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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

La piel de zapa (21 page)

»Hubo un momento, en el que me representé a Fedora despertando en mis brazos. Podía colocarme cautelosamente a su lado, deslizarme entre las ropas y estrecharla. La idea me dominó con tal tenacidad, que, para resistir a ella, salí corriendo hacia el salón, sin adoptar precauciones para evitar el ruido. Afortunadamente, di con una puerta excusada, recayente a una escalerilla de servicio. Como lo presumí, la llave estaba en la cerradura; abrí la puerta con violencia, descendí resueltamente al zaguán y, sin reparar en ser visto, me puse en el arroyo en tres saltos.

»Dos días después, había de leer su autor una comedia, en casa de la condesa, y fui a ella, con la intención de quedarme el último, para deducir una pretensión algo singular. Quería rogarle que me otorgara la noche siguiente, consagrándomela en absoluto y cerrando su puerta a los demás. Cuando estuve a solas con ella, flaqueó mi ánimo. Cada oscilación del péndulo me infundía espanto: eran las doce menos cuarto.

»—Si me falta valor para exponerle mi deseo —me dije—, me rompo el cráneo con el ángulo de la chimenea.

»Y me concedí tres minutos de plazo, que transcurrieron con exceso sin que mi cabeza se estrellara contra el mármol. Mi corazón me pesaba como una esponja empapada.

»—Está usted sumamente amable —me dijo ella.

»—¡Ah, señora —contesté—, si pudiera usted comprenderme!

»—¿Qué le pasa? Se pone usted pálido.

»—Señora, vacilo en solicitar una gracia de usted.

»Ella me alentó, con un ademán, y me atreví a pedir la cita.

»—Con mucho gusto —me contestó—; pero, ¿por qué no me habla usted ahora?

»—Para no engañarla; debo mostrar a usted la extensión de su compromiso, y deseo que pasemos la velada juntos, como si fuéramos hermanos. No tema usted; conozco sus antipatías; ha podido apreciarme lo bastante para estar segura de que no he de exigir nada que pueda disgustarla. Además, los atrevidos no proceden así. Me ha testimoniado usted su amistad, es usted buena, en extremo indulgente. Pues bien; sepa que mañana pienso despedirme de usted. ¡No se retracte! —exclamé, al ver que se disponía a replicar.

»Y desaparecí. A eso de las ocho de una noche de mayo último, me hallé a solas con Fedora, en su tocador gótico. Ya no temblaba: estaba seguro de mi dicha. O mi amada me pertenecería, o me refugiaría en los brazos de la muerte. Había condenado a mi cobarde amor. El hombre se fortalece cuando se confiesa su debilidad. La condesa, vestida con una bata de cachemir azul, estaba reclinada en un diván, con los pies sobre un almohadón. Un gorrillo oriental, adorno que los pintores atribuyen a los primitivos hebreos, añadía cierto incitante y extraño atractivo a sus seducciones. Su rostro aparecía impregnado de un encanto fugitivo que parecía demostrar que a cada momento nos transformamos en seres nuevos, únicos, sin ninguna similitud con el «nosotros» del porvenir ni con el «nosotros» del pasado. Declaro que jamás la vi tan deslumbradora.

»—¿Sabe usted —me dijo riendo—, que ha picado mi curiosidad?

»—No la defraudaré —contesté con frialdad, sentándome junto a ella y tomando una de sus manos, que me abandonó—. Tiene usted una voz preciosa.

»—¡Si no me ha oído usted nunca! —exclamó ella, sin poder reprimir un movimiento de sorpresa.

»—Ya le demostraré lo contrario, cuando llegue la ocasión. Así, pues, ¿constituye un misterio más su delicioso canto? ¡Tranquilícese, no me propongo penetrarlo!

