciencia, renegar de los políticos que eluden rebajarse el sueldo porque una cosa es la crisis para el pueblo y otra su estatus, oiga usted, que parece que no nos enteramos y somos tercos, como sólo lo pueden ser los votantes, y seguimos arrimando el hombro sin rechistar.

Las guerras están ahí, siempre hay alguna en algún lugar. Pero, en verdad, ¿qué nos importa que miles de africanos, o árabes, o sudamericanos se estén matando, si lo que nos interesa de verdad es el precio del crudo?

Pero para los que sufrieron en su carne la nuestra, la Civil, no es sólo un borrón de tinta o una noticia que ocasionalmente vuelve al telediario de la noche. Para los que la padecieron, es un Satán que reabre una vieja herida que nunca cicatriza del todo, que les arrastra al tobogán de unos recuerdos sombríos incrustados en la retina y en la piel.

Cuando la abuela se decidía a hablar de las penurias de esa maldita época, era como si cayera una losa sobre la casa. Hasta mi madre se retraía, se dejaba envolver por el trabajo como si fuera una crisálida, tanto que, a veces, hasta pasaba por alto el vocabulario de grueso calibre de mi abuela, e incluso alguna de las lindezas que a mí se me escapaban.

Era como si nos rodeara una densa nube de humo con el olor de la pólvora, el ruido de los morteros y la aviación, y la pestilencia de los cubos de basura en los que mi madre se vio obligada a hurgar.

—Sonaban las sirenas —me susurraba recolocándose las mil horquillas con que sujetaba su abundante cabello—. Nunca he oído nada más horroroso que esas putas sirenas, niña, puedo jurarlo. —Se nublaban sus ojos de anciana. Me lo describía como un aguijón a cuyo picotazo se producía una estampida humana hacia los refugios, seguida de un silencio, presagio de muerte y destrucción—. Luego llegaban las bombas, un aluvión explosivo que se te clavaba en los tímpanos y no te abandonaba. Tan terrible, que te hundía en el pozo de tu indefensión y aun así te acostumbrabas a vivir con él, familiarizándote con sus sonidos hasta el punto de identificarlos. Allí abajo, en los túneles, era corriente encontrarse con quien se atrevía a afirmar si la explosión de turno se debía a un obús, una bomba de mortero o una incendiaria, a las que llamaban «Baby» o incluso si provenía de los Tupolev republicanos. ¡Anda que no hacían destrozos, Nuria! —se lamentaba dando vueltas al huevo de madera con el que se servía para zurcir calcetines—. ¿Sabes que con un tipo de bomba llamada «Amiga», rindieron los republicanos, en el 37, el aeródromo de Zaragoza?

—Pues no, abuela. ¿Cómo es que te acuerdas de esos artefactos? —me asombraba.

—¿Cómo no acordarme, criatura, si todas las conversaciones eran sobre ese asunto? Fue el 27 de agosto del 36 cuando en Madrid sonó la primera alarma antiaérea. Desde entonces, no se hablaba de otra cosa. O de las bombas, o del hambre que pasábamos. Y claro, la gente prefería lo primero para olvidarse un poco de los retortijones que nos daban las tripas. Podían haberlas llamado Pepa, o Jacinta —fruncía el ceño sin despegar los ojos del agujero que zurcía ensimismada—. Hija, yo no sé qué hace tu puñetero padre con los calcetines, que todos los destroza —renegaba, dale que dale a la aguja con maestría, acercando la nariz a la costura—. Pero no, las llamaban «Amigas». ¡Es que hay que joderse! ¿Amigas de quién? Dímelo tú, ¿amigas de quién pueden ser las bombas? ¡Bah! ¡Qué sabrás tú de eso!

Yo, claro, no tenía respuesta. Nadie la tiene para una pregunta así.

—En esa refriega que te digo, destruyeron diecisiete aviones de los nacionales. Al menos, aquéllos no pudieron hacer más daño. Lo peor eran las otras bombas, las que se lanzaban desde avionetas sobre los civiles durante los primeros meses de la contienda. Las tiraban a mano, e iban provistas de un detonador. Pero también se lanzaban sacos de piedras, botellas llenas de gasolina, ladrillos… Hasta un orinal vi yo una vez, fíjate.

—Parece que me estás contando los ataques de la Edad Media.

—¿De la Edad qué…?

—Nada, nada, déjalo y sigue. —Si no había forma de hacerla entender dónde estaba Rusia, cualquiera se ponía a explicarle, por ejemplo, las batallas de los caballeros de las Cruzadas. No me veía con fuerzas para semejante heroicidad.

—Cualquier utensilio era válido para atacar al enemigo, hasta orinales y escupideras.

—Y, entonces, ¿qué hacíais los civiles?

—¡Qué iban a ser invisibles, niña! —Acabado el zurcido sacaba el huevo de madera y lo metía en otro calcetín—. Los veíamos y muy bien, sobre todo cuando le caían a alguno en la cabeza, que ya era puntería, ya, los muy cabrones.

—Te pregunto que dónde os metíais.

—¡Ah! —Me miraba un instante—. Salíamos echando leches a los refugios. ¡Sálvese quien pueda!

Pero yo sabía que no fue así del todo. Mi madre me amplió la historia. No sin reservas, porque no le gustaba hablar de ese tenebroso pasado de la guerra española.

—Tu abuela escuchaba las sirenas que avisaban del bombardeo inminente. Entonces sí oía, aunque si hubiera perdido ya el oído también las hubiera escuchado porque era imposible no hacerlo. Madrid estaba asediada, el abastecimiento de la ciudad se había estrangulado, todos desayunábamos, comíamos y cenábamos con el miedo como plato único. Pero ella, aunque devoraba como el resto el amargo menú, me ponía a buen recaudo en el refugio, al cuidado de un vecino, y se quedaba dentro de la casa, protegiendo con su cuerpo el de su madre, imposibilitada e inválida, a punto ya de morir, rezando para que las cuatro ruinosas paredes continuaran en pie después del ataque.

Deslenguada, sarcástica, en ocasiones odiosa, mi abuela había sido, sin embargo, una mujer de entereza ante el peligro. Con el tiempo se había vuelto hosca y resentida, desplegando en su entorno familiar la hiel acumulada en su pecho en forma de insultos gratuitos e ironía hiriente pero, aun así, yo no dejaba de admirar lo que hizo. Hasta mi madre, a quien trató siempre como una sierva privándola del atributo del amor, reconocía su temple.

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