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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (13 page)

El dolor y el frío resultaban demasiado abrumadores para sentir nada cuando un alud acabó con aquella caravana que rugía.

El esqueleto doblado de Tabby era como un guardián. Había sobrevivido al derrumbe de una cornisa de nieve conocida como el Muro Alto para morir allí sola, doscientos metros por encima de los otros lugareños. Casi con toda certeza había sido la última persona en caer por no estar a suficiente altura. Estaba tan cerca... En la seguridad de su cabaña, caliente con Erin, Cam a menudo se lamentaba de no haber enterrado a Tabs. Pero habría sido una insensatez demorarse tanto por debajo de la barrera.

Ayudó a Erin a cruzar el lecho del río y miró hacia atrás para ver a los demás. Una silueta había caído de rodillas. McCraney. Cam reconoció su anorak a rayas. Se quedó observando para asegurarse de que se levantaba, y Erin le tocó la cadera.

Ella parecía tener los ojos incoloros tras sus gafas de cristal gris, aunque era obvio que estaba angustiada. Ni siquiera Sawyer fingía no verse afectado por aquella parte de la montaña.

Cam y Erin volvieron a cogerse de la mano y descendieron.

Las treinta y una motos de nieve ni se habían oxidado ni perdido el brillo, sólo algunos árboles desenterrados les habían provocado abolladuras y otras habían chocado entre sí. Sus brillantes formas metálicas parecían piezas de un tiovivo desvencijado, rojas, violetas y azules, abandonadas entre los troncos partidos y las raíces de pinos muertos.

Cam y Pete Czujko revolvieron entre los cadáveres congelados mucho antes del deshielo primaveral, rebuscaron en los bolsillos y mochilas. Más tarde volvieron para sacar la mezcla de petróleo y gas que aquellos motores de dos tiempos utilizaban como combustible. Entonces los cuerpos todavía estaban intactos, aunque Cam había visto un codo roto, un cuello muy dislocado, y supuso que los demás tenían también miembros rotos debajo de la ropa. Era cierto. Ahora había fragmentos de huesos y extremidades sueltas por todas partes.

Lo que más le molestaba era el apogeo final de los nanos. Hasta que el cuerpo anfitrión perdía un mínimo de temperatura, aquellos malditos bichos seguían reproduciéndose.

Las manos derretidas de Tabby no eran lo peor, ni el tórax desintegrado de otro esqueleto. Un cráneo pequeño, probablemente de un niño, parecía una lámpara hecha con una calabaza torcida. Tenía los dientes destrozados, sobresalían como colmillos retorcidos, y el hueco del ojo izquierdo casi doblaba el tamaño normal por los mordiscos.

A las sesenta y cinco personas que llegaron a las cotas seguras se unieron en el gélido amanecer dos supervivientes de la caravana de motos de nieve, Manfred Wright, una estrella en ciernes del equipo de esquí junior de la región, y un ayudante del sheriff al que le sangraban los pulmones.

Sin embargo, los sesenta y siete pronto quedaron reducidos a cincuenta y dos a medida que morían los que tenían peores heridas internas, incluidos todos los niños, menos uno. Los nanos les habían destrozado los cuerpecitos. Probablemente Barbara Price habría sobrevivido a las heridas que le habían provocado los mordiscos de su perro, pero la plaga de nanos de la mejilla se le había extendido hasta las fosas nasales. No podía más que emitir un gemido. Duró seis días. Su marido, Jim, mantuvo un inquietante silencio durante semanas.

Al principio intentaron vivir por encima del Remonte 12, hacinados en las casetas de la patrulla de seguridad, pero las olas de nanos les obligaban una y otra vez a volver a subir, sin importar la hora o el clima.

La plaga redujo su número a cuarenta y siete, muchos debilitados por el mal de altura y la desesperación. La deshidratación era una amenaza para todos y estaba minando a una mujer diabética.

Cam y Pete se vieron en el papel de líderes por defecto. Llevaban uniformes. Un hombre llamado Albert Sawyer también comentó que tal vez estaban más familiarizados con la zona y sus recursos que los demás. Sawyer era un auténtico pragmático. Fue idea suya esperar a la tormenta siguiente para ir a saquear el pabellón, aunque estuvieran muertos de hambre. A él se le ocurrió utilizar el único defecto de los nanos a su favor.

El Remonte 12 fue muy importante en su lucha por la supervivencia. Arreglaron el motor, luego se atrevieron a bajar esquiando al pabellón principal, encendieron el Remonte 4 y transportaron bidones de combustible por la montaña... además de comida, equipamiento y madera.

En primavera estaban bastante bien instalados. Los accidentes, la neumonía y un suicidio habían reducido el grupo a cuarenta personas, lo que facilitaba las cosas. Con raras excepciones, los supervivientes eran jóvenes y decididos. Entendían el mundo que les había quedado. Cam incluso tenía novia. Erin Coombs tal vez no se habría acercado jamás a él de no haber confundido su nombre y el color de su piel con la de un italiano, pero debió de sentirse comprometida con su decisión. Para entonces, el campamento ya estaba dividido.