»Cerca de una hora permanecimos conversando familiarmente. Y si bien adopté el tono, el ademán y el gesto de un hombre a quien Fedora no debía rehusar nada, guardé también todo el respeto de un amante. Procediendo así, obtuve la merced de besar su mano. Se quitó el guante con un mohín coquetón, y yo estaba en aquel momento tan voluptuosamente abismado en la ilusión que pretendía imponerme, que mi alma se fundió y se dilató en aquel beso. Fedora se dejó halagar, acariciar con increíble abandono. Pero no me acuses de cortedad; si hubiera intentado excederme en mi expansión fraternal, habría sentido el zarpazo de la gata.

»Permanecimos unos diez minutos sumidos en profundo silencio. La admiraba, atribuyéndola mentidos encantos. En aquel momento era mía, exclusivamente mía. Me hallaba en posesión de aquella hechicera criatura, como era permitido poseerla intuitivamente; la envolvía en mi deseo, la tenía, la oprimía, me desposaba mentalmente con ella. Vencí entonces a la condesa, por el poder de una fascinación magnética. ¡Cuántas veces he lamentado no haberla sometido enteramente a mí! Pero en aquel momento no ambicionaba su cuerpo; anhelaba un alma, una vida, esa dicha ideal y completa, hermoso ensueño que se prolonga, poco.

»—Señora —dije al fin, sintiendo llegada la última hora de embriaguez—, présteme atención unos instantes. Amo a usted lo sabe, por habérselo repetido mil veces, y hubiera debido darme oídos. No queriendo deber su amor a ridículas fatuidades, ni a necias lisonjas o importunidades, no he sido comprendido. ¡Cuántos sinsabores he padecido por usted, de los que, sin embargo es inocente! Pero no tardará en juzgarme. Existen dos miserias, señora: la que anda por las calles descaradamente, en harapos, que imita, sin saberlo, a Diógenes, se alimenta mal y reduce la vida a lo indispensable; miseria quizá más feliz que la opulencia, indiferente cuando menos, que toma el mundo allí donde los poderosos no lo quieren ya; y la miseria del lujo, miseria altiva, que oculta la mendicidad bajo un título: arrogante, empenachada, esa miseria de frac y guante blanco va en carruaje y pierde fortunas, sin poseer un céntimo. La una es la miseria del pueblo; la otra, la de los vividores, reyes y gentes de talento; yo no soy pueblo, rey, ni vividor; quizá no tengo talento; soy una excepción. Mi apellido me ordena morir antes que mendigar. ¡Tranquilícese usted, señora, por ahora soy rico, poseo cuanto de material necesito! —agregué, al ver que su fisonomía tomaba la fría expresión que se pinta en nuestras facciones, cuando nos vemos sorprendidos por pedigüeños de buena sociedad—. ¿Se acuerda usted de aquella noche en que prescindió de mi compañía, yendo sola al Gimnasio creyendo que no me encontraría allí?

»La condesa hizo un signo afirmativo con la cabeza.

»—Pues gasté mi último dinero para ir a verla. ¿Recuerda usted el paseo que dimos por el Jardín Botánico? Pues el carruaje me costó el resto de mi fortuna.

»Le relaté mis sacrificios, le describí mi vida, no como lo hago ahora, entre los vapores del vino, sino en la noble embriaguez del corazón. Mi pasión se desbordó en palabras ardientes, en rasgos sentimentales olvidados después, que ni el arte ni la memoria serían capaces de reproducir. No fue la narración sin calor de un afecto detestado, sino que mi amor, en la plenitud y en la ilusión de su esperanza, me inspiró esas frases que proyectan toda una vida, repitiendo los lamentos de un alma desgarrada. Mi acento fue el de las postreras preces elevadas por un moribundo en el campo de batalla. Fedora lloró. Yo guardé silencio. ¡Gran Dios! Sus lágrimas eran el fruto de esa emoción pasajera que se experimenta a cambio del precio de una localidad adquirida en la taquilla de un teatro; yo había alcanzado el éxito de un buen actor.

»—Si lo hubiera sabido… —me dijo.

»—¡No termine usted! —interrumpí—. Aun amo a usted lo bastante para matarla.

»Ella hizo ademán de tirar del cordón de la campanilla. Yo me eché a reír.

