La paloma (6 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Relato

En la sección de comestibles del Bon Marché, en la esquina con la rue du Bac, había una costurera. La había visto un par de días antes. Se sentaba delante, cerca de la entrada, donde se colocaban los carritos de la compra. De su máquina de coser colgaba un letrero en el que —según recordaba—, podía leerse: «Jeannine Topell. Reformas y composturas pulcras y rápidas». Esta mujer le ayudaría. Tenía que ayudarle… si no se había ido a almorzar a su vez. Pero no se habría ido, no, no, sería demasiada mala suerte. No podía tener tan mala suerte en un solo día. Esta vez, no. No ahora que su apuro era tan grande. Cuando se estaba en un gran apuro, se tenía suerte, se encontraba ayuda. Madame Topell estaría en su puesto y le ayudaría.

¡Madame Topell estaba en su puesto! La vio ya desde la entrada de la sección de comestibles, sentada ante su máquina, cosiendo. Sí, podía confiar en Madame Topell, trabajaba incluso a la hora del almuerzo, pulcra y rápidamente. Corrió hacia ella, se situó cerca de la máquina, apartó la mano del muslo y echó una ligera mirada a su reloj de pulsera: eran las dos y cinco minutos. Carraspeó.

—¡Madame! —empezó.

Madame Topell terminó la costura de una falda plisada roja que estaba montando, desconectó la máquina y levantó la aguja para liberar la tela y cortar el hilo. Entonces alzó la cabeza y miró a Jonathan. Llevaba unas gafas muy grandes con gruesa montura de nácar y cristales muy convexos que agigantaban sus ojos y convertían las cuencas en lagos profundos y sombreados. Sus cabellos eran castaños y lisos y le caían sobre los hombros, y sus labios estaban pintados con un carmín de color violeta plateado. Podía tener entre cuarenta y ocho y cincuenta años y su porte era el de aquellas damas que saben leer el destino en una bola de cristal o en las cartas, el porte de aquellas damas venidas a menos para quienes la designación de «dama» ya no es apropiada del todo y en quienes, a pesar de ello, se confía enseguida. También sus dedos —empujó un poco las gafas hacia arriba de la nariz con los dedos, a fin de ver mejor a Jonathan—, también sus dedos, cortos, rechonchos como salchichas y cuidados, pese al continuo trabajo manual, de uñas pintadas con barniz violeta plateado, eran de una media elegancia que inspiraba confianza.

—¿Qué desea? —preguntó Madame Topell con voz un poco ronca.

Jonathan se volvió de lado hacia ella, señaló el agujero de su pantalón y preguntó:

—¿Podría arreglarme esto? —Y como la pregunta le pareció demasiado brusca y susceptible de revelar su excitación producida por la adrenalina, añadió, conciliador, en el tono más casual posible—: Es un agujero, un pequeño desgarrón… un contratiempo estúpido, Madame. ¿Tiene algún arreglo?

Madame Topell dejó resbalar por Jonathan la mirada de sus ojos gigantescos, encontró el agujero en el muslo y se inclinó para examinado. Al hacerlo, la melena lisa de sus cabellos castaños se separó en el cogote, descubriendo una nuca corta, blanca y gordezuela, y al mismo tiempo emanó de ella un aroma de polvos tan pesado y sofocante, que Jonathan echó involuntariamente la cabeza hacia atrás y tuvo que desviar la mirada de las cercanías de la nuca para dirigirla hacia la lejanía del supermercado y durante un momento vio ante sí la totalidad del local, con todas las estanterías y vitrinas frigoríficas y mostradores de quesos y salchichas y mesas de productos de oferta y pirámides de botellas y montañas de hortalizas y, circulando por en medio, clientes que empujaban carritos de la compra a la vez que arrastraban a niños pequeños, dependientes, empleados de almacén y cajeras… una multitud inquieta y bulliciosa en cuyo borde, expuesto a todas las miradas, estaba él, Jonathan, con sus pantalones rotos… Y le perforó el cerebro la idea de que entre la multitud podía encontrarse Monsieur Vilman, Madame Roques o incluso Monsieur Roedels y observar que una dama de cabellos castaños, algo venida a menos, examinaba públicamente un lugar muy comprometido del cuerpo de Jonathan. Y por Dios que se sintió bastante apurado cuando notó sobre la piel del muslo uno de los dedos salchichas de Madame Topell, que subía y bajaba la banderita de tela…

Enseguida, sin embargo, volvió a emerger Madame de la región del muslo. Se apoyó en la silla y el flujo directo de su perfume se interrumpió, por lo que Jonathan pudo bajar la cabeza y apartar la mirada del caótico panorama del local para dirigirla a la zona de confianza de las grandes y convexas lentes de Madame Topell.

