La pista del Lobo (23 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

Lo que ignoraba Antúnez era que entre los maquis había otro hombre de Algar, que era el asesino del chiquillo secuestrado, y el que había sido destrozado por Lobo, el perro fiel de Pedrito. Juan el Manco había sido detenido vivo y se hallaba en la cárcel de Algar, donde podían hacerle hablar. Allí fue puesta a prueba su resistencia física y mental. No pudo soportar la tortura y habló, sí, contó todo lo que sabía: «Un hombre joven, de unos veinticinco años, que dijo que se llamaba Fernando y que vivía en Alcalá de los Gazules, había venido a mi casa para decirme que lo enviaban los contrabandistas para ofrecerme un trabajo: llevar un alijo desde el arroyo del Caballo hasta San Roque. Más tarde supe que el alijo no era otra cosa que acompañar a unos hombres hasta el mar, donde los estaba esperando una barca. Eran doce hombres en total: los nueve que estaban con el niño y otros cuatro que nos estaban esperando en la sierra del Aljibe».

A la semana siguiente de la detención de los maquis en las cercanías de Ubrique, Radio Nacional informaba del «asalto efectuado por los miembros de la Benemérita en una casa escondida en la sierra del Aljibe, cerca de Jimena, en el que resultaron muertos un guardia civil y los cuatro bandoleros que habitaban en la casa, a quienes se les buscaba por el atraco perpetrado dos meses antes en el tren correo, en la estación de la citada localidad».

Pedro Antúnez, que se encontraba en la taberna tomándose su habitual copa de vino mientras escuchaba «el Parte», se preguntó cómo habían dado con ellos, así, de pronto: durante dos meses la Guardia Civil había sido incapaz de descubrir a los autores del atraco; ahora, una semana después de la detención de los secuestradores de Pedrito González, descubrían el refugio, lo asaltaban y ejecutaban a los hombres que lo habitaban. No había duda alguna, los detenidos habían hablado. Sin embargo, no parecía que lo hubieran contado todo, pues, si lo hubieran hecho, él ya estaría en la cárcel junto a ellos. Una pregunta se estaba formulando con fuerza en su mente: ¿Y qué podrían decir de él? ¿Quiénes le conocían lo suficiente como para denunciarle? Estos hombres no ganaban nada con hacer eso. Habían luchado durante años por unos ideales, y habían perdido. No cambiarían en nada su situación denunciándole. Después de todo, ¿no lo había hecho todo por ayudarles? No, no creía que estos hombres le denunciasen. Además, si lo hubieran hecho, ya le habrían detenido: la Guardia Civil estaba al lado de su casa, y él no se había escondido, sino que acudía diariamente a la taberna y salía a la calle y al campo como todo el mundo. En el cuartel tenían teléfono y le habrían detenido ya, si hubieran recibido la comunicación de que los maquis le habían delatado.

Antúnez se tranquilizó, no tenía nada que temer. Se terminó su copa y sacó su cartera para pagarla. Fue entonces cuando vio entrar al sargento de la Guardia Civil en la taberna, acompañado de otro guardia. Pedro notó un cambio brusco en todo su cuerpo: un extraño temblor se adueñó de sus piernas; un pellizco le atenazaba el estómago, y le entró fatiga; las manos le temblaban sobremanera. Miró hacia detrás, buscando otra salida, pero no la había. Pensó en su madre y en el disgusto que se iba a llevar cuando le notificaran su detención; ella no soportaría otra repetición del drama de su vida. Primero su marido; ahora su hijo. No, no lo soportaría, ¡sería capaz de matarse ella misma!

El sargento se acercó al mostrador y se quedó mirando a Pedro, advirtiendo la palidez de su cara y el temblor de sus manos.

–¿Qué te pasa, chiquillo? Tienes mala cara –le dijo al joven; luego le preguntó al tabernero–: ¿Han dicho algo en el Parte de Ubrique?

–De Ubrique no, mi sargento –le contestó el hombre.

–Pues es raro que no digan nada: mañana comienzan a expropiar a los propietarios de las tierras que lindan con el río. A primeros de año se inician las obras de la construcción de la presa de los Hurones. Contratarán a más de mil personas, de todos los oficios, y tendrán trabajo para unos diez años… ¡Va a cambiar el panorama de esta parte de la provincia!

–Pues ¡ya iba siendo hora! –contestó el tabernero– A ver si así podemos levantar cabeza y nos quitamos el hambre de encima; en esta zona no hay nada más que parados.

–Ande, ponga dos copas de vino, y que sea bueno. Mejor que ése que le ha puesto a Pedro, que le ha puesto tan mala cara. Y sírvale otra copa –dijo el sargento; luego se volvió hacia Pedro y le dijo–: A ver si sientas cabeza de una vez y dejas de cazar pájaros; con eso no llegarás nunca a mantener a una familia. Aprovecha ahora y ve a pedir trabajo en el pantano; allí lo ganarás bien y por muchos años. Si no…, se te va a hacer vieja la novia esperando.