»—No llame usted —proseguí diciendo—. La dejaré acabar apaciblemente su vida. Matarla, sería entender el odio equivocadamente. No tema ninguna violencia. He pasado una noche entera a los pies de su cama, sin…

»—¡Caballero!… —exclamó, ruborizándose.

»Pero después de este primer arranque concedido al pudor, propio de toda mujer, aun la más insensible, me lanzó una mirada despectiva y añadió:

»—¡Se quedaría usted helado!

»—¿Supone usted acaso que tengo en tanta estima su belleza? —repliqué, adivinando los pensamientos que la agitaban—. Su rostro es para mí la promesa de un alma que exceda en hermosura a sus encantos físicos. ¡Ah! ¡señora! ¡Los hombres que no ven más que la compañera en una mujer, pueden comprar todas las noches odaliscas dignas del serrallo y ser felices a poca costa! Pero yo ambicionaba más, quería vivir uniendo mi corazón al que a usted le falta. Ahora ya lo sé. Si hubiera usted de pertenecer a un hombre, le asesinaría… ¡Pero no! ¡le amaría usted, y quizá su muerte le causaría un pensar!… ¡Cuánto sufro!

»—Si esta promesa puede consolarle —me dijo ella, riendo—, aseguro a usted que no perteneceré a nadie.

»—¡Pues bien! —contesté interrumpiéndola—. ¡Eso es un insulto al mismo Dios, que no puede quedar sin castigo! Día llegará en que tendida en un diván, sin poder soportar el ruido ni la luz, condenada a vivir en una especie de tumba, sufrirá usted martirios inauditos. Cuando indague usted la causa de aquellos lentos y vengadores dolores, recuerde las desventuras que tan profundamente ha esparcido en su camino. Ha sembrado usted imprecaciones y cosechará odios. Somos nuestros propios jueces, los ejecutores de una justicia que reina en la tierra, imponiéndose a la de los hombres y sometiéndose a la de Dios.

»—¡Caramba! —replicó ella riendo—, ¿tan grave es mi delito de no amarle? ¿Qué culpa tengo yo? No, no le amo. Es usted hombre, y basta. Encontrándome muy a gusto sola, ¿a qué cambiar mi vida, egoísta si usted quiere, por las genialidades de un amo? El matrimonio es un sacramento, en virtud del cual no nos comunicamos más que disgustos. Además, los hijos me encocoran. ¿No le previne lealmente mi carácter? ¿Por qué no se ha conformado con mi amistad? Quisiera poder mitigar las penas que le he causado. En la imposibilidad de calcularla cuantía de sus gastos, aprecio la extensión de sus sacrificios; pero sólo el amor podría pagar su abnegación, sus delicadezas, y yo le amo tan poco, que esta escena me afecta desagradablemente.

»—También me hago yo cargo de mi ridiculez; ¡perdóneme usted! —le dije con dulzura, sin poder contener mis lágrimas—. Amo a usted lo bastante para oír con delicia las palabras que ha pronunciado. ¡Oh! ¡Quisiera poder sellar mi amor con toda mi sangre!

»—Todos los hombres nos dicen, peor o mejor, esas frases clásicas —contestó ella riendo—. Pero debe ser muy difícil morir a nuestros pies, porque luego veo a esos muertos en todas partes. Son las doce; permítame usted que me acueste.

»—Y dentro de un par de horas, exclamará usted: «¡Dios mío!» —repliqué yo.

»—¡Ah! ¡sí! Anteayer, en efecto, prorrumpí en esa exclamación, pensando en mi agente de cambio, a quien me olvidé encargar que convirtiera mis «cincos» en «treses» y en que aquel día bajaron los «treses».

»Yo la contemplé, con las pupilas centelleantes de ira. ¡Ah! ¡comprendo que, en ciertas ocasiones, un crimen debe ser todo un poema! Familiarizada sin duda con las más apasionadas declaraciones, hada caso omiso de mis lágrimas y de mis palabras.

»—¿Se casaría usted con un par de Francia? —le pregunté con frialdad.

»—Es posible, siendo duque.

»Tomé mi sombrero, me levanté y la saludé con una inclinación.