—¿Y bien? —preguntó, repitiendo al instante—: ¿Y bien? —con una especie de medrosa impaciencia, como si fuera un paciente y temiera un diagnóstico desesperanzador de su médico.

—Ningún problema —dijo Madame Topell—. Sólo hay que poner algo debajo y se verá una pequeña costura. Es la única solución.

—Pero esto no es nada —respondió Jonathan—, una pequeña costura no importa nada, ¿quién mira hacia este lugar tan escondido? —y echó una ojeada a su reloj: eran las dos y catorce minutos—. ¿De modo que puede arreglarlo? ¿Puede ayudarme, Madame?

—Sí, por supuesto —contestó Madame Topell, empujando hacia arriba sus gafas, que durante el examen habían resbalado un poco nariz abajo.

—Oh, se lo agradezco, Madame —dijo Jonathan—, se lo agradezco mucho. Me salva usted de un gran apuro. Ahora sólo me queda un ruego: ¿podría… sería usted tan amable… de hecho, tengo prisa, sólo dispongo de… —y volvió a mirar el reloj— … de unos diez minutos… podría arreglarlo enseguida? Quiero decir, ¿ahora mismo? ¿En este momento?

Hay preguntas que se contestan negativamente a sí mismas por el mero hecho de formularlas. Y hay ruegos cuya completa inutilidad se manifiesta cuando uno los expresa y mira a los ojos a otra persona. Jonathan miró a los ojos gigantescos y sombreados de Madame Topell y supo al instante que todo era inútil, vano y sin remedio. Ya lo sabía antes, mientras pronunciaba su entrecortada pregunta, lo sabía e incluso lo había sentido físicamente por el descenso de adrenalina en su sangre cuando miró el reloj: ¡diez minutos! Le pareció que se hundía, como si estuviera sobre un témpano de hielo delgado, a punto de disolverse en el agua. ¡Diez minutos! ¿Cómo podía alguien tapar aquel espantoso agujero en diez minutos? Era imposible. No podía ser. Al fin y al cabo, no se podía remendar sobre el muslo. Había que poner algo debajo y esto significaba quitarse los pantalones. ¿Y de dónde sacar mientras tanto otros pantalones en pleno supermercado del Bon Marché? ¿Quitarse los propios y quedarse allí en calzoncillos…? Imposible, totalmente imposible.

—¿Ahora mismo? —preguntó Madame Topell, y Jonathan, aunque sabía que todo era inútil y se había apoderado de él un profundo derrotismo, asintió.

Madame Topell sonrió.

—Mire, Monsieur: todo lo que ve usted aquí —y señaló un perchero de dos metros de longitud, cargado de vestidos, chaquetas, pantalones, blusas— debo hacerlo enseguida. Trabajo diez horas diarias.

—Sí, claro —dijo Jonathan—, lo comprendo perfectamente, Madame, ha sido una pregunta tonta. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en zurcirme el agujero?

Madame Topell se volvió de nuevo hacia la máquina, colocó en su sitio la falda encarnada y bajó la aguja.

—Si me trae los pantalones el lunes próximo, estarán listos dentro de tres semanas.

—¿Tres semanas? —repitió Jonathan, como aturdido.

—Sí —respondió Madame Topell—, tres semanas. Antes, es imposible.