Jim Price consiguió apoyo, como si de un político se tratara, con una serie de propuestas. La primera fue asignar tareas. Fue una medida muy popular porque la mayoría de la gente pensaba que hacía más que los demás. Organizó una sesión para cantar juntos y una «reunión recordatorio». Intervenía en polémicas, discusiones, en todo...

Dos de los coreanos estuvieron entre las primeras víctimas, y el tercero fue el primero que se suicidó. El único negro duró gracias a sus esfuerzos para construir las cabañas, pero se abrió la pantorrilla cuando lo rozó una sierra mecánica y murió por la infección. Después de eso, Cam y Amy Won eran los únicos no caucásicos.

No debería haber importado. Gran parte de la raza humana había sido diezmada, como para preocuparse por eso... pero Cam sospechaba que el color de su piel era otro motivo por el que tanta gente le daba la espalda para irse con Price.

¿Cuántas culturas se habían perdido para siempre? Si reclamaran el planeta, ¿qué aspecto tendría la humanidad?

No había tiempo para cavilaciones. Los alimentos en lata desaparecían rápido, se pasaban el día buscando comida y habrían encontrado mucha si estuvieran dispuestos: roedores confusos y lisiados, un ciervo, las matas de hierbas de primavera que brotaban de la tierra. Nadie mencionaba los cuerpos de la zona del alud, que se descomponían al derretirse la nieve, y habían enterrado al resto de sus difuntos. Sin embargo, en verano habían dejado la montaña tan limpia que ya no crecía nada. Y cuando volvió el invierno, la única opción era hacer incursiones por debajo de la barrera.

Primero se comieron a Jorgensen.

9

Aquella camioneta Chevrolet, roja y alargada, suspendida en la ladera desmoronada, a Cam siempre le recordaba a la televisión. Encarnaba la imagen de fuerza que la publicidad quería proyectar. La habían molido a golpes, rascadas, le habían machacado los bajos con rocas y baches, había superado la carga recomendada en quinientos kilos, y la camioneta nunca les había fallado.

Sin saber por qué, Cam se sentía orgulloso. Siguió mirando el vehículo en la distancia mientras iba dirigiendo a los demás entre el lodo y las rocas por encima de lo peor del alud. Manny se bajó la capucha, se frotó la nieve de las gafas, y Bacchetti estiró los brazos y el cuerpo para proteger el depósito de gasolina de la lluvia mientras Sawyer luchaba con un bidón de plástico de quince litros. Si caía agua en los tubos del combustible morirían.

La ladera dibujaba un prolongado descenso, a veces en tramos del tamaño de una casa. De lo contrario podrían haber intentado abrir una carretera. Pero tenían que aceptar lo que la montaña les ofrecía.

El chaparrón arreció, la lluvia golpeaba los hombros de Cam formando una fina niebla. Los sucios charcos marrones se rizaban por el impacto de los goterones.

Tras él alguien emitió un sonido atroz.

—¡Eh! —Tenía que ser Price.

Cam volvió a levantar la vista y vio que la camioneta se movía. Al volver de las incursiones en busca de comida siempre estaban ansiosos por alcanzar cierta altura y dejaban el vehículo en la ladera. Sawyer estaba maniobrando con cuidado adelante y atrás en la estrecha planicie para dar la vuelta, y Manny se encontraba de pie en la pendiente, con las manos en alto. Señalaba el espacio libre.

—¡Esperad! ¡Esperad! —Price se abrió paso hacia delante en cuanto tocaron tierra firme, junto con Nielsen y Silverstein.

Cam dejó a Erin y corrió tras ellos, pero resbaló en el barro y sintió una punzada en la rodilla, la mala. Aminoró el paso y se concentró en dónde colocaba los pies.

Bacchetti ya estaba en la caja trasera de la camioneta, Manny subió de un salto mientras el grupo se acercaba y Price todavía gritaba:

—¡Esperad! ¡No!

Nielsen llegó primero al vehículo y dio un golpe contra el lado del conductor al tiempo que se dirigía a trompicones hacia el capó. El cono blanco del faro atravesó su mugrienta chaqueta amarilla y brilló una gota de humedad metida dentro de una de sus fosas nasales. A Nielsen se le había bajado la bufanda.

—Eh... —dijo Cam.

—¡Conduzco yo! —gritó Price. La manilla de la puerta chasqueó al segundo intento. Cerrada— ¡Sal!

—La bufanda —dijo Cam, y Nielsen no fue el único que se la subió para protegerse la cara.

Price dio un golpe a la ventanilla.

—¡Conduzco yo!

—No.

El cristal empañado reducía la capucha y las gafas de Sawyer a una extraña silueta.

—¡Es mi camioneta!

Era cierto. Aquella camioneta era uno de los pocos vehículos que valían la pena de los aparcamientos del pabellón que habían podido poner en marcha. Una cantidad increíble de refugiados se había molestado en cerrar y llevarse las llaves, de modo que o murieron con aquellos cruciales objetos de metal o los habían perdido.