»—Permítame usted que le acompañe hasta la puerta de mi aposento —me dijo, poniendo una punzante ironía en su expresión, en la actitud de su cabeza y en su acento.

»—¡Señora!…

»—¡Caballero!…

»—Ya no volveré a verla.

»—Así lo espero —contestó ella, inclinando la cabeza con impertinente ademán.

»—¿Quiere usted ser duquesa? —repuse, animado por una especie de frenesí que su gesto inflamó en mi corazón—. ¿Siente usted ansia de títulos y de honores? ¡Pues bien! ¡deje usted tan sólo que yo la ame, diga a mi pluma que no escriba, a mi voz que no resuene más que por usted; sea usted el principio secreto de mi vida, mi estrella! Y luego, no me acepte por esposo más que ministro, par de Francia, duque… ¡Llegaré a cuanto quiera usted que sea!

»—No ha malgastado usted el tiempo en el bufete de su maestro —replicó ella sonriendo—. Sus alegatos no carecen de fogosidad.

»—¡Tuyo es el presente —exclamé—; pero el porvenir es mío! Yo no pierdo más que una mujer, mientras que tú pierdes un nombre, una familia. ¡E! tiempo, saturado de mi venganza, será portador de tu fealdad y de una muerte solitaria, en tanto que a mí me conducirá a la gloria!

»—¡Gracias por el sermón! —dijo, conteniendo un bostezo y testimoniando con su actitud el deseo de no volver a verme.

»Esta frase me impuso silencio. Envolví a Fedora en una mirada de odio y salí precipitadamente. Había que olvidar a aquella mujer, curarme de mi locura, reanudar mis solitarios estudios o morir. En consecuencia, me impuse trabajos exorbitantes, quise acabar mis obras. Durante quince días, no salí de mi cuchitril, consumiendo las noches en infructuosos escarceos. A pesar de mi ánimo y de las inspiraciones de mi desesperación, trabajaba penosamente y con intermitencias. Había huído la musa. No podía desechar el fantasma esplendoroso y burlón de Fedora. Cada pensamiento mío incubaba otro enfermizo, cierto deseo terrible como un remordimiento. Imitaba a los anacoretas de Tebaida. Sin orar, como ellos, moraba en análoga soledad, socavando mi alma en lugar de socavarlas peñas. En caso necesario habría ceñido mi cuerpo con un cinturón de aceradas púas, para domar el dolor moral por el dolor físico.

»Una noche, Paulina entró en mi habitación.

»—Se está usted matando —me dijo en voz suplicante—. Debería salir, ir a reunirse con sus amigos.

»—¡Ay! ¡Paulina! —exclamé—. Acertó usted en su predicción. Fedora me mata. ¡Quiero morir! ¡La vida es ya insoportable para mí!

»—¿Acaso no existe más que una mujer en el mundo? —objetó la muchacha—. ¿Por qué acibarar una vida tan corta, obstinándose en amontonar pesares?

»Miré con estupor a Paulina, que se retiró sin que yo lo advirtiera. Había oído su voz, sin comprender el sentido de sus palabras. Pronto me vi precisado a llevar el original de mis memorias a mi contratista literario. Preocupado por mi pasión, ignoraba cómo había podido vivir sin dinero; sólo sabía que los cuatrocientos cincuenta francos que restaban de pico, bastarían para liquidar mis deudas.

»Al ir en busca de mis emolumentos, tropecé con Rastignac, que me encontró transformado, enflaquecido.

»—¿Sales de algún hospital chico? —me preguntó.

»—Esa mujer me mata —le contesté—. No puedo despreciarla ni olvidarla.

»—Vale más que la mates tú, y así no pensarás ya en ella —me aconsejó en tono jovial.

»—Ya lo he reflexionado más de una vez —le repliqué—; pero si en alguna ocasión he calmado mi alma con la idea de un delito de violación o de asesinato, o de ambos reunidos, me siento incapaz de cometerlo en realidad. La condesa es un monstruo admirable, que demandaría gracia, y no es Otelo todo el que quiere serlo.

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