Y entonces puso la máquina en marcha, la aguja empezó a correr con un zumbido y en el mismo momento Jonathan tuvo la impresión de no estar ya presente. Veía a Madame Topell, eso sí, sentada ante la máquina de coser a unos palmos apenas de distancia, veía la cabeza de cabellos castaños y las gafas de nácar, veía los movimientos rápidos del dedo regordete y la rumorosa aguja, que cosía el dobladillo de la falda roja… y veía también en último término el difuso bullicio del supermercado… pero de repente dejó de verse a sí mismo, es decir, de verse como parte del mundo que le rodeaba para imaginar, durante unos segundos, que estaba muy lejos, aislado de todo, contemplando el mundo como a través de unos gemelos invertidos. Y nuevamente, como por la mañana, sintió mareo y se tambaleó. Dio un paso hacia el lado, se volvió y fue hacia la salida. Gracias al ejercicio de andar encontró otra vez el mundo y el efecto de los gemelos desapareció de su vista. No obstante, en su interior seguía tambaleándose. En la sección de papelería compró un rollo de cinta autoadhesiva. La pegó al desgarro del pantalón para que la banderita triangular no ondeara con cada paso y se volvió al trabajo.

Pasó la tarde en un estado de ira y desesperación. Permaneció frente al Banco, en el escalón superior, delante mismo de la columna pero sin apoyarse, porque no quería ceder a su debilidad. Tampoco habría podido, pues para apoyarse sin que se notara habría tenido que juntar las manos en la espalda y esto no era posible, ya que debía dejar colgar la izquierda para ocultar el remiendo del muslo, así que se veía obligado, si quería adoptar una posición segura, a separar las piernas en aquella detestada actitud de los tipos jóvenes y necios, y se dio cuenta de que en esta postura arqueaba la columna vertebral y hundía entre los hombros el cuello, que siempre había mantenido erguido, y junto con él, la cabeza y la gorra, y que asomaba además automáticamente bajo la visera aquella mirada maliciosa, siempre al acecho, y aquella mueca hostil que despreciaba tanto en los otros vigilantes. Se sintió deforme, como la caricatura de un vigilante, como una parodia de sí mismo. Se despreció. Se odió durante aquellas horas. Habría querido, por así decirlo, desprenderse de su piel, tal era el odio y la cólera que se inspiraba a sí mismo; sí, habría, querido desprenderse literalmente de su piel, porque ahora le picaba por todo el cuerpo y ya no podía rascarse moviéndose dentro de la ropa porque la piel le sudaba por todos los poros y la ropa se le adhería como una segunda epidermis. Y allí donde no se adhería, donde aún quedaba un poco de aire entre piel y ropa: en las piernas, en las axilas, en el pliegue de encima del esternón… precisamente en este pliegue, donde la picazón era realmente insoportable, porque el sudor se acumulaba en él a grandes gotas, precisamente allí no quería rascarse, no quería procurarse este pequeño alivio, ya que ello no cambiaría su gran malestar general y pondría más claramente de manifiesto su índole grotesca. Ahora quería sufrir. Cuanto más sufriera mejor. El sufrimiento incluso le gustaba, porque justificaba y atizaba su odio y su cólera y el odio y la cólera atizaban a su vez el sufrimiento al calentar más su sangre y enviar nuevas oleadas de sudor a los poros de la piel. Le chorreaba la cara, le goteaba la barbilla y el pelo de la nuca y la badana de la gorra se le clavaba en la frente hinchada. Sin embargo, por nada del mundo se habría quitado la gorra, ni siquiera un momento. Tenía que estar bien atornillada sobre su cabeza, como la tapadera de una olla a presión, y apretar sus sienes como un aro de hierro aunque la cabeza le explotara. No quería hacer nada para aliviar su sufrimiento. Así permaneció durante horas, inmóvil. Sólo notó que la columna vertebral se le arqueaba cada vez más, que los hombros, cuello y cabeza se hundían progresivamente y que su cuerpo adoptaba una postura cada vez más encogida y más semejante a la de un perro.