Price tendió los brazos.

—¡Sólo porque has bajado corriendo! ¡Sólo porque has sido el primero en llegar!

—Perdisteis demasiado tiempo dejando esos malditos indicadores —dijo Cam, con la suficiente dureza para distraer su atención. Hollywood estaba junto al parachoques trasero, con la cabeza alta, inseguro, y Cam bajó el tono—. Alguien tenía que darle la vuelta.

—¡Entonces dile que salga!

—Jim, de todos modos conocemos la carretera mejor que tú.

Los sobrecargados amortiguadores de la camioneta respondían mal al camino abrupto. Cada vez que los neumáticos topaban con un bache o un hoyo, la camioneta se balanceaba como un barco que se deslizaba entre dos olas. Cam pensaba que era sólo cuestión de tiempo que alguien se cayera del vehículo.

Habían metido a las cuatro mujeres en la cabina, aunque sólo tenía asientos para el conductor y el acompañante, por lo que doce hombres debían apretujarse en la caja. Aunque la mitad se sentaran unos encima de otros, apenas quedaba sitio para que el resto estuviera de pie. Era más seguro en el medio que delante, donde Price y McCraney se inclinaban sobre la cabina con las manos extendidas, pero Cam había subido tarde a propósito por el lado del acompañante. En su mayor parte, el camino era sólo una pista de montaña, vulnerable a la erosión, y si la camioneta resbalaba en el barro o se desprendía parte del camino, quería tener la opción de salvarse de un salto.

Empezó a sudarle la espalda, y las axilas, al caminar, pero le bajó la temperatura corporal porque se filtraban bolsas de humedad y frío por la capa de Gore-Tex.

Entraron en una zona de pinos que los resguardó de la lluvia, luego de nuevo la lluvia.

Entonces llegaron al pabellón de media montaña. El aparcamiento resbalaba mucho, deformado por miles de heladas y deshielos, pero las sacudidas de la camioneta se convirtieron en una suave vibración cuando pasaron a toda velocidad entre el cúmulo desordenado de coches.

—Cuidado...

—¡Deja de empujarme las gafas!

Cuando Sawyer aceleró, los pocos hombres que estaban de pie se inclinaron para mantener el equilibrio y se agarraron a los que estaban sentados. Bacchetti y otro chico salieron despedidos hacia atrás. Hollywood gritó algo que Cam sólo oyó en parte.

—Juntos!

Cada vez que giraban se sujetaban más fuerte, y Sawyer aceleraba el motor en cada recta, por corta que fuera.

Price dio un golpe en el techo de la cabina.

—¡Ve más despacio!

—Jim, deja que se concentre!

—¡He dicho que vayas más despacio! —Price golpeó el techo hasta que Sawyer pisó el freno y redujo la velocidad de cincuenta y cinco a quince en medio de un largo giro. Para Cam fue una advertencia clara y una demostración de poder. Era obvio que Price no lo veía así, ya que volvió a dar un golpe con el puño—. Mucho mej...

Sawyer aceleró el motor y provocó dos sacudidas que les hicieron balancearse hacia atrás. Hollywood no era el único hombre que protestaba a gritos, pero a Cam le volvió a impresionar su tono de decepción.

—Pero ¿qué hace? —gritó Hollywood.

Sawyer se puso a ochenta o más cuando la carretera descendió recta durante doscientos metros. Cam pensaba que la lluvia había cesado, pero era imposible saberlo con certeza en medio de las salpicaduras que provocaban los neumáticos. La bufanda empapada sabía a amargo hedor humano ya rancio.

Tomaron una curva frente a tres coches amontonados, luego llegaron a la entrada de la urbanización. Unos grupos de diminutas flores amarillas en la cuneta atrajeron la mirada de Cam, luego vio media hectárea o más de colores vivos.

—Mirad —dijo.

Sawyer redujo la velocidad y abandonó la carretera. Cam no había visto la señal de RESERVA CORLISS, pero reconoció la salida.

—¡No gires, no gires! ¿Qué haces...? ¡Esta carretera no tiene salida! —Price levantó un puño para golpear el techo de la cabina otra vez y Silverstein dijo:

—Tiene razón, la reserva está sólo unos kilómetros más abajo y luego hay un aparcamiento.

Cam se alegró de llevar la bufanda y las gafas. Sabía que llevaba escrita la culpa en la cara. ¿Pararía Sawyer si Price amenazaba con empujarlo a un lado? Price estaba aporreando la cabina, Nielsen intentaba encontrar espacio para avanzar y Hollywood se había inclinado hacia delante, con la mano en el hombro de Keene, mientras éste se agarraba el estómago con los dos brazos.

Fue Manny quien hizo que todo el mundo se fijara en él.

—¿Cam? ¿Adónde vamos?

La camioneta entró en un tramo de curvas y el débil sol se movió a un lado y de nuevo hacia atrás. Las gafas se oscurecían y aclaraban siguiendo un esquema que le recordaba a un péndulo.

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