Pedro aspiró fuerte; unas gotas de sudor le resbalaron por la cara, junto a sus anchas y largas patillas. Miró al sargento y le dijo:

–No se preocupe usted, mi sargento, que mañana mismo voy a enterarme de eso. Las copas van de mi cuenta.

–Entonces, sólo detuvieron a los que se rindieron, ¿no, abuelo?

–A los que se rindieron y también a aquellos otros que estaba en la choza que quemaron los guardias en la sierra. ¿No recuerdas?

–¿Y qué les pasó a los que se rindieron?

–A los maquis detenidos los trasladaron a Sevilla, para comparecer ante el Consejo de Guerra, donde fueron juzgados y condenados a muerte. Excepto a Juan el Manco, al que llevaron detenido a la cárcel de Algar, donde fue obligado a declarar todo lo que sabía antes de aplicarle la ley de fugas.

–¿La ley de qué?

–Ley de fugas. Los guardias le dijeron al Manco: «Ya puedes marcharte; eres libre».

El Manco les creyó; pero cuando salió a la plaza le pegaron un tiro por la espalda. Dijeron que había intentado fugarse. El día de su ejecución estuvo todo el día tirado en el suelo delante del Ayuntamiento, en el mismo sitio que cayó al recibir el disparo. Todos los habitantes del pueblo fuimos invitados a verlo, para que quedase constancia del escarmiento.

–¿Y a todos los mataron?

–Sí, hija. Si fusilaban a la gente por haber pertenecido al bando vencido, imagínate tú a éstos, que además estaban acusados del crimen de Pedrito. Mi padre había ido a llevar unos toros a El Puerto de Santa María, el 26 de diciembre de aquel mismo año, y cuando volvió en Nochevieja nos contó lo que había sucedido en una casa del barrio alto del pueblo, te lo cuento en capítulo aparte:

Capítulo 22

E
l día de los Santos Inocentes de aquel año, Elena Gilloto, una mujer hermosa de treinta y dos años, morena y con unos ojos grandes y verdosos, como las aguas de las playas de la Bahía, estaba tendiendo sábanas en la azotea de su casa, en la calle Zarza. Un agradable olor a aceite frito, anís y matalahúva subía del patio vecino, donde se afanaban en hacer buñuelos y pestiños para la Nochevieja. Sería alrededor de la una de la tarde cuando sonaron unos golpes en la puerta de su casa. La mujer se asomó por la barandilla de la azotea para ver quién era el que llamaba, y vio a una pareja de la Guardia Civil esperando delante de su puerta. Elena bajó las escaleras preguntándose qué venían a hacer a su casa aquellos odiosos hombres. Les abrió la puerta y se quedó callada frente a ellos, mirándolos con desprecio. Los guardias la observaron durante unos instantes, era una mujer muy guapa, aunque su cara tenía las marcas del sufrimiento: demacrada y con grandes ojeras, arrugas prematuras en las comisuras de sus labios; medía un metro setenta, y su talle era estrecho y plano; unos preciosos senos se adivinaban bajo la rebeca negra que llevaba puesta..

–Señora, ha llegado al cuartel este paquete para usted. Tiene que firmarnos el recibo… –le dijo uno de los guardias, despertando de su arrobo.

Elena cogió el paquete, sorprendida. Era pequeño, parecía una caja de zapatos. Firmó el recibo que le presentaron y cerró la puerta de la casa. Luego fue a sentarse sobre su cama y examinó el paquete. Venía de Sevilla y contenía, entre otras cosas: un lápiz, un cuaderno, una carta y un libro escrito en francés: «Le Contrat Social ou Principes du Droit Polítique» (El Contrato Social o Principios del Derecho Político), de Jean Jacques Rousseau. Elena abrió el sobre que contenía la carta y leyó:

Querida esposa:

Cuando recibas esta carta ya no estaré aquí. Me han hecho una farsa de juicio, un mero trámite. Lo mismo que les hacen a los toros que entran en esa plaza de toros del Puerto, donde el animal salta a la arena condenado a morir. ¡Por muy bravo que sea! También a mí me han sentado en el banquillo con la sentencia escrita de antemano.

Pero yo no temo a la muerte: la vivía día a día desde que me separé de ti. Te he echado de menos cada minuto, cada segundo, durante todos estos años. Sólo temo que no puedas perdonarme nunca por haberte abandonado.

Esta pena que me imponen me la merezco. No por el crimen del que estos fascistas me acusan, sino por el otro, aún más grande, de haber sacrificado tu juventud, tu vida y tus sueños por una causa que no te merecía. ¡Ninguna idea, ninguna organización, merece que una persona como tú destroce su vida por ella!

Espero que aún puedas rehacer tu vida y que seas feliz. Y por mí no te preocupes: yo hace tiempo que dejé de vivir. Creíamos que venceríamos, que nos apoyaría la gente; pero nos dejaron solos. La gente de aquí se lo traga todo: lleva en la sangre la esclavitud. Debe de ser hereditario… ¡Qué pena! Adiós, cariño mío, perdóname. Tu marido Juan García.