Y por fin —no podía ni quería hacer nada para evitarlo—, su acumulado odio hacia sí mismo se desbordó y emergió a la superficie, emergió por los ojos cada vez más sombríos y malévolos bajo la visera de la gorra y se derramó como el odio más corriente hacia el mundo exterior. Todo cuanto acertaba a pasar por su campo de visión era cubierto por Jonathan con la horrible pátina de su odio; incluso puede decirse que a través de sus ojos ya no entraba ninguna imagen del mundo sino que, por el contrario, como si la trayectoria de los rayos se hubiera invertido, los ojos eran puertas que sólo se abrían hacia fuera para escupir al mundo caricaturas interiores: los camareros del otro lado de la calle, por ejemplo, los jóvenes, necios e inútiles camareros que en la acera de enfrente holgazaneaban entre las mesas y sillas, maleducados, diciendo bobadas, sonriendo con ironía, molestando a los transeúntes y silbando a las muchachas, sin hacer otra cosa, los gallitos, que gritar de vez en cuando por la puerta abierta órdenes a la barra: «¡Un café! ¡Una cerveza! ¡Una limonada!», para entrar después parsimoniosamente, salir con fingida prisa y servir las bebidas con aires de malabaristas y movimientos afectados y seudoartísticos: la taza depositada en la mesa tras describir una espiral, la botella de Coca-Cola sujeta entre los muslos para abrirla con florido ademán, la nota de la caja entre los labios primero y escupida luego a la mano para empujarla debajo de un cenicero, mientras la otra mano cobra la consumición de la mesa vecina, recogiendo montones de dinero, precios astronómicos: cinco francos por un exprés, once por una cerveza pequeña y encima un quince por ciento de recargo por el simiesco servicio, más la propina; ¡sí, aún esperaban esto los señoritos holgazanes, los chulos, una propina! Sin ella, sus labios no pronunciaban ni un «gracias» y menos todavía un «hasta la vista»; sin propina la clientela no existía en adelante para ellos y al marcharse sólo veía arrogantes espaldas y arrogantes culos de camareros, sobre los cuales abultaban las repletas carteras negras bajo la trincha del pantalón, ya que los malditos presumidos consideraban
chic
y gracioso exhibir con descaro sus carteras como esteatopigias… ¡Ah, sería capaz de apuñalar con la mirada a esos majaderos indolentes con sus camisas aireadas, frescas, de manga corta! Le habría gustado correr a la otra acera, sacarlos por las orejas de debajo de sus toldos sombreados y abofetearlos en plena calle, izquierda derecha, izquierda derecha, zas zas, una bofetada y un puntapié en el trasero…

¡Pero no sólo a ellos! No, no sólo esos mocosos de camareros, sino también la clientela merecía un puntapié en el trasero, esa manada de turistas imbéciles que revoloteaban vestidos con blusas veraniegas, sombreros de paja y gafas de sol y se hartaban de refrescos a precios exorbitantes mientras otros trabajaban de pie con el sudor de su frente. Y también los automovilistas. ¡Sí! Esos estúpidos monos en sus apestosas cajas de hojalata, que contaminaban el aire, armaban una algarabía de mil demonios y no tenían nada mejor que hacer en todo el día que circular a toda velocidad arriba y abajo por la rue de Sèvres. ¿Es que no apesta lo suficiente? ¿Es que no hay bastante ruido en esta calle, en toda la ciudad? ¿Es que no basta el calor que cae abrasador desde el cielo? ¿Tenéis que absorber y quemar con vuestros motores los últimos restos de aire respirable y soplar en las narices de los ciudadanos decentes una mezcla de veneno, hollín y vapor caliente? ¡Asquerosos! ¡Criminales! Eliminaros, eso habría que hacer. ¡Sí! Eliminaros a latigazos. A tiros. A todos y cada uno de vosotros. ¡Oh! Ardía en deseos de sacar la pistola y disparar en cualquier dirección, dentro del café, a través de los cristales, sólo para que retemblaran y se hicieran añicos, a la masa de coches o simplemente a las enormes casas del otro lado, esas casas altas, feas y amenazadoras, o al aire, hacia arriba, al cielo, sí, al cálido cielo, al cielo pesado, sofocante, gris plomizo como las palomas, para que estallara, para que la cápsula pesada como el plomo explotara al dispararse, se precipitara hacia abajo y lo destruyera y enterrase todo bajo el polvo, todo, el mundo entero, el horrible, molesto, ruidoso y maloliente mundo. ¡Tan universal, tan titánico era el odio de Jonathan Noel aquella tarde, que habría querido reducir el mundo a escombros por un desgarro en su pantalón!

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