Elena lloraba mientras leía. Era un llanto silencioso, sin lamentos, sólo algunas lágrimas resbalando por sus mejillas, unas lágrimas más entre los millones de ellas que había vertido desde aquel día, 20 de julio de 1936, en que vinieron los guardias para detenerlo y él salió por la azotea y desapareció de su casa, y de su vida… Nunca más supo de él. No había logrado enterarse de si tan siquiera estaba vivo.

Cuando acabó la guerra pasaba los días haciendo rondas: a la estación de trenes, cada vez que llegaba un tren; al muelle, cada vez que atracaba el vapor de Cádiz; a la carretera, a las paradas de los coches de línea… Así fue viendo cómo detenían a los que volvían del frente rojo. Después perdió poco a poco la esperanza de volver a verlo. Estuvo durante aquellos diez años sola, marginada, por ser la esposa de un rojo. Apenas pudo sobrevivir con la ayuda de sus padres.

Ahora todo había terminado. Ya no tendría que levantarse de la cama sobresaltada por cualquier ruido, esperando encontrar en la puerta a su marido, y comprobar luego, con pena, que no estaba, que habría sido el viento el que movió la gruesa puerta de su casa, engañándola.

Elena se secó una vez más las lágrimas y puso la carta sobre la mesita de noche, al lado de la cartera que contenía la documentación de su marido, en la que sólo había un retrato amarillento y muy usado de ella, de cuando eran novios. Se lo envió cuando él cumplía con su servicio militar en Sabiñánigo, en la provincia de Huesca. Entonces, su novio le mandaba cartas con fotos de él esquiando en la nieve. ¡El pobre! Nunca había visto la nieve antes, salvo en el cine. Y tampoco. En el cine ellos miraban poco la pantalla: pasaban el tiempo queriéndose. Y van y lo mandan al Regimiento de Cazadores de Montaña, ¡a los Pirineos, nada menos! A mil kilómetros de su Elena y de su Puerto… «No hay quien entienda a los militares», dijo para sí la mujer.

Luego cogió el cuaderno que venía en el fondo del paquete, lo ojeó para ver cuántas páginas había escritas, se paró en una página al azar y leyó el título: «A mi esposa». Continuó pasando páginas, y siempre volvía a encontrarse con la misma dedicatoria delante de cada uno de los poemas. Porque eran poemas lo que contenía el cuaderno. Elena se decidió por leer uno al azar, que decía:

A mi esposa

«El sueño de anoche»

Esta noche pasada, he tenido un bello sueño.

De ésos que gustan soñar, cuando uno anda despierto.

Soñé que estaba junto a mí, en el lecho.

Vuelto hacia arriba su cuerpo, sus ojos mirando al techo.

Tenía puestas sus manos encima de su vientre,

Tratando de sentir los movimientos

Del hijo que lleva dentro.

De pronto sentía dolores, aunque el parto está aún muy lejos,

Y su carita de niña se encogía de sufrimiento.

Trataba yo de aliviar sus temores y tormentos,

Acariciando su cara y dándole suaves besos.

Soñé también que acariciaba sus pequeños y preciosos senos,

Tan suaves a mis labios, tan firmes en mis dedos…

Seguía yo, en mi sueño, recorriendo con mis besos

Su precioso y cálido cuerpo, pegué el oído a su vientre

Y escuché de nuevo: ¡Algo se movía allí dentro!

Esto hacía que la madre me olvidara por completo.

Seguí cubriendo su cuerpo de suaves y pequeños besos.

¡Qué suave es su piel! ¡Qué bonito es su cuerpo!

Al fin me desperté de ese maravilloso sueño,

Que tuve con esa mujer que quiero.

¡Cuánto me gustaría ser, de veras, su dueño!

Sentí una pena muy grande al vivir la amarga realidad:

Aunque yo la quiera tanto, nunca la podré besar

El sueño que yo tuve anoche fue bonito de verdad.

Dios sabe que daría mi vida por que fuera realidad.

Elena leyó la poesía y rompió a llorar amargamente: ¡Su hijo…! Su pobre marido no supo nunca que lo perdió aquella misma noche que él desapareció. Ella se interpuso entre los guardias para darle tiempo a él de escaparse por la azotea. La empujaron a un lado. Ella salió corriendo y subió las escaleras, seguida por los guardias; se paró en el rellano con los brazos extendidos, impidiéndoles el paso a la habitación. Desde allí vio la ventana abierta y las cortinas moviéndose con el viento: su marido había escapado. Un guardia le dio un empujón hacia un lado. Entraron los dos como una tromba en la habitación, mientras que ella se caía rodando por las escaleras. Los guardias salieron por la ventana a la azotea y buscaron por los tejados a su marido; pero no lograron encontrarlo. Cuando volvieron a la casa encontraron a la mujer en el suelo, en un charco de sangre. No se atrevieron a moverla y llamaron al médico y a la comadrona. La salvaron a ella, pero no al niño